Trascorporalidad y metacorporalidad. Albores de una microética desde la intimidad.

Carlos David García Mancilla

Universidad Autónoma Metropolitana

México

Resumen

Los neologismos trascorporalidad y metacorporalidad se usan para señalar respectivamente a los objetos o personas con lo que hay una relación emotivamente cargada o de los cuales se obtiene goce.  El asimilarles al cuerpo tiene su origen en varias de las filosofías de la modernidad además de evocar la intimidad de esas relaciones. La una se la considera como una relación en la que la suerte del otro es de importancia y es similar a aquello que se entiende por empatía, mientras que la otra es una manera de interpretar a la utilidad. Ninguno de ambos es éticamente irrelevante y, de hecho, cierta noción del mal se extrae de la segunda mientras de la primera un principio íntimo de la compasión.

Palabras clave: corporalidad – intimidad – utilidad – maldad – goce

Summary

The words Transcorporality and Metacorporality are used to indicate the objects or persons with whom there ir an emotionaly relevant relation the former or from whom there is gain of pleasure or joy. The consideration of these two forms of relations through the body is due to the theory of corporality from several modern philosophies as well as the intimacy that these relations suppose. The former is a relation in which the fate of the other is personaly important and is similar to the concept of empathy. The second is a specific  interpretation of utility. None of these relations is ethically irrelevant. From the second is concluded one posible concept of evil, while from the first one a principle of compassion.  

Keywords: corporality – intimacy – utility – evil – joy

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En la película “Mar Adentro”, Javier Bardem en el personaje de Ramón lanza una provocadora frase para justificar su deseo de morir; el traslado de un lugar a otro, la simple osadía de tocar la mano de su interlocutora a unos centímetros de distancia es para él “un viaje imposible, una quimera”. El tetrapléjico no considera su vida digna de ser vivida porque el espacio es demasiado grande y su cuerpo muy pequeño; porque aquel cuerpo sin enfermedad ni pesados dolores pero virtualmente imposibilitado de movimiento le cierra el espectro casi entero del espacio del goce. Aquel cuerpo que permite seguir respirando, ingiriendo, excretando y reflexionando, esa biología básica funcionando, así como esa luz de la razón con las ventanas abiertas y claras no son, o no parecen solamente ser la corporalidad. Todo lo corporal es mensaje de salida, herramienta de acción, de modificación, trabajo, goce; sin ello, o con la mínima dote de cuerpo, hay indignidad y es preferible la muerte.

Esta mínima corporalidad es similar a lo que Foucault llama el lugar absoluto.  Mi cuerpo es el espacio inescapable, “es el lugar al que estoy condenado sin recurso”.  Y acaso por eso, piensa Foucault, la utopía primera –aquella de la vida después de la muerte- haya sido concebida tantas veces allende ese lugar específico y absoluto, y más como un lugar sin cuerpo. Aún con la habilidad del movimiento, del traslado incluso tan lejos como se ha podido llegar, este rostro y estas manos, este espacio absoluto que se habita acompaña invariablemente al viajero. Sin embargo, poco después en ese breve texto Foucault enmienda lo absoluto de tal espacio. Hay mucho en el cuerpo que trasciende su breve lugar; el cuerpo nunca está aquí, o no solamente: arreglos, adornos o vestimentas, todo lo que se añade a la sola carne, abre espacios distintos. Incluso la desnudez, que ni siquiera en un cadáver es sólo carne, inaugura un espacio que la resguarda con cierta sacralidad.

Pero hay mucho más que sólo espacios creados o reinterpretados a través de la simbología de la que se llenan los cuerpos. Las vestimentas no solamente recrean espacios con significados específicos, sino que también materializan deseos o aversiones. ¿No le da acaso peso y extensión la vestimenta al pudor, a la vergüenza, al desagrado por el frío o al anhelo de belleza?  Y más allá del adorno o la ropa y en el solo cuerpo desnudo, ¿no pueden interpretarse cada una de sus partes como un deseo que señala siempre hacia algo más que la parte o el cuerpo entero mismos?  Schopenhauer lo propone tajantemente: el cuerpo es deseo, aunque sea un deseo que se ignore en cuanto tal. Su forma obedece al cumplimiento de su anhelo; y su actividad, consciente o no, tiene derrotero en lo deseado.

Metacorporalidad

Por supuesto, la filosofía de Schopenhauer pone en el fondo una fuerza universal, un deseo sin más y ciego que se manifiesta materializado en deseos más pequeños y específicos que el anhelo sin más de la Voluntad. Hambre y miedo, v.g., se materializan en garras y estómago, o ágiles miembros para huir de aquella hambre.  De esta manera, toda otra materia toma la forma de un deseo. Mas sin entrar en la complicación que esta tal vez excesiva metafísica supondría en la naturaleza en general, no puede en el ámbito humano ser sin más falseada. Siglos antes de este filósofo alemán, Spinoza proponían una continuidad similar con objetos que ni siquiera suelen llamarse propiamente cuerpo. La herramienta es una ampliación de las posibilidades de los brazos, de la fuerza visual de los ojos o de la resistencia de los puños. Casi todo aquello que lleva el predicado de la utilidad es un cuerpo ensanchado, agrandado como en las utopías. Cuerpos inmensos que, como Zeus, pueden levantar montañas en su lucha contra Tifón. El pequeño y mínimo cuerpo nada puede contra las montañas, no así sucede si se encuentra dotado de la herramienta necesaria como el explosivo y el montacargas. Son aquellos y muchos otros el cumplimiento de la utopía del cuerpo potente, del anhelo de fuerza y de dominio, de transformación y disposición de las montañas y los mares para hacer de ellos lo que plazca; o tanto como el cuerpo agigantado de la técnica lo permita. No hace falta apelar ni aceptar la alta y oscura Voluntad de la filosofía de Schopenhauer para encontrar algo de certeza fuera de los excesos de su panvoluntarismo. El cuerpo se agranda en el útil porque el deseo humano es inmenso y agrandado a su vez tanto como el cuerpo dotado por la técnica le permita.

También lo proponía Spinoza: si “varios individuos cooperan en una sola acción de tal manera que todos sean a la vez causa de un efecto, los considero a todos ellos, en ese respecto, como una sola cosa singular”.  Tal “respecto” al que se refiere es a la acción, pues en su filosofía los seres se diferencian por la actividad y pasividad, por la “fuerza viva” o conatus que expresan. Si su fuerza es propia y al unísono con el cuerpo, y su realización es activa, se es digno y feliz; de otro modo, si el hacer es para otro como el esclavo al amo, se es pasivo y se sufre, el cuerpo mismo se difumina como parte de la máquina que hace el trabajo del otro, se es entonces triste, esclavizado, parte del trabajo enajenado. Tristeza y felicidad, una nomenclatura quizás demasiado pedestre del cromatismo emotivo, pero que sólo quiere dar a entender en Spinoza la propiedad y la impropiedad, el cuerpo sano y activo o su contrario. Un cuerpo que se da arrebatado por otro no sólo desaparece en tanto que singularidad, sino que sigue ahí en estado deplorable, se encuentra descompuesto respecto de sí mismo pero eficiente para otro. Si se piensa que la maldad dentro de la filosofía de Spinoza es mera negatividad, que es el vacío detrás de lo que no ha tocado el orden y la expresividad de Dios y, en suma, acaso una nadería por el determinismo infranqueable que puede interpretarse en su filosofía, se tendrá que tomar en cuenta a la emotividad que lleva a la acción antes que a la racional decisión. El mal es la pasividad, un cuerpo –y un alma- que son hechos hacer, cuya fuerza –que es su ser- les ha sido arrebatada.

El cuerpo que se apropia de otros, que les vuelve herramienta, goza de su fuerza; es una característica del goce incluso en el pensamiento de Lacan; el goce es a partir del otro y en su perjuicio. Y como lo dice Schopenhauer, de lo que se goza es siempre de la materia, lo que se encuentra siempre como fin del deseo de goce es obtener más materia, más cuerpo. A ello le llamo aquí metacorporalidad. El goce es también aquí el uso intransferible, la disposición del otro o de lo otro como si fuese yo mismo; como si fuese mi propio cuerpo el que actuase y transformase. Ramón, el tetrapléjico, por su cuerpo entero inmóvil e insensible, no puede hacer uso de casi nada, no goza nada o casi nada. No sorprende su decisión suicida.

La concepción del mal más frecuente en la modernidad y el romanticismo parte de la premisa de la metacorporalidad. Los límites de la comprensión y, sobre todo, del placer y del dolor se encuentran en la propia piel. Como decía Kundera, las ideas las tomamos en préstamo o las robamos, pero si alguien me pisa el pie, el dolor sólo lo siento yo.  O como lo hace Schopenhauer, sólo a mi cuerpo lo conozco inmediatamente, a los otros -cuerpos- los conozco a la mitad y limitadamente.  Es otro sentido del lugar absoluto para el cuerpo. Éste se trasciende, agiganta las extremidades para lograr más goce. Pero el tal goce es intransferible; no se puede gozar en el lugar del otro. Antes bien se le arrebata. Y como en aquel, en el dolor, como dice Ocaña, pareciera que estamos radicalmente solos y en encierro. La barrera de la piel se vuelve gruesa como concreto en el dolor, sobre todo si es intenso. Nadie lo vive más que yo.  El cuerpo se puede así entender más como aquello con que se sufre o goza que como órganos y huesos. Y en esta manera de interpretarle, entre el cuerpo y lo que de él se goza pero que le trasciende -la metacorporalidad-, hay una diferencia sólo de grado. También lo que se disfruta y lo que se padece son íntimos, propios, intransferibles. Consideremos a aquel gran y cruentísimo esclavista que fue Leopoldo II habitando en su palacio en el centro de Europa y su lejana e inmensa riqueza escondida en las profundidades del Congo. La distancia de un lugar a otro es inmensa, pero ese espacio se difumina o pierde importancia desde el momento en que Leopoldo, el primer magnate de la historia, gozó incluso de beatificaciones con trabajo no solamente de esclavos sino producto de tortura y de terror. Un redentor esclavista; no fue en eso, sin embargo, el primero. Ciertamente el poder y la riqueza son tan íntimos como el dolor y el miedo que frecuentemente causan.

Este encierro volitivo, que trasciende materia pero no deseos, evoca en los modernos al solipsismo moral; al esclavista universal como figura paradigmática del mal. Y hacer hoy esa misma evocación no debería parecer un exceso, a pesar de que el mal es mucho más -o mucho menos - que una gran voluntad devoradora. Los más grandes males -el siglo pasado nos lo ha enseñado- no tienen como causa al más grande egoísmo de uno o algunos. Sin embargo, ese inmenso dolor que parece no haber sido causa de goce alguno no oscurece -o no debería de hacerlo- al mal de aquel que hace que millares de extremidades actúen para su íntimo goce. En efecto, un cuerpo que en todos lados tienen brazos y mentes a su servicio no necesariamente es ocasión de dolor o muerte, pero la importancia moral del gran ladrón del goce no se puede desdeñar, menos aún en los albores de este siglo.

Rousseau señala una ya clásica diferencia entre el amor de sí y el amor propio que vale la pena tomar parcialmente en cuenta. El egoísta del primer género que busca el bien para sí, no es un gran usurpador ni acaparador de materia, apenas y daña en su no querer dar a los demás procurando para sí. Una figura moderna parecida del egoísta podría proponerse como los señores Thenardier de Los Miserables, que de los cercanos, los pocos que estaban a sus alrededores, particularmente a la pequeña Cosette, la mantenían en una pequeña esclavitud laboral infantil, con ropas viejas y alimento escaso. Es una escena dramática y triste, pero no es aún la figura de la gran tragedia, la de millones en dolor por causa del goce de uno. El gran esclavista, en contraste, crea la fantasía incluso para sí mismo de que su goce personal vale por todos. Aquí, v.g., es el duque de Buckingham, de Los Tres Mosqueteros, una figura más adecuada. Ni siquiera se trataba de riquezas o territorio para una nación en desprecio de otra; el conde llevaría todo su ejército a la guerra con Francia sólo para poder ganar su derecho sobre la reina de la que estaba enamorado. Aquel noble tan innoble dispone de toda la potencia de una nación para saciar un goce que no puede ser más personal e íntimo.

Sin embargo, la metacorporalidad sigue adoleciendo o hereda las características fundamentales del cuerpo mínimo. Y es que se pueden tener manos y ojos en todo el mundo como si fueran casi los propios, pero no así la sumatoria del goce de los millones de otros cuerpos. En una entrevista hecha a Nick Hanauer, -empresario norteamericano que domina el mercado de las almohadas- comenta aquel que sus ingresos nunca son menores a treinta y cinco millones de dólares; “una obscena cantidad de dinero”, dice. “Tengo el auto más caro que hay, pero sólo es uno” y lo mismo con las demás cosas que posee. Esta entrevista  tenía como objetivo mostrar cómo la clase media es el verdadero motor de la economía, pues los demasiado ricos nunca gastan todo lo que ganan, y los demasiado pobres poco evidentemente consumen. Lo que pasa desapercibido al magnate y al economista Reich es que el goce de esa “obscenidad” no la goza nadie. O, como dice Žižek al hablar de la interpasividad, la damos para que la goce alguien más. “Veo menos cine desde que tengo videocasetera”, dice el filósofo Esloveno, es como si aquel aparato “gozase del cine por mí”.  Y es de importancia tanto este ejemplo como la idea de interpasividad, pues el goce no se puede delegar, sino más bien lo contrario –es decir, quitar-. En el caso del empresario de las almohadas y de todo otro gran millonario, la riqueza no es un goce presente, los bancos lo gozan por ellos. Y en ellos, ni siquiera son los banqueros los llenos de goce, sino el abstracto capital financiero. Se hace como que se goza de lo que está en los bancos, pero es un goce, una sumatoria de cuerpos y disfrute robados, que nadie realmente goza.

Es también ilustrativo el caso del exgobernador de Tabasco Andrés Granier que, con dinero propio o no, tuvo a bien volverse poseedor de quinientos pares de zapatos. Evidentemente la sensación de lujo y galanura, de gusto perverso o cualquier tipo de goce que se pueda interpretar de la posesión de esa cantidad de zapatos, no la tiene quinientas veces más que cualquiera otro al calzar un solo par; se goza de uno a la vez. Es quizás un goce pedestre y nimio aquel del gobernador, y aun así no es medio millar de veces más intenso multiplicando los objetos. El millonario no goza a la vez de sus veinte casas ni el sultán a la vez de sus cincuenta concubinas. En efecto, la materialidad o los otros puestos al servicio propio se pueden multiplicar; mi cuerpo puede ser y estar prolongado por millones de otros cuerpos, pero sólo uno a la vez. Esta finitud no es por mor de la matera, que mucha de ella se puede poseer, sino por el goce mismo, por el encierro fundamental del metacuerpo.

Transcorporalidad

Desde el mismo Descartes, la unión entre el alma y el cuerpo, la discontinuidad entre la materia y todo aquello que en nosotros no es materia -“el hombre real”, le llama Hamelin- , ocurre en las pasiones del alma. No nos encontramos, dice el pensador francés, como un capitán en su navío sino que lo que pasa al cuerpo también lo padece el alma. Y aunque Cartesio en un momento resuelve materialmente el asunto y postula a la famosa glándula pineal, una lectura distinta desde el propio Descartes invita a pensar que esta unión se da en lo que a ambos compete: justamente en las pasiones del alma. De ahí que Pavesi  diga que, tomando como criterio estas pasiones, el alma se encuentra unida, de cierta forma, a todos los entes y no solamente a mis manos y, en suma, a mi cuerpo. Desde esta otra no muy desemejante perspectiva, de nuevo los límites propios del cuerpo se empiezan a difuminar. Sin embargo, en este caso la trascendencia del solo cuerpo es en dirección contraria y tiene al dolor, y no al goce, como protagonista.

Cuando se emplea la imagen del hogar para referirse al cuerpo y en su interior el lugar del alma, parece olvidarse en tal imagen que al cuerpo no se le abandona como se podría hacerlo con una casa. Pero la imagen es más precisa de lo que parece. Al referirnos a una parte de nuestro cuerpo, le tildamos como algo de nuestra propiedad; no así sucede cuando esa misma parte del cuerpo se encuentra adolorida, evocando una salida de la mera propiedad y hacia la intimidad. No suele decirse, v.g. “has lastimado a mi pie”, sino “me has lastimado”. En el primer sentido, el cuerpo es algo mío, en el segundo el cuerpo soy yo mismo. Es la emotividad, el goce y el dolor, y no la materia del cuerpo aquello que marca intimidad, es decir, a ese yo mismo. Pero las más de las veces el dolor y la emotividad, no se focalizan en un espacio físico y en una parte específica del cuerpo. Son, como dice Ortega y Gasset, sensaciones más bien atmosféricas pero sin dejar de ser corporales. El dolor no solamente lo es por lo que acaece al cuerpo mínimo, sino que también lo es por lo que sucede a otros cuerpos. El alma –reiterando la tesis anterior sobre Descartes- está de cierta manera unida a todos los entes. Es así que el derrumbe y la enfermedad del cuerpo, o de una de sus partes, se llevan tras de sí al cuerpo todo y al todo del ánimo. Y no de manera desemejante sucede con el dolor que nos evoca el daño a otros cuerpos que nos cercanos, casi íntimos; un dolor que no tiene lugar particular en el cuerpo, sino que todo él lo siente. Así, el hogar en el que se vive, por más que pueda ser sustituido, de ser devastado, su destrucción sería también en mí ocasión de dolor. El hogar no son solamente muros y ventanas, sino que hay una relación específica con ese espacio y esos materiales cargada de sentido emotivo. Los otros cuerpos también nos duelen, pues, y no solamente el propio.

El descuidado que me pisó el pie, en la cita a Kundera, bien puede no sentir mi dolor, pero nunca falta la disculpa o, al menos, el franco gusto por haberlo hecho. Mi dolor fue su vergüenza por haberlo causado.  Cuando alguien entrañable -con esa palabra que señala también un espacio corporal- muere, pareciera como si faltase en nuestro cuerpo una extremidad sin que extremidad alguna doliese, o como si su voz silenciada por la muerte deviniese silencio solemne en nuestra boca y quietud de nuestro cuerpo.

Por supuesto, la morada destruida no es el ejemplo más claro e importante de esa transmutación, re-habitación, transformación de un cuerpo en otro bajo esta interpretación del cuerpo eminentemente emotiva. En la controversial película Hadashi no Gen (Gen el descalzo), al momento en que la bomba atómica de Hiroshima estalla –una de las escenas más cruda no solamente de aquella película sino del cine animado en general-, la primera onda expansiva de un calor similar al solar llega a una madre con su hijo en brazos. El calor de cientos de miles de grados derrite la piel, músculos y huesos de ambos mientras caen al suelo sin que la madre olvide abrazar y cubrir con un gesto corporal de protección al pequeño. Un gesto en última instancia inútil, pero de muy apreciable fuerza. Hace no mucho tiempo, igualmente, en una playa de Turquía apareció el cuerpo sin vida del pequeño sirio Aylan Kurdi que falleció ahogado en el mar al escapar de las manos de su padre, que escapaba a su vez con Aylan de la guerra en Siria. Todo el mundo lo supo, todo el mundo tuvo alguna reacción, las más de las veces de horror o indignación; ambas formas de manifestar que ese pequeño cuerpo en la playa también nos duele.

Aquella posibilidad de trascender los límites del propio cuerpo, sobre todo en el dolor del otro –la aquí llamada transcorporalidad- tiene en la historia de la filosofía un lugar mucho más frecuente dentro de las teorías del arte que en las éticas. L´abbé Dubos, un esteta de principios de la Ilustración, señalaba como principio para las bellas artes el que éstas fuesen expresión de proximidades; que aquello que presentasen fuese emotivamente significativo de manera que lo visto fuese también íntimamente sentido, como si fuese propio. Pues, según decía, la naturaleza nos ha dispuesto para saltar las razones o justificaciones cuando el grito o el llanto de otro nos llaman en su ayuda.  Similar criterio pone para las artes Batteux, la proximidad. La expresión de la figura de un árbol apenas y nos toca, dice, pero cuando la trama o la imagen expresada van habitando en las vecindades, de animales a otros hombres, y de entre éstos a aquellos que me fuesen más próximos por mor de la nación o la historia, el círculo se estrecha, y lo próximo –que es la intimidad emotiva- nos duele más que lo lejano.  

En efecto, de los ejemplos anteriores y las aseveraciones de los estetas franceses hay varios puntos por aclarar e incluir en lo que se ha señalado como la transcorporalidad. Primeramente, la “naturaleza” a la que se refiere Dubos es sin duda un principio iusnaturalista. Hoy se podría apelar a la neurobiología para tratar de justificar la manera en la que, desde la propia estructura y funcionamiento cerebrales, se empatiza  con el otro. Sin embargo, aunque en efecto haya un mecanismo que, sin la intervención de la decisión, pueda evocar en nosotros el dolor del otro,  es medianamente intrascendente en la medida en que hay otros procederes conscientes y no conscientes con efecto contrario el cual, sin duda, es al menos más visible en las acciones.  Lo que aquí importa señalar es que el otro se acerca, los cuerpos se tocan y uno transe, transita a través del otro cuando hay esa proximidad y, sobre todo, cuando se trata del dolor.

Es evidente que el dolor del otro nos invade cuando hay una proximidad cotidiana, aquella familiar en sus sentidos de familia y de costumbre. La cuñada de Ramón en la película española citada al principio, se indigna porque los otros –aquellos fuera del breve círculo de proximidad- creen que el deseo de morir del tetrapléjico se debe a una falta de cariño por parte de su familia. Les desmiente diciendo que eso nunca faltó, que sus cuidados diarios y exhaustivos no han sido por obligación, sino por ese mismo cariño. Un cuerpo que no puede hacer nada por sí mismo como aquel de Ramón, le cuida y satisface como si fuese el propio, el de ella misma. Se carga el peso de otro cuerpo en aquello que de menos gozoso tienen los cuerpos.

En efecto, en esta proximidad, en el dolerse por el otro, hay una renuncia al goce exista o no un beneficio para el otro en la merma de su dolor. Todorov  narra que en grupo de mujeres que se dirigían a un Gulag dentro de un tren, había una mujer también con un pequeño con llanto imparable. La suciedad acumulada en sus pañales por el largo tiempo de viaje le incomodaba sin duda. La posibilidad de usar el servicio sanitario, por muy incómodo que éste fuese, era privilegio otorgado solamente una vez al día y por unos minutos; insuficientes para realizar lo propio y lo que el pequeño requería. La madre entró, olvidó su propia necesidad y limpió a su hijo dejando el pañal sucio en un rincón. La siguiente mujer que entró, al parecer, entendió el mensaje e, igualmente, renunciando a su breve estancia de mínima satisfacción propia, lavó un poco más aquella tela; la siguiente en una especie de tácito acuerdo hizo lo mismo hasta que la última salió con el objeto lo más limpio que la situación lo permitía.

En su teoría de la interpasividad, Zizek comete el error de confundir el goce con la proximidad. El padre bien puede gozar a través del hijo en sus logros o en su alegría –según él mismo dice-; por la misma forma en que se ha entendido aquí al goce, es notorio que se trata de algo más. El gozar a través del otro no solamente es excepcional, sino que siempre es menor el goce de la pasividad que de la acción. El padre puede sentir la felicidad del hijo, pero frecuentemente acompañado de otras actitudes más cercanas al goce propio como el orgullo y la sensación de haber hecho un buen trabajo al educarle. Sin embargo, en el dolerse del otro –que es lo que impera en la transcorporalidad- bien puede ser mayor el dolor al transitar de uno al otro. El dolor de alguien entrañable, por muy intransferible que sea en sí, evoca muchas veces un dolor mayor, como sucede de hijos a padres. Tal es la potencia de la evocación que incluso el espacioculturalmente lejano Aylan, aunque hubiese sido por unos momentos, dolió en los rincones del mundo no musulmán, en aquel occidental y en la comodidad de las salas. Los niños siempre duelen, sean de donde sean pues, como la madre durante la explosión nuclear, evocan también el deseo de protegerles como sea, aunque se lo haga sólo con un momento de indignación o con un pequeño silencio solemne como en la muerte de ese pequeño.

El dolor, pues, nos acerca. Hay barreras inmensas y diferencias inmensas, impenetrables de vez en vez entre nosotros; pero no es inverosímil pensar que por lo menos las puertas de Alemania se abrieron a la inmigración siria por la terrible imagen de Aylan sin vida. Pues antes que las fronteras, son las puertas del cuerpo, o del transcuerpo, aquellas que se abrieron al dolor del otro. Sin embargo, como en el goce, no se puede transitar al dolor de muchos, sino solamente de algunos. O, parafraseando a Vargas Llosa en La Guerra del Fin de Mundo, el sufrimiento de millones es demasiado abstracto como para compartirlo y dolerse por los millones, no sucede lo mismo si a ti te veo sufrir.

Con todo ello, no hay que olvidar que las relaciones que suponen más proximidad y en las que se transita al dolor del otro y se da una renuncia al goce, no se encuentran exentas de relaciones de poder. Que entre las familias y las otras estrechas relaciones no deja de haber despojo de goce y dominación. Y de hecho, desde ciertas perspectivas, es la familia la forma fundamental de la relación de poder y principio de las todas las otras. A pesar de ello, así como no hay espacio más propicio para dominar que la intimidad, tampoco lo hay para transitar del uno al otro. Ambas, dominación -metacorporalidad usando el término de este texto y sus especificidades- y transcorporalidad se acompañan y contrarían sin negarse mutuamente.

Y es por ello que en ambos casos de la extrapolación corporal, solamente puede hablarse de una mciroética. Las éticas emotivistas, particularmente la de Ayer, niegan valor de verdad a las proposiciones de la ética, dejando todo su peso en el estado de ánimo del que emite el juicio y su convicción de convencimiento a los demás.  Es un lugar común que juicios sobre el bien y el mal no puedan tener una fuerza categórica, universal y necesaria. Pero tampoco son una nadería. Argumentos como el de Ayer tratan a los juicios éticos como los sofistas lo hacían, en donde la importancia radica en la persuasión y no en le verdad de lo dicho y lo hecho. Como es de esperarse, aquí no se habla de verdades ni universalidades. Justamente el contraste con la universalidad es lo que minimiza y reduce a la intimidad esta propuesta ética. Es el anverso del imperativo categórico kantiano. Surge justamente de lo que éste deja detrás y abstrae por necesidad metódica, que es el reino de la emotividad. Y ésta, como se ha explicado, tiene un espacio propio, abarca un área con límites móviles y tiene centro en cada par de ojos. Es una pequeña ética porque pequeños somos en tanto que individuos. Pero justamente es ese centro el criterio, la regla, si no de acción, al menos de interpretación de las acciones. Y, en suma, antes que juicios de valor, leyes, emociones diversas, lo que cada centro múltiple tiene aquí de relevancia es el dolor; tan subjetivo, encerrado, virtualmente inefable pues las palabras no se corresponden con lo sentido; y sin embargo tan comprensible por cada uno. Subsumir cuerpos, trabajo, voluntades, ultrajar el goce, pues, es debilitar al otro, ser artífice de su dolor; dicho sin limitaciones, es hacerle un mal. Sin embargo, el tomar el dolor del otro y olvidar el goce propio no es necesariamente una acción buena, como lo anterior es característico de una malvada. También es una pequeña ética pues no propone imperativo alguno de bondad, sólo el mal tiene fondo; lo más que puedo hacer es dolerme por y con el otro y, acaso, ayudarle dentro de esa pequeña área de las proximidades que cada centro tiene.

 Bibliografía

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