Revista de Historia, N° 19, Diciembre 2018, pp.213-242 Departamento de Historia, Facultad de Humanidades,

Universidad Nacional del Comahue.

ISSN-e 2591-3190

http://revele.uncoma.edu.ar/htdoc/revele/index.php/historia/index

Revolución, sexo y rocanrol. A cincuenta años del ’68 montevideano

François Graña francois.grana@fic.edu.uy

Resumen

En la segunda mitad de los’50, Uruguay se deslizaba hacia una crisis económica y social endémica. Se esfumaba la relativa prosperidad y estabilidad a la que los uruguayos se habían acostumbrado en la primera mitad del siglo pasado. En ese contexto discurre en 1968 la protesta juvenil masiva que ocupa aquí el centro de atención. La palabra “compromiso” se constituiría en santo y seña para muchos de esos jóvenes; “la revolución” pasaría a ser una opción de vida. En nuestra hipótesis, su rebelión no se dirigía hacia sus padres, víctimas como ellos de la “opresión burguesa”; sentían que formaban parte de un movimiento planetario hacia un nuevo mundo justo y equitativo, y que valía la pena arriesgar sus vidas para hacerlo posible. En este primer avance de nuestra investigación, pondremos el acento en los contextos locales y mundiales que sustentaban -o parecían hacerlo- las convicciones revolucionarias de dichos jóvenes. Queda pendiente una exploración de los modos en que aquellos contextos y estas convicciones se entrelazan con las historias de vida de los jóvenes en cuestión.

Palabras clave: crisis endémica, compromiso, militancia, revolución

Abstract

In the second half of the fifties, Uruguay was heading towards a major economic and social crisis. The relative prosperity and stability that Uruguayans had thrived on in the first half of the century was vanishing. It is within that context, in 1968 more specifically, that the massive youth protest

which will be our main focus here occurred. The term Commitment became the watchword for many of these youngsters, and The Revolution part and parcel to their life choices. What signs did they see or believe to see in the world around them that could have led them to these convictions? In my search for an answer, I have interviewed 45 former militants of those days. Their rebellion was not aimed at their parents, victims like themselves of the "oppressing bourgeoisie"; these youngsters felt they were immersed in a planetary movement towards a fairer, more equitable world, and that risking their lives to make that dream possible was well worth it. In this first advance on our research, we shall focus on the local and worldwide contexts which were – or seemed to be – at the root of the revolutionary convictions of the youth. Still pending is an exploration of the ways in which the afore- mentioned contexts and convictions interrelate with the life stories of these youngsters.

Keywords: major crisis, commitment, militancy, revolution

Revolución, sexo y rocanrol. A cincuenta años del ’68 montevideano

Introducción

De 1950 a 1973, Uruguay pasa de la “Suiza de América” a la dictadura militar. Los analistas coinciden en anclar en la segunda mitad de la década del ’50 el agotamiento de un modelo económico que descansaba sobre dos pilares: la exportación de productos agropecuarios como fuente de divisas casi exclusiva, y un modelo de desarrollo industrial basado en la sustitución de importaciones1.

A mediados de los ‘60, una sensación inédita se apoderaba de los uruguayos: se vivía peor que antes. Apenas diez años atrás, muchísimos asalariados podían aspirar al techo propio, al auto, a la casita en la playa. Pero ahora, la desocupación creciente, los salarios congelados y los precios de los alimentos en alza continua, ponían en entredicho las expectativas de progreso alentadas por generaciones anteriores. En 1967, la inflación fue de 136 % y al año siguiente alcanzaba el 180%. Los hijos de profesionales, empleados públicos, comerciantes, pequeños empresarios, docentes, bancarios, obreros calificados, sentían que las promesas de un futuro mejor se esfumaban. La proverbial convivencia armoniosa de los uruguayos se degrada a ojos vistas; las tensiones políticas y sociales ingresan en una espiral ascendente, se instala un clima de protesta y confrontación progresivas. En la década precedente, el Uruguay se beneficiaba aún de una situación económica mundial muy favorable. La guerra de Corea (1950-1953) fue la última coyuntura excepcional del mercado mundial que mantuvo muy altos los precios de exportación de la carne. Los precios de la lana entrarían también en declinación irreversible, incapaces de competir con el bajo costo de la fibra sintética de reciente invención en base a derivados del petróleo.

Sobrevendrían años de caída en picada del poder adquisitivo, desindustrialización y desocupación, descontento popular y choques sociales de intensidad y regularidad crecientes. En poco tiempo la deriva económica y social hipotecaba la relativa prosperidad y estabilidad a la que los uruguayos se habían acostumbrado en las décadas precedentes.

Sobre este telón de fondo se inscribe la protesta masiva e inédita protagonizada por una miríada de adolescentes y jóvenes que ganó las calles montevideanas en 1968. En esta exposición queremos aprehender el contexto socio-histórico en que muchos de estos jóvenes trascendieron la revuelta puntual haciendo de “la revolución” su opción de vida. En futuros avances de la investigación bucearemos en las subjetividades de estos actores, en sus trayectos de vida, procurando comprender el mundo tal como lo percibían. Esta dimensión del análisis quedará aquí apenas esbozada.

No pretendemos realizar un balance exhaustivo del ‘68 uruguayo, ni menos aun de las transformaciones socioculturales de la década de 1960. Sí quisiéramos aportar elementos a la comprensión de un aspecto bien definido de esta problemática: las convicciones, razones y sinrazones que insuflaron fervor revolucionario en aquella porción de jóvenes-minoritaria pero muy numerosa- que hizo de la militancia un compromiso ético, colectivo e irrenunciable.

Renglón seguido daremos cuenta de la metodología de la investigación. Luego, el corpus de este artículo se iniciará con una descripción del período de gobierno de Pacheco (1967- 1972), escenario en que se despliega el drama aquí focalizado. Le seguirá un bosquejo del contexto mundial, la relación de la izquierda uruguaya con la lucha armada, la irrupción juvenil de los ’60, el estallido del ’68 montevideano y las ambivalencias de propósitos revolucionarios que dejarían intocados viejos prejuicios. Finalmente esbozaremos algunas conclusiones todavía provisorias.

2. Metodología empleada

Nos habíamos propuesto comprender el cuadro socio-histórico que enmarca la emergencia juvenil aquí focalizada, desde la propia perspectiva de los actores. Empezamos con una pequeña cantidad de entrevistas piloto a militantes notorios del movimiento estudiantil montevideano de los ’60, integrantes de los tres grandes vectores de la época: i) los comunistas, ii) los militantes de la organización armada Movimiento de Liberación Nacional (tupamaros) y iii) la “ultraizquierda” (anarquistas, maoístas, trotskistas, marxistas no ortodoxos). Sus apreciaciones permitieron dar forma de hipótesis a nuestras sospechas previas: una porción significativa de jóvenes que tenía entre 15 y 25 años en 1968, pensaba que “la revolución” estaba en marcha y que el compromiso con la misma aun a riesgo de vida constituía un imperativo ético insoslayable.

El propósito central de la investigación -sucintamente formulado tres párrafos más arriba- inducía el empleo de técnicas cualitativas que nos permitieran ahondar en “la significación cultural general” de “la estructura económico-social” en la perspectiva de sus actores2. Las entrevistas fueron realizadas entre 2016 y 2018. Habíamos pedido a los primeros entrevistados que nos propusieran nombres de compañeros de militancia de su franja etaria. La mayor parte de los entrevistados sugirió uno o dos nombres de pares de militancia; de este modo se fue entretejiendo una muestra basada en la técnica de “bola de nieve”. El creciente alejamiento de los puntos de inicio de la secuencia de entrevistas aseguró una considerable dispersión de la muestra no probabilística resultante. Pasadas las cuarenta entrevistas, constatábamos una clara redundancia en apreciaciones referidas al núcleo duro de nuestra investigación. Fue la señal para pausar el trabajo de campo y dar lugar al análisis. Este avance precede a un análisis del contenido de las entrevistas aun pendiente, aunque las mismas ya sirven de sustento a las grandes líneas de análisis que recorren el texto. Resta un buceo en las subjetividades, en la contingencia de lo vivencial, que -esperamos- iluminará la imbricación de los trayectos de vida con sus contextos socio-históricos y culturales; es este, finalmente, el propósito último de la investigación aquí presentada.

Daremos paso ahora al cuerpo central de la exposición.

3. El gobierno de “mano dura”

A inicios del siglo pasado, el Partido Colorado con José Batlle y Ordóñez a la cabeza, lideró la pacificación de un país que hasta 1904 no había cesado de desangrarse en guerras civiles y violentos enfrentamientos políticos. Don Pepe Batlle guiará con mano firme la edificación del Estado moderno, sancionará leyes avanzadas de protección social y perfeccionará un sistema político-electoral inspirado en las democracias del Hemisferio Norte. En 1958 su adversario histórico, el Partido Nacional (“los blancos”), gana las elecciones por primera vez luego de casi una centuria de administraciones coloradas. Los blancos tomarán las riendas del Estado por dos períodos consecutivos y aplicarán un programa inédito para el Uruguay que barrería con décadas de proteccionismo estatal: la liberalización de la economía.

En 1959 se aprueba la Ley de Reforma Monetaria y Cambiaria que supondrá un punto de inflexión en la dependencia financiera del país, a la vez que la remoción de un pilar del viejo Welfare State en versión local: el control oficial del tipo de cambio del dólar. Desde tiempo atrás los exportadores no cobraban en dólares: el Estado les pagaba en pesos, aunque a una tasa de cambio inferior a la del mercado mundial; y, claro está, se quedaba con la diferencia. Esto funcionaba como un impuesto directo sobre las ganancias de los agroexportadores, que contribuían de este modo a solventar los gastos de un Estado que empleaba a un uruguayo cada cinco, y que mantenía un sistema de protección social avanzado. Este “pacto social” no estaba escrito en ninguna parte, pero venía funcionando bastante bien desde los gobiernos de Batlle y Ordóñez, y había sido mejorado bajo el neo- batllismo en los ‘40 y ‘50. Pero ahora, el margen de ganancia de los agroexportadores declinaba sin cesar. Este grupo -liderado por los grandes estancieros y los frigoríficos- presiona fuertemente para cancelar el viejo pacto batllista y cobrar más pesos por los dólares obtenidos en el mercado mundial. Desde entonces, los estancieros no cesarán de reclamar una reducción de “costos” de un Estado que sienten estar solventando con el sudor de sus peones.

En 1960, el gobierno uruguayo firma la primera Carta de Intención con el Fondo Monetario Internacional (FMI), que convalida la dependencia respecto de los grandes capitales extranjeros -sobre todo estadounidenses- y la sujeción de la economía doméstica a directivas macroeconómicas impartidas por el FMI y el Banco Mundial. Asimismo, el Uruguay se alinea decididamente con la política exterior estadounidense: ruptura de relaciones diplomáticas con Cuba en 1964, apoyo a la intervención de los EE.UU. en República Dominicana en 1965, adoctrinamiento de oficiales militares en la Escuela de las Américas de Panamá con eje en la “doctrina de la seguridad nacional”, entrenamiento para la lucha antiguerrillera que incluirá la adopción de métodos de tortura3.

Las elecciones de noviembre de 1966 consagran el retorno del Partido Colorado al gobierno. Pero lo que ya no retorna es el viejo espíritu del “Estado de bienestar” anterior a 1958. Antes bien, los colorados seguirán dando pasos en el mismo camino recorrido en los ocho años precedentes de gobierno blanco: el abandono del welfare state en su versión doméstica. Blancos y colorados clamaban por un Estado que enfrentara firmemente la protesta social en ascenso4. Ambos partidos tradicionales hacen causa común en una reforma de la Constitución que otorga más recursos de poder al Ejecutivo en desmedro del Legislativo.5 La muerte prematura del Presidente electo en 1966, Gral. Oscar Gestido, sienta en el sillón presidencial a Jorge Pacheco Areco, personaje sin mayor relieve político y portador de un simbólico pasado de boxeador.

Las Medidas Prontas de Seguridad (MPS), recurso constitucional pensado para situaciones de emergencia nacional, habilitaban al gobierno a encarcelar a manifestantes, sindicalistas y opositores políticos sin mediar proceso penal, a suspender derechos y garantías individuales, a limitar la libertad de prensa, a prohibir la propaganda de paros o huelgas. A escasas semanas de asumir la Presidencia y ante el subido clima de protesta sindical y política, Pacheco decreta las MPS, la ilegalización de varios grupos de izquierda y la clausura de periódicos. Días atrás, estos grupos habían hecho público su compromiso con los caminos que llevaran a la revolución, y suscribían los acuerdos alcanzados por la conferencia recientemente realizada en La Habana por la Organización Latinoamericana de Solidaridad (OLAS). Declaraban que la lucha armada era la vía principal de la revolución en América Latina, y que las demás formas de lucha debían contribuir a su desarrollo y no retrasarlo.

No era la primera vez que estos asuntos eran traídos al debate público por la izquierda no comunista; ésta reprochaba al Partido Comunista (PCU), una orientación “electoralista” y “pacifista” que enlentecía el proceso revolucionario en cierne, punto de discordia principal en el seno de la izquierda en todos esos años. En cambio, sí era la primera vez que un gobierno tomaba medidas tan drásticas contra meras declaraciones, es decir, contra cierto empleo de la palabra, sin que las mismas se sustanciaran en acciones. De allí en más, Pacheco recurriría incesantemente a las MPS a lo largo de sus cinco años de gobierno. El Poder Ejecutivo podía decretar por sí y ante sí dichas Medidas, que lo autorizaban a arrestar y mantener en prisión por tiempo indeterminado a personas sin juicio alguno. Originalmente pensadas para un lapso breve y debidamente justificado, las MPS se erigirían en recurso permanente durante los cinco años de “Pachecato”. El gobierno por decreto, la represión a manifestaciones obreras y estudiantiles, la brutalidad policial y el empleo sistemático de la tortura se harían rutina. Significativamente, durante los nueve meses transcurridos entre junio de 1968 y marzo de 1969, el Parlamento fue citado ochenta y tres veces consecutivas sin lograr cuórum para sesionar; a los diputados y senadores de ambos partidos afines al “gobierno fuerte” les bastaba con ese boicot pasivo para asegurar la continuidad de los encarcelamientos masivos sin proceso, la represión policial en las calles y la censura de prensa6. Desde entonces y hasta el golpe de Estado de 1973, el país sólo viviría 101 días de “normalidad” institucional, sin MPS, exactamente del 15 de marzo hasta el 24 de junio de 1969.7En todos esos años, el Poder Ejecutivo contó con el apoyo expreso de las Cámaras y Asociaciones empresariales, particularmente interesadas en sofocar la protesta sindical creciente.

La fuerte presencia socio-política del proletariado industrial y sus expresiones sindicales en todo el período reclama una parrafada.

4. Los trabajadores industriales

Este grupo social había experimentado un crecimiento sin precedentes en las décadas previas al período aquí focalizado. Entre 1936 y 1951, la clase obrera se había duplicado en Montevideo, pasando de 90.000 a más de 200.000. Este incremento numérico realimenta un protagonismo social creciente; los obreros sindicalizados, que en los años 30 no pasaban de unos cuantos miles en todo el país, ya excedían los 100.000 en la década siguiente8. El poder de presión de este grupo ascendiente a mediados del siglo pasado, se liga indisolublemente a la emergencia de una subcultura colectiva que exhibe con fiereza su condición proletaria.

Tomemos por caso la Villa del Cerro, barrio obrero muy populoso y alejado del centro de la capital. El Cerro se había constituido en bastión de las luchas reivindicativas de los trabajadores asalariados desde los años de la segunda guerra mundial. Se encontraban allí tres de los cuatro mayores frigoríficos del país: el Nacional, el Swift y el Artigas, que empleaban unos 13.000 trabajadores. Estos obreros eran también vecinos que constituían una verdadera “sociedad de cercanías”. El entrelazamiento de relaciones sociales, familiares y amistosas intensas en un mismo espacio socio-geográfico, contribuye a explicar la masividad y contundencia de los movimientos huelguísticos de la Villa del Cerro. Esa barriada alejada del centro de la capital, así constituida, estaba animada por una fuerte identidad propia. En los años sesenta todavía reverberaba en la memoria popular la prolongada huelga de los obreros frigoríficos de comienzos de la década anterior. El puente sobre el arroyo Pantanoso que conecta a la Villa del Cerro con el resto de la ciudad había recibido el mote de “Paralelo 38”, en alusión al límite geográfico que separa Corea en dos naciones al finalizar la guerra 1951-53.

En octubre de 1966 se realizaba un Congreso de Unificación Sindical con presencia de todos los sindicatos y orientaciones: comunistas, socialistas, anarquistas, cristianos, batllistas, nacionalistas, independientes. El Congreso constituyó la Convención Nacional de Trabajadores (CNT), que agruparía de allí en más a todos los trabajadores nucleados en sindicatos a lo largo y a lo ancho del país. El Congreso definió el Estatuto, el Programa y el modo de funcionamiento democrático de la CNT, y eligió a su primera dirección. El Estatuto establecía la independencia frente al Estado, los patrones y los partidos, la no afiliación a ninguna organización internacional, la prohibición de ocupar cargos políticos por parte de los dirigentes sindicales, la lucha de los trabajadores por la liberación nacional hasta alcanzar una “sociedad sin explotados ni explotadores”. El Programa no se limitaba a reclamos obreros: contenía propuestas de desarrollo económico y social, de nacionalización de los monopolios y del comercio exterior, de reformas agraria, industrial, tributaria, bancaria, de la seguridad social y de la educación.

Culminaba así un largo y difícil proceso de unificación sindical, iniciado a fines de la década anterior. Un año antes -agosto de 1965- había tenido lugar otra movilización social extraordinaria e inédita: el Congreso del Pueblo, al que concurrieron 1.376 delegados representando a 707 organizaciones sociales de todo el país: sindicatos, cooperativas, gremios estudiantiles, jubilados, organizaciones rurales. El Congreso, reunido el fin de semana del 16 y 17 de agosto de 1965, elaboró una propuesta programática de cambios económicos y sociales para el país.9

Ya se hacían oir las voces -en aumento continuo en los años venideros- de quienes llamaban a no constreñir la lucha por los cambios a la sola instancia electoral. Así por ejemplo Héctor Rodríguez, dirigente textil influyente en esos años, advertía “contra los que exhortan al Congreso del Pueblo a superarse en la acción política o lo llaman, redondamente y sin retraso, a la actividad electoral (…) Forzar la politización del movimiento puede resultar paralizante para éste a la vez que esa definición resultaría reductora dado que sólo podrían participar en el movimiento … los que aceptaran determinada fórmula electoral.”10

La reunificación de todas las orientaciones sindicales en una sola organización respetada por cada una de ellas, no tenía precedente en el país. Luego de décadas de divisiones y enfrentamientos -que llegaron a ser virulentos- los sindicatos se integraban en una única organización de tipo federativo, y elegían regularmente a quienes los representarían en los órganos de dirección. La central obrera se volvería rápidamente un actor social de primera línea, organizando la resistencia activa a la caída del poder adquisitivo sufrido por los trabajadores en todos esos años.

La creación de la CNT no canceló, por cierto, la polémica entre distintas orientaciones sindicales. Muchos de sus representantes habían estado duramente enfrentados en el pasado, y la unidad lograda no borraba por sí sola diferencias sustanciales en asuntos tan importantes como la estrategia a seguir, los métodos de lucha a emplear, la política de alianzas a poner en práctica. La unidad alcanzada se vería seriamente amenazada no pocas veces en los agitados años que precedieron al golpe de Estado. En más de una oportunidad a lo largo de esos años convulsionados, alguna corriente minoritaria que se sentía excluida o avasallada por la mayoría, se iría de un Congreso o de un órgano de dirección dando un portazo. La unidad obrera crujía, aunque sin llegar nunca a partirse. “Obreros y estudiantes, unidos y adelante”, consigna ampliamente coreada en los años aquí focalizados, es sintomática de una neta confluencia entre ambos vectores de la movilización social.

En el apartado que sigue nos ocuparemos de ese otro actor social que irrumpe a un año de iniciado el gobierno de Pacheco: los miles de jóvenes protagonistas de intensas protestas callejeras. Muy pronto trascenderían la sola reivindicación económica inmediata -el precio del boleto estudiantil- para volcarse a la militancia encuadrada en organizaciones políticas. Discutirían de revolución y de “hombre nuevo”, de socialismo, de erradicación duradera de la injusticia, de estrategias de lucha por el poder.11 Ello ocurre en tiempos de hondo malestar social y penuria económica generalizada. Sin embargo, en nuestra hipótesis, estos factores contextuales no bastan para explicar la emergencia juvenil, y menos aun para dar cuenta de la intensa politización que la caracteriza. Debe introducirse otra circunstancia decisiva: la firme esperanza en un mundo mejor, aunada a la convicción de formar parte de una revuelta social de escala planetaria.

5. Un nuevo mundo es posible

En los’60, las viejas utopías igualitaristas y libertarias parecían a punto de materializarse tanto aquí como en el resto del mundo. Para muchísimos jóvenes, la certidumbre de ese advenimiento se presentaba como la culminación de procesos históricos en curso desde hacía al menos cincuenta años. En los párrafos que siguen, nos ocuparemos de este componente decisivo de la emergencia en cuestión.

En 1917, la revolución rusa barría con siglos de opresión zarista. El nuevo Estado, que se declaraba obrero y socialista, se disponía a terminar con la desigualdad entre clases. Muchos millones de personas en el mundo creerían firmemente, y durante décadas, que se anunciaba una nueva era. El fin de todas las miserias humanas -en la Unión Soviética y en el mundo entero- parecía aproximarse a pasos de gigante. Cincuenta años más tarde, muchos pensaban que el poder real en Moscú estaba en manos de burócratas, que los crímenes del estalinismo habían ahogado en sangre el sueño socialista, y que las invasiones soviéticas a Hungría en 1956 y a Checoslovaquia en 1968 tenían poco que envidiar a los afanes imperialistas de su rival histórico, los Estados Unidos. Pero al mismo tiempo, era evidente que la Unión Soviética respaldaba las luchas anti-colonialistas en el Tercer Mundo, daba apoyo político, económico y militar a los argelinos en pie de guerra contra el ocupante francés, a los movimientos de liberación africanos, asiáticos y latinoamericanos, a los vietnamitas contra los imperialistas norteamericanos, a los palestinos contra Israel.

En los años que siguieron a la segunda guerra mundial (1939-1945) se abrirían paso las luchas de liberación en los países africanos colonizados por las potencias europeas desde el siglo anterior. Muchos de esos países recién liberados del yugo colonial buscarían ocupar posiciones de tinte nacionalista y aun socialista, independientes de las grandes potencias. En la Conferencia de Bandung de 1955, se conformaba el Movimiento de Países No Alineados, con Argelia y la República Árabe Unida ocupando un rol protagónico. El año precedente, Vietnam había derrotado y expulsado de su territorio al ocupante francés, y en 1962 Argelia hacía lo propio.

Finalmente, el profundo movimiento renovador que sacudía la Iglesia Católica en esos años, desempeñó un papel importante en la justificación de la rebelión social. Inspirada en el Concilio Vaticano II a inicios de los ’60 así como en la Conferencia Episcopal latinoamericana de Medellín en 1968, la Iglesia uruguaya se declaraba comprometida con “la línea de las innovaciones profundas y urgentes de la sociedad” y llamaba a los cristianos al compromiso político permanente en pro de “las reformas necesarias” y de una “mayor igualdad entre los uruguayos.”12

En definitiva, en aquel mundo bipolar con fuerte presencia del “tercermundismo” no era utópico aspirar al derrocamiento de las oligarquías locales apoyadas por los Estados Unidos, concitando tarde o temprano el respaldo del “oso ruso”. No se trataba de una suposición afiebrada: allí estaba Cuba para demostrar su realismo. La peripecia cubana obtuvo una enorme adhesión entre miles de jóvenes, alentando la rebelión armada tanto en Uruguay como en el resto del continente. Si una estrategia militar rápida y eficaz había asegurado el triunfo en Cuba, ¿por qué no intentarlo en otras partes? En sintonía con la influencia cubana, el ejemplo de Ernesto “Che” Guevara, a pesar de su derrota en la selva boliviana en octubre de 1967, señalaba un camino a recorrer. A lo largo y a lo ancho de las Américas, muchos empuñarían las armas para luchar por la liberación nacional y social, para crear “dos, tres, muchos Vietnam”, tal como lo había predicado e intentado practicar el Che.

El impacto de Cuba en la izquierda uruguaya no podría entenderse sin contemplar esta realidad socio-política continental y mundial arriba evocada, así como su imbricación con factores propiamente endógenos. La mera imitación, el efecto de deslumbramiento por lo ocurrido en otras partes, sin asidero en el acontecer local, no hubiera podido repercutir en la escala en que lo hizo en el Uruguay así como en el resto de América Latina. Veamos el punto.

6. Izquierda, democracia y lucha armada

El recurso a la violencia como método de lucha legítimo estaba convalidado por todos los grupos de la izquierda en sus estatutos y en sus estrategias políticas de largo plazo. Ninguno de ellos entendía que un cambio radical de sistema social pudiera alcanzarse de forma pacífica. Sin embargo, esto no impedía reconocer la excepcionalidad del Uruguay en la región: protección social, relativa estabilidad laboral, menor desigualdad respecto del concierto regional, tolerancia política, convivencia social pasablemente armoniosa en comparación con sus vecinos, regulación más bien pacífica de los conflictos.

En este escenario, la izquierda se sentía legitimada para presentarse a las elecciones con vistas a obtener representación parlamentaria, sin que ello supusiera el abandono de los postulados revolucionarios. La perspectiva estratégica de combate contra el capitalismo y la sociedad de clases no debía impedir una activa intervención en la arena política que contribuyera a organizar la lucha de los explotados. Las libertades democráticas debían aprovecharse para persuadir a las mayorías sojuzgadas del inevitable advenimiento de una sociedad en que serían gobierno. La democracia se presentaba a ojos de la izquierda con dos caras simultáneas y contradictorias: recurso de la dominación de clase para cimentar su preservación, y terreno donde luchar contra la misma.

Así posicionados, socialistas y comunistas se valían de los medios que la propia “democracia burguesa” ponía a su alcance en el largo camino hacia la revolución: mitines, manifestaciones callejeras, huelgas, paros, prensa legal propia, representación parlamentaria. Con el paso del tiempo, estas prácticas encuadradas en la propia sociedad clasista denostada se habían hecho rutina. La perspectiva estratégica de conquista del poder por la fuerza -se decía- continuaba siendo irrenunciable, aunque pareciera proyectarse hacia un futuro impredecible y más bien lejano.

Todo cambiaría en la segunda mitad de los ’60. Para un número creciente de jóvenes, la vieja premisa doctrinaria de la violencia estructural del “sistema” ya no remitía a un horizonte distante, sino que devenía un imperativo del aquí y ahora. En términos corrientes en esos años, la dominación burguesa “se quitaba la careta” y la violencia estructural cobraba fuerza de actualidad. El Partido Colorado en el gobierno, artífice del Estado moderno a inicios del siglo, embestía ahora contra el contrato social que había contribuido a sostener por décadas, y respondía sin empacho a la protesta ciudadana con violencia represiva inusitada y creciente.13 El recurso a la lucha armada se veía así justificado a ojos de muchos militantes de izquierda, que pronto suplantarían la política por las armas como fundamento ya no último sino inmediato de la acción.14

Al amparo de las expectativas insufladas por la Cuba revolucionaria, en nuestro país y en el continente todo, una “nueva izquierda” cuestionaría las estrategias de los partidos comunistas por “pacifistas”, “electoreras”, “reformistas” y aun “claudicantes”. Pero no sólo los más radicales se decían dispuestos a renunciar a la vía legal para la transformación social y la lucha contra la injusticia. Veamos algunas evidencias.

7. La violencia, partera de la historia

Una obra colectiva publicada en Montevideo en 1970 recoge cinco ensayos de intelectuales uruguayos reconocidos. Sostienen que la clase dominante determina las condiciones de sojuzgamiento de los más, aunque invisibilizando la dominación. Explotadores y explotados comparten la ideología que favorece a los primeros y justifica la opresión: el oprimido está “alienado”. Sólo la acción política liberadora posibilita el proceso de “des-alienación” y toma de conciencia de la opresión. Y esta acción es necesariamente revolucionaria. Quien actúa en consonancia con las reglas de juego del sistema, contribuye a su estabilidad. “Actuar revolucionariamente es instrumentar la acción fuera de los márgenes tolerados por el sistema.”15 La rebelión armada está claramente legitimada aun cuando no se la prescriba con todas las palabras.

El Partido Comunista afirmaba que no habría revolución socialista sin derribar previamente al régimen capitalista, y que esto suponía violencia revolucionaria e insurrección armada.16 El Secretario General del PC había escrito: “Es indudable que, a la violencia desatada de la reacción, el pueblo deberá responder con todas las armas, inclusive con las formas varias de la violencia popular.”17 El Partido Socialista, el más “tradicional” de los grupos de izquierda, celebraba en 1965 su XXXV Congreso; en sus resoluciones se lee: “La experiencia histórica señala en forma terminante, que sólo es posible liquidar la explotación del hombre por el hombre por medio de la lucha violenta; ninguna clase social cede sus privilegios pacíficamente.”18 Finalmente, en discurso pronunciado el 18 de julio de 1972, Líber Seregni -que ya era un referente unitario indiscutido en la izquierda- adopta un tono claramente confrontativo con “el fascismo”. Expresa que no se lo puede enfrentar “disminuyendo el nivel de lucha”, y que “no hay treguas ni transacciones posibles con la oligarquía, el imperialismo y los métodos fascistas con que opera: o se los vence o nos derrotan.”19 En medio de aquel clima de subida confrontación y de ánimos caldeados, estas palabras del líder de la naciente coalición de izquierda, de prédica netamente pacificadora, podían ser interpretadas como justificativas del recurso a la “violencia de los de abajo” en respuesta a la “violencia de los de arriba”, para decirlo en la jerga de la época.

En suma, prácticamente no había grupo ni partido de la izquierda que negara de plano la violencia como vía legítima e inevitable de acceso al poder. De entre los grupos que constituyeron la coalición de izquierda Frente Amplio en 1971, solo la minoría rechazaba la violencia revolucionaria como camino posible; para la mayoría, el desenlace sangriento de las luchas de liberación social no era deseable pero tampoco podía evitarse.

Dado tal contexto discursivo, la estrategia armada del MLN “Tupamaros” -conformado a mediados de los ’60 por militantes procedentes de distintos grupos de izquierda- sintonizaba con el aire de los tiempos. Quien opone tupamaros “violentos” a izquierda “pacifista” incurre en un error grueso; tal línea divisoria no tiene respaldo histórico alguno. Los tupamaros materializaban propósitos declamados a los cuatro vientos por la “izquierda tradicional”, solo que a diferencia de ésta, los traducían a acción y organización militante inmediatas. Persistían por cierto hondas diferencias en cuanto a la oportunidad de la lucha armada. A juicio de los partidarios de la violencia revolucionaria ya estaban maduras las condiciones para intervenir en la lucha política con acciones armadas; para comunistas y democristianos, no estaba aun cerrada la vía pacífica de acceso al gobierno y el empleo de métodos ilegales de lucha no haría más que apurar su cancelación. Puede así entenderse que, desde valoraciones tan diferentes del momento político, estas orientaciones políticas se enfrentaran con acritud, sin diálogo entre sí. Pero salvadas estas diferencias -inconciliables en lo inmediato- ningún partido u organización de izquierda oponía objeciones de principio a la lucha armada.

Volvamos ahora al mundo de esos jóvenes que en los años ’60 se comprometen con “la revolución”, muchos de los cuales abrazan estrategias de lucha armada que tienen por objetivo la conquista del poder.

8. La irrupción juvenil

Quienes nacieron entre fines de los ‘40 y mediados de los ‘50, crecerían en ancas de dos épocas netamente diferentes: en su infancia alcanzaron a disfrutar de las últimas luminarias de la “Suiza de América”, y los años de juventud transcurrieron en un escenario latinoamericanizado de crisis económica, insatisfacción popular y creciente confrontación socio-política. A ojos de esos jóvenes, caía en descrédito el relato adulto sobre sus posibilidades de futuro. Experimentarían un sentimiento de indignación ante la injusticia y las desigualdades sociales: había que hacer algo, y pronto. La palabra “compromiso” se convertiría en santo y seña de un número creciente de jóvenes de las amplias capas medias uruguayas. Nacidos en hogares sin penurias económicas, muchos de ellos sufrían ahora -junto a sus padres- una drástica reducción de ingresos con su correlativa pérdida de calidad de vida. Pronto, la frustración y el desencanto generalizados trocarían la mera vivencia individual y familiar en experiencia colectiva.

Desde la segunda posguerra mundial, la educación había venido funcionando como “ascensor social” para numerosas familias de profesionales, empleados públicos, trabajadores industriales, comerciantes, pequeños empresarios. Entre 1942 y 1960 la población liceal se multiplicó por más de tres veces y media y, en la siguiente década volvió a duplicarse: en 1960 los liceales llegaban casi a 70.000 y doce años más tarde eran más de 146.000.20 Este crecimiento ocurre en paralelo con otro: el índice de envejecimiento poblacional, esto es, el número de personas mayores de 64 años por cada menor de 15, que trepaba a 27,2 en 1963 y a 36,3 en 1975.21 En los liceos, miles de adolescentes pasan mucho tiempo juntos, entretejiendo una autoconciencia de grupo diferenciado que tematiza la condición común de “ser joven”. En medio de una población adulta que sigue envejeciendo, estos jóvenes perciben y ahondan la distancia socio- cultural que los separa de sus mayores. Ambos procesos asisten a la emergencia de esta nueva identidad social basada ya no sólo en la edad sino en experiencias de vida compartidas.

Los bachilleres de esos años habían sido educados en la expectativa de obtener aquel diploma que abriría las puertas a la estabilidad laboral y aun al ascenso social. Pero precisamente en los años que preceden al estallido de 1968, las posibilidades de movilidad ascendente se venían estrechando. La realidad socioeconómica no solo no acompasa tal incremento de bachilleres con un correlativo aumento de las ofertas de inserción laboral, sino que deprime aun más las existentes. Los liceos se constituyen en “lugares de estacionamiento de una juventud sin perspectivas.”22 La colusión de modernización social y estancamiento económico, exacerba la tensión entre “expectativas crecientes y oportunidades decrecientes.”23

Simultáneamente, se abre paso en esos años -en Uruguay como en el resto del mundo occidental- un nuevo modo de “ser joven” que incorpora “el culto del cuerpo en acción”, la música de rocanrol y la liberalización de las costumbres, desafiando así al mundo de los adultos.24 Esta categoría social con epicentro en liceos y universidades, irrumpe en todas las grandes metrópolis de Occidente para luego expandirse como una mancha de aceite por el resto del mundo en andas de la acelerada globalización de medios de comunicación audiovisuales.25

Esta identidad colectiva emergente adopta señales visibles: el cabello largo, barbas y patillas en los varones, la ropa “unisex” informal, y la emergencia de una moda propiamente juvenil.26 En Montevideo, los cambios en el atuendo y el aspecto físico son más notorios en ellas. Aparece la minifalda, se imponen telas de colores llamativos; las jóvenes se delinean ostentosamente los ojos, se depilan las cejas y se pintan los labios con tonos oscuros; los bikinis desplazan a las mallas de baño enteras, aparecen los hot pants y las botas largas, caduca la exigencia de llevar sombrero así como las “permanentes” de la década anterior; el cabello se usa largo y suelto o bien muy corto al estilo de la famosa diseñadora británica Mary Quant, patentadora de la minifalda. La moda señala -y profundiza- la brecha entre adultos y jóvenes: estos buscan parecerse entre sí en el mismo acto de diferenciarse de sus mayores.27

Las huellas de esta emergencia también pueden rastrearse en los lugares donde los jóvenes van a bailar a inicios de los ’60. Por entonces, subsiste aun una antigualla: la alternancia entre media hora de “típica” y media hora de “jazz”. En la primera se baila tango y milonga, en la segunda -cuya denominación ya era anacrónica- se alternan grupos de rocanrol que interpretan la música anglófona difundida en las radios del mundo entero. Los jóvenes bailan media hora, y durante la siguiente -en que la pista se llena de “viejos” de más de treinta- salen a tomar aire, socializan, flirtean. Una buena porción de estos jóvenes ya no se identifica ni con el bolero ni con el jazz, y aunque todavía deben portar saco y corbata para ser admitidos en los clubes, pugnan por liberalizar la vestimenta. La transición tiene lugar en los últimos años de la década, en que aquellas sobrevivencias del pasado inmediato se verán desplazadas por nuevos códigos juveniles originados en las grandes metrópolis del Hemisferio Norte. Los clubes tradicionales ceden el lugar a las boîtes, donde sólo se está entre jóvenes y se baila rock, pop, soul y variantes diversas. El traje y la corbata son suplantados por la ropa informal, se impone el pantalón “vaquero” de algodón teñido con indigo blue, verdadero distintivo generacional.28 Una porción muy significativa de estos jóvenes se involucrará en cuerpo y alma en la protesta activa contra “el régimen”.

Se ha sostenido que hay continuidad entre la “nueva izquierda” revolucionaria latinoamericana emergente en los 60 y la rebelión cultural sustanciada en el movimiento beat de la década precedente que abonaría la expansión ulterior del rock and roll, los Beatles y el movimiento hippie. Aunque se tratara visiblemente de modelos “importados” de las metrópolis del Hemisferio Norte, su estética de la irreverencia y su rechazo a las jerarquías tradicionales alentaba comportamientos bohemios, libertarios y antisistémicos de raigambre local. Muchos de estos jóvenes trocarían indisciplina antiautoritaria y hedonista por disciplina revolucionaria y ascética.29 Un mayor desarrollo del punto -que no tiene espacio en esta breve exposición- permitiría insertar el caso aquí considerado, en el contexto más general que le brinda buena parte de su sentido.

¿La masiva participación estudiantil en las protestas callejeras discurre bajo el signo de la rebelión adolescente contra sus mayores? En el siguiente apartado procuraremos echar luz sobre este punto.

9. 1968: el estallido

Los miles de estudiantes liceales y universitarios montevideanos que a partir de mayo de 1968 ganarían las calles con una masividad inédita, exhibían rasgos característicos de la condición juvenil tematizada en el apartado anterior. La prensa de la época reporta cierta “vena lúdica” en los modos expresivos de los manifestantes, en la preferencia por reuniones nocturnas. Por otra parte, la estrategia de confrontación callejera con barricadas, pedreas, lanzamiento de cócteles molotov, corridas, quema y volcado de vehículos, etc., “denotaban juventud al requerir un notorio despliegue de destreza y rapidez para agruparse y dispersarse.” Los manifestantes “desarrollaban estas acciones en poses y con ropas algo más desenfadadas de las que solían lucir sus mayores.”30

El estallido del año 1968 “…tuvo la fuerza de un rayo en la historia uruguaya pero no fue de modo alguno el primer relámpago de un cielo sereno, sino el fogonazo que iluminó las grandes nubes que se venían acumulando en la oscuridad.”31 A fines de ese mes, la municipalidad montevideana anunciaba un aumento en el precio del boleto del transporte urbano; fue la chispa que encendió la pradera seca. El subsidio del costo del transporte constituía un alivio nada desdeñable en hogares erosionados por la carestía y la inflación. En pocos días la marea de protesta estudiantil subía incontenible; se multiplicaban asambleas de clase multitudinarias en los liceos, la movilización ganaba las calles con gran virulencia y masividad.

En esas semanas, la policía había recibido orden de abrir fuego apuntando al cuerpo de los manifestantes con sus armas de reglamento. Instructores estadounidenses instalados en la propia Jefatura de Policía montevideana brindaban asistencia técnica y logística a la “contrainsurgencia” local.32 Los baleados en esos meses suman decenas, a los que se agregan centenares de estudiantes lesionados con sablazos y machetazos. La brutal reacción del gobierno, lejos de aplacar las tensiones, las agudizaría. La muerte de tres jóvenes manifestantes caídos ese año bajo las balas policiales, sacudía brutalmente la conciencia colectiva; la paz social uruguaya se desvanecía sin remedio.33

En las manifestaciones estudiantiles hacían su aparición los cócteles Molotov y los “cortes de fuego” callejeros hechos con cubiertas de automóvil rellenadas de estopa o aserrín y rociadas con nafta. “Había una especie de frenesí en los estudiantes, basado en la seguridad de estar en lo justo y en la percepción de la iniquidad del gobierno y de la policía”, escribe un co-protagonista de aquellas movilizaciones; ese “estado de movilización extendido e impersonal” se constituía en “una nueva potencia que ponía en jaque al gobierno.”34

Se desprende de las entrevistas, que -por lo general- los hijos hacen causa común con los padres. La indignación juvenil de esos años no está dirigida contra sus progenitores sino contra el “sistema” que se ha burlado también de ellos. Estos jóvenes buscarán ocupar roles de adultos, tomándose muy en serio la transformación del mundo; debatirán sobre estrategias políticas, sobre compromiso revolucionario, sobre vías de acceso al poder, sobre organización de las masas, sobre derrocamiento del “orden burgués”. El cantautor Leo Masliah, que tenía 14 años en 1968, ha retratado muy bien esta solidaridad intergeneracional que él mismo debió experimentar junto a sus pares:

En pupitres salpicados de inscripciones / No se sabe de cuántas generaciones / Aprendías a volverte un aspirante / A un empleo que ya no estaba vacante. / Se derrumbaba el país de tus abuelos / A tus padres alguien les tomaba el pelo / Un horizonte diferente se asomaba / Todo era cuestión de ver quién lo peleaba 35

Prima en estos jóvenes un precoz sentido de responsabilidad social y política antes que una reivindicación propiamente identitaria y generacional. No faltarían sin duda entre los más chicos, quienes se plegaban a la marea contestataria para escapar a la vigilancia paterna-materna. Pero no es este un rasgo definitorio de la explosión del 68 ni mucho menos. Veamos ahora qué ocurre en el plano de la sexualidad y las relaciones de género al amparo de una época en que estos jóvenes contestatarios parecen cuestionarlo todo.

10. “Una revolución en la calle que no llegó a la casa ni a la cama” 36

En los’60, muchos jóvenes europeos y estadounidenses reclaman la liberalización de las costumbres, cuestionan la moral victoriana que grava las relaciones entre los sexos, experimentan con drogas alucinógenas, predican la paz y el amor libre; el movimiento hippie de fines de la década es paradigmático en este sentido. Asimismo, es cuestionada la tradicional división de roles entre los sexos y se expande la llamada “segunda ola” feminista que reclama igualdad de derechos y oportunidades entre géneros.37

Estos fenómenos constituyen emergentes de cambios estructurales en las sociedades modernas, incubados a lo largo del siglo pasado. Desde los ‘40, las mujeres se venían incorporando masivamente a un mercado de trabajo ampliamente dominado por hombres. El acceso femenino masivo a la enseñanza media y superior contribuye a acortar las distancias de género; la generalización de anticonceptivos modernos abre las puertas a la separación entre procreación y placer sexual; descaece la institución matrimonial, aumentan los divorcios y las “uniones libres”, la libertad sexual de las mujeres ya no es tabú. Las jóvenes occidentales metropolitanas de capas medias reclaman la libre disposición de sus cuerpos, y la búsqueda del placer sexual como fin en sí mismo deja de ser atributo exclusivo de hombres tal como lo venía siendo desde tiempos inmemoriales.38 En los ’60 florece en ambas orillas del Río de la Plata una nueva sociabilidad juvenil; se abre paso “un estilo de flirteo más abierto, directo y fluido” que escapa al control adulto y que autoriza “besos y caricias a las primeras instancias del trato en forma más rápida y abierta.”39

Las jóvenes militantes uruguayas no serían ajenas al cuestionamiento de los mandatos de género tradicionales ni a la liberalización de las relaciones sexuales que permea la atmósfera de esos años. En una sociedad marcadamente masculinizada, el ingreso de mujeres a organizaciones revolucionarias supuso “una subversión de sentidos dominantes de la feminidad hegemónica.”40 ¿Qué tan numerosas eran? Aunque no se dispone de datos precisos, todos los testimonios concuerdan en que eran considerablemente minoritarias.

Así por ejemplo, un entrevistado relata el pomposo ritual de ingreso de las tres primeras mujeres al Frente Estudiantil Revolucionario (FER) en 1969, hasta entonces exclusivamente masculino: “Nadie había decidido ‘acá no entran mujeres’, pero de hecho es lo que se iba dando”.

La duplicidad del término “compañero/compañera”, de uso corriente entre militantes, es muy reveladora. Por una parte, desplaza a los tradicionales “novio” y “novia” y cancela antiguas distinciones entre “novio/a”, “amante” y “esposo/a”. La intimidad y confianza compartida entre compañeros puede implicar sexo, cohabitación, hijos, sin por ello prescribir ninguna de estas significaciones. Y por otra, “los compañeros” conformaban una comunidad de ideas y de compromiso; “mi compañero/a” era uno o una de sus integrantes, con quien se compartían convicciones, sueños y amistad con mayor compromiso afectivo.41

Los acontecimientos de 1968 contribuyeron a profundizar esta distensión de la moral tradicional que regulaba los cuerpos, los géneros y las relaciones sexuales. Pero como sucede en todo cambio de época, lo nuevo se presenta todavía bajo ropajes viejos, dando lugar a comportamientos ambivalentes que denotan resignificaciones en curso. Así, los rituales del compromiso prenupcial, el noviazgo formal y el matrimonio son rechazados por ridículos y “propios de la burguesía”; pero las nuevas libertades sexuales prescriben únicamente para las parejas con visos de estabilidad, y la promiscuidad “pequeñoburguesa” es vista como incompatible con la moral revolucionaria preconizada. La prédica hippie del amor libre no tendrá andamiento en los círculos militantes: “No había mucha promiscuidad fuera de las relaciones de ‘compañerismo’ de pareja, ni menos un intento de reflexionar detenidamente sobre el sexo.”42

Estas ambivalencias pueden también detectarse en las relaciones entabladas por hombres y mujeres en el marco de la organización política que comparten, así como en las formas discursivas que tematizan dichas relaciones. Lo nuevo se amalgama con lo viejo: éste no termina de desaparecer y aquél no termina de imponerse. Los militantes cuestionan los roles de género tradicionales y predican la equidad, pero las asignaciones de tareas dejan traslucir convicciones androcéntricas que no han declinado. Un documento del MLN de 1971 señala que “para llegar a ser una combatiente más”, ella deberá vencer las dificultades propias de una educación que la reduce a “espectadora de la historia que construyen los hombres”. Dadas aquellas limitaciones que “la sociedad capitalista” le ha inculcado, la militante deberá “encontrar en sus propios compañeros revolucionarios la justa comprensión hacia sus carencias e imposibilidades”. La militante revolucionaria preconizada es “disciplinada, trabajadora, sensata, segura, hábil frente a la represión”, aunque “no tan audaz ni con tanta iniciativa en lo militar por ahora”. Su sola presencia aporta el “toque femenino” con la preparación de la comida “esmerada y oportuna”, con “el gesto fraterno que alivia las tensiones provocadas por la lucha”, y en términos generales, con “su ternura y la de sus hijos.”43 En suma, la buena militante es “viril, asexuada, desaliñada, o, en las antípodas, bonita, con gran libertad sexual” y usa “su seducción como un arma más.”44

Para dejar de ser “espectadoras” y convertirse en “un buen soldado” a la par de sus compañeros, las militantes revolucionarias deberán cuestionar los roles tradicionales que la educación les ha inculcado. Pero tal cuestionamiento no se articula con una estrategia de liberación femenina diferenciada de “la causa revolucionaria”: el imperativo ético superior es “hacer la revolución”, y a este debe subsumirse toda pequeñez individual. Las militantes son instadas a inspirarse en el modelo masculino de combatiente para superar las limitaciones provenientes de su educación. Al cabo del proceso, ellas podrán aspirar a convertirse en “uno más” entre los revolucionarios. Escribe sobre el punto la historiadora Graciela Sapriza: “sólo más tarde las mujeres entendieron que ser ‘compañeros’ en la lucha no significaba la igualdad con los varones, aun cuando usaran armas.”45

Como vemos, la distribución de roles de género entre militantes revela la coexistencia conflictiva entre una “ruptura de muchos presupuestos” y una supremacía masculina que permanece incuestionada. Sobrevive un “prolijísimo machismo” enquistado en las relaciones entre militantes de ambos sexos.46 Si bien las mujeres participaban en las acciones a la par de sus compañeros, no ocurría lo mismo con la planificación y la toma de decisiones. Significativamente, se pregonaba que las tareas domésticas debían ser compartidas pero en el día a día ellas cocinaban y cuidaban de los niños.

El modelo de militante sacrificado, austero, crítico de la diversión banal y de todo hedonismo “pequeñoburgués,”47 bajo su aparente universalidad, es masculino. La cultura del arrojo, del desprendimiento personal y de la valentía, pone de relieve atributos tenidos por marcadamente viriles; la figura del Che Guevara es el arquetipo que los reúne a todos. El término despectivo “patrinquero” -asimilable a la falta de hombría- de uso corriente en esos años se aplica a quien no se la juega y recula ante el riesgo de ser reprimido. En términos generales, la militancia de izquierda aparece en los documentos como un asunto de hombres: ellos toman la palabra, dan discursos, escriben los manifiestos.48

11. Conclusiones

En la primera mitad del siglo pasado los uruguayos vivieron un período de bonanza económica, estabilidad democrática y regulación relativamente pacífica de los conflictos. Esas décadas doradas calaron hondo en el imaginario colectivo. “Como el Uruguay no hay”, rezaba un slogan publicitario; la sociedad exhibía ufana su neta excepcionalidad en el concierto regional. Las hazañas futbolísticas acunaban esta autocomplacencia colectiva: “¿Dónde jugaremos ahora? En el Cielo, porque en la Tierra no hay rivales para nosotros”, rezaba insolente una enorme pancarta colocada en la avenida principal de la capital luego del triunfo uruguayo en el mundial de fútbol de 1930.49

La fragilidad del modelo agroexportador dependiente, funcional a contextos internacionales signados por ambas guerras mundiales del siglo XX, se haría evidente en la segunda mitad de los ’50. En los últimos años de esa misma década, el país ya se despeñaba inexorablemente hacia el estancamiento económico, el deterioro de la convivencia social, la intolerancia política, la confrontación y la represión policial. No se tenía memoria de una zozobra de tal magnitud y persistencia, sólo equiparable a las lacerantes guerras civiles del siglo anterior.

Numerosísimos jóvenes de las clases medias que crecieron en los años bisagra entre ambas épocas, asumirían un protagonismo masivo e inédito en la intensa protesta social desatada. En un primer abordaje superficial, este estallido puede parecer subsumido en la atmósfera de cuestionamiento juvenil que sacudió Occidente todo en los ’60. Esta asimilación nos ahorraría la tarea de analizar una manifestación local de eventos bien conocidos y estudiados, o al menos la reduciría a la descripción de peculiaridades menores. Por cierto, en Montevideo como en todas partes del mundo, nadie entre los quince y los veintitantos podía sentirse ajeno al movimiento hippie, a los Beatles o a la contracultura juvenil que eclosionaba en Londres, París, San Francisco. Pero la revolución no se llevaba muy bien con el mensaje del flower power.

Cuando John Lennon cantaba “Give Peace a Chance” en 1969, los jóvenes militantes uruguayos denostaban contra el pacifismo: las clases dominantes no iban a ceder gentilmente su poder, había que prepararse, so pena de volverse cómplice objetivo del statu quo. Buena parte de aquellos púberes haría del compromiso militante su principal razón de existencia, y no pocos abrazarían estrategias políticas de lucha armada. Como puede verse, la emergencia montevideana de miles de jóvenes comprometidos con la militancia revolucionaria no puede ser aprehendida por mera analogía con los acontecimientos de las grandes metrópolis. Pero tampoco bastaría la sola consideración de sus peculiaridades domésticas; el fenómeno debe ser abordado simultáneamente en la contingencia del proceso social en que se gestó, y también en su solapamiento con la realidad mundial. Este enfoque ha guiado el presente artículo.

Al igual que sus pares del mundo occidental, los jóvenes contestatarios locales se distinguían de sus mayores por el atuendo y los cortes de cabello, los gustos musicales, el cuestionamiento de la moral victoriana, una sexualidad menos constreñida y, sobre todo, una conciencia inédita de grupo que realimentaba y legitimaba aquellos signos identitarios. Pero a diferencia de los protagonistas del paradigmático “mayo francés” -por caso- sentían que sus progenitores también eran víctimas de un cruel engaño: el “régimen” los había despojado brutalmente de un nivel de vida tenido por conquista estable, el Uruguay apacible en que transcurrieran sus vidas hasta la adultez se esfumaba para siempre, y sus expectativas de progreso se hacían añicos. En la lucha contra “la burguesía” los hijos esperaban -y en general obtenían- el apoyo de sus padres; entre los progenitores de estos jóvenes entregados en cuerpo y alma a “la revolución” primaba la comprensión. Sus hijos asumían responsabilidades muy serias, conscientes, razonadas; esto los llenaba de un orgullo amalgamado con el temor por lo que pudiera pasarles. Este último sentimiento podía motivar reconvenciones, reproches y aun discusiones subidas de tono: en definitiva, no dejaban de ser adolescentes inexpertos e impulsivos que se exponían a perder su libertad, su integridad física y aun la vida misma.

Los asideros locales de la insurgencia juvenil montevideana se imbricaron indisolublemente con la convicción de integrar un movimiento planetario. Aquellos jóvenes sentían que su lucha revolucionaria en un pequeño pliegue del mapa sudamericano confluía con numerosas gestas libertarias esparcidas por el mundo todo. Y de esa confluencia provenía precisamente toda su fuerza: tanta gente en tantos países no podía equivocarse... “Yo quiero romper la vida / Cómo cambiarla quisiera /Ayúdeme compañero /Ayúdeme, no demore, / Que una gota con ser poco / Con otra se hace aguacero”: el popular cantante Daniel Viglietti ponía palabras a ese ferviente sentido de pertenencia.50

“Llevamos un mundo nuevo en nuestros corazones; y ese mundo está creciendo en este instante”: las palabras del anarquista Buenaventura Durruti, héroe de la guerra civil española de 1936-39, calzan muy bien con el estado de ánimo de los jóvenes militantes montevideanos de esos años. Los argelinos, congoleses, marroquíes y libios junto a otros pueblos africanos, habían expulsado de su territorio a los colonialistas europeos; los heroicos vietnamitas imponían sendas y consecutivas derrotas humillantes a los poderosos ejércitos franceses y estadounidenses; la fulgurante revolución cubana y el generoso ejemplo del Che Guevara alentaban con palabras y con hechos la emulación de aquella proeza a lo largo y a lo ancho del continente americano; y por último, aunque no menos importante, en el marco de su estrategia de superpotencia planetaria, la Unión Soviética brindaba sostén político, económico y logístico a toda insurgencia que arrancara zonas de influencia a su rival estadounidense.

No deben pasarse por alto otras interpretaciones del fenómeno aquí estudiado. La rebelión juvenil de los ‘60 ha sido calificada como efecto de “la frustración de jóvenes desencantados” que se dejaron subyugar por “experiencias ajenas”.51 Asimismo, se ha discurrido acerca de una sociedad uruguaya “arrastrada al enfrentamiento por un núcleo pequeño de jóvenes descreídos” que se lanzaron a “una conquista del poder por la fuerza revolucionaria.”52 En ambos casos se subestima la hondura del sentimiento de frustración generalizado en amplias capas de la población, y se sobreestima la capacidad de “arrastre” de un grupo pretendidamente pequeño de adolescentes al que se atribuye un desmesurado poder de persuasión. Se alienta así la imagen de una minoría insensata que arrastró al frenesí revolucionario a una comunidad apacible. Parece reverberar en estas apreciaciones una perspectiva sociológica en boga hace más de un siglo, según la cual las masas son “marionetas inconscientes” sugestionables, descontroladas y emotivas, y por tanto fácilmente inclinadas a actuar “por contagio.”53 No compartimos estos enfoques maniqueístas que presuponen una mayoría ingenua y manipulable, rehén de una minoría perversa con alto poder de seducción. La saga de Caperucita Roja y el lobo feroz resulta algo simplona para dar cuenta de la complejidad de emergentes sociales como los que aquí tratamos.

En Uruguay, buena parte de la llamada “generación del ‘68” creyó en la revolución, se jugó el pellejo sin medir riesgos, transformó entusiasmo en militancia sostenida; muchos perdieron la vida, muchos más sufrieron brutales torturas, años de prisión y de exilio. Creían en la victoria de sus proyectos revolucionarios, pero sabían también que podía pasarles lo que les pasó. Transcurrido medio siglo, ¿qué decir de ellos? ¿Fueron rebeldes desquiciados, héroes inalcanzables, tontos manipulables…? La respuesta depende, claro está, de la perspectiva que se adopte. Por nuestra parte, y ante toda otra consideración, quisiéramos recordarlos como dignos hijos de su tiempo.

1 Benjamín Nahum, Mónica Maronna e Yvette Trochón, El fin del Uruguay liberal. 1959-1973, Montevideo, EBO, 2007; Gonzalo Varela Petito, De la república liberal al Estado militar. Crisis política en Uruguay 1968-1973, Montevideo, Nuevo Mundo, 1988
2 Max Weber, “La objetividad cognoscitiva de la ciencia social y de la política social”, en Ensayos sobre metodología sociológica, Bs. Aires, Amorrortu, 1904|1973; cf. François Graña, La perspectiva comprensiva. Una aproximación a los fundamentos teóricos y al empleo de las técnicas cualitativas en investigación social, Montevideo, FHCE/CSIC, 2008
3 Benjamín Nahum, Mónica Maronna e Yvette Trochón, El fin del Uruguay liberal…, pp.31 y ss.
4Gerónimo de Sierra, “El Uruguay batllista y su crisis”, en G. de Sierra Cincuenta años de sociología política. Uruguay y América Latina, Montevideo, CLACSO, pp.21-96, 1976|2017
5Benjamín Nahum, Ana Frega, Mónica Maronna e Yvette Trochón, El fin del Uruguay liberal…, pp.52- 53
6Clara Aldrighi, La izquierda armada. Ideología, ética e identidad en el MLN-Tupamaros, Montevideo, Trilce, 2001, p.27
7Eduardo Rey Tristán, A la vuelta de la esquina. La izquierda revolucionaria uruguaya, Montevideo, Fin de Siglo, 2006; Vania Markarian, Idos y recién llegados. La izquierda uruguaya en el exilio y las redes transnacionales de derechos humanos, México, Uribe y Ferrari, 2006, pp.16-18
8Rodolfo, Porrini Beracochea, “Experiencia e identidad de la nueva clase obrera uruguaya: la huelga frigorífica (montevideana) de 1943”, História UNISINOS Nº6, Sao Leopoldo, Rio Grande do Sul, julio- diciembre 2002, pp.63-96, disponible en http://dedicaciontotal.udelar.edu.uy/adjuntos/produccion/1170_academicas__academicaarchivo.pdf [consulta el 12 de setiembre de 2018]
9Hugo Cores, El 68 uruguayo. Los antecedentes, los hechos, los debates, Montevideo, EBO, 1997, pp.36-37
10Ibid.p.37
11Roberto Copelmayer y Diego Díaz, Montevideo 68: La lucha estudiantil, Montevideo, Diaco, 1969
12Héctor Borrat, Iglesia y socialismo, Montevideo, MARCHA, 1971, pp.88-89
13Vania Markarian, Idos y recién llegados… p.41
14Yvette Trochón, Escenas de la vida cotidiana. Uruguay 1950-1973. Sombras sobre el país modelo, Montevideo, EBO, 2011, p.347
15Hiber Conteris, Julio Barreiro, Julio de Santa Ana, Ricardo Cetrulo y Vincent Gilbert, Conciencia y revolución. Contribución al proceso de concientización del hombre en América Latina Vincent, Montevideo, Tierra Nueva, 1970, p.19
16Rodney Arismendi, Lenin, la Revolución y América Latina, Montevideo, EPU, 1970
17Rodney Arismendi, “Anotaciones acerca de la política nacional y la táctica del movimiento obrero y popular”, Estudios, 1964, N° 28, p.7
18Eduardo Rey Tristán, A la vuelta de la esquina. La izquierda revolucionaria uruguaya, Montevideo, Fin de Siglo, 2006, p.121
19Líber Seregni, “Solamente el pueblo”, Montevideo, Comisión de Propaganda del Frente Amplio (mimeo), 1972
20Benjamín Nahum, Ana Frega, Mónica Maronna e Yvette Trochón, El fin del Uruguay liberal…, p.175
21Ibid., p.179
22Gonzalo Varela Petito, El movimiento estudiantil de 1968. El IAVA, una recapitulación personal, Montevideo, Trilce, 2002, p.67
23Aldo Marchesi y Jaime Yaffé, “La violencia bajo la lupa: una revisión de la literatura sobre violencia política en los sesenta”, Revista Uruguaya de Ciencia Política, vol.19, núm.1, pp.95-118, Montevideo, Instituto de Ciencia Política, 2010, disponible en http://www.geipar.udelar.edu.uy/index.php/2012/10/08/la-violencia-bajo-la-lupa-una-revision-de-la- literatura-sobre-violencia-y-politica-en-los-sesenta/ [consulta 12 de setiembre de 2018]
24Vania Markarian, El 68 uruguayo: El movimiento estudiantil entre molotovs y música beat, Bernal, Universidad Nacional de Quilmes, 2012, p.143. Cf. Yvette Trochón, Escenas de la vida cotidiana. Uruguay 1950-1973. Sombras sobre el país modelo, Montevideo, EBO, 2011, p.348
25Eric Hobsbawm, Historia del Siglo XX, Bs. Aires, Planeta, 2005, pp.322-345
26François Graña, Los padres de Mariana. María Emilia Islas y Jorge Zaffaroni: la pasión militante,Montevideo, Trilce, 2011, pp.37-38
27Yvette Trochón, Escenas de la vida cotidiana…, p.329
28François Graña, Los padres de Mariana…, p.37
29Eric Zolov, Expandiendo nuestros horizontes conceptuales: el pasaje de una "vieja" a una "nueva izquierda" en América Latina en los años sesenta”, Aletheia, vol.2, nro 4, julio 2002. Disponible en: http://www.aletheia.fahce.unlp.edu.ar/numeros/numero-4/numeros/numero-4/traducciones/expandiendo- nuestros-horizontes-conceptuales-el-pasaje-de-una-vieja-a-una-nueva-izquierda-en-america-latina-en-los- anos-sesenta-1. Cf. Valeria Manzano: “ ‘Rock Nacional’ and Revolutionary Politics: The Making of a Youth Culture of Contestation in Argentina, 1966-1976”, Las Américas, Volumen 70 , Número 3, Enero 2014 , pp. 393-427. Disponible en: https://www.cambridge.org/core/journals/americas/article/rock- nacional-and-revolutionary-politics-the-making-of-a-youth-culture-of-contestation-in-argentina- 19661976/C26CDF5FC9E21659F23C59A0F95FDD31
30Vania Markarian, El 68 uruguayo…, p.54
31Ibid. p.25
32Clara Aldrighi, “Estados Unidos y el 68 uruguayo”, en Semanario Brecha, Montevideo, 10 de agosto de 2018, p.12; Benjamín Nahum, Ana Frega, Mónica Maronna e Yvette Trochón, El fin del Uruguay liberal…
33Gonzalo Varela Petito, De la república liberal al Estado militar. Crisis política en Uruguay 1968- 1973, Montevideo, Nuevo Mundo, 1988
34Gonzalo Varela Petito, El movimiento estudiantil de 1968…, p.72
35“Golondrinas”, Leo Masliah 1984. Disponible en https: // www. flas hl yrics.co m/l yric s/leo - masl iah/ go lo nd rina s -05 [consulta el 12 de setiembre de 2018]
36Marisa Ruiz y Rafael Sanseviero, Las rehenas. Historia oculta de once presas de la dictadura, Montevideo, Fin de Siglo, 2012, p.56
37François Graña, El sexismo en el aula. Educación y aprendizaje de la desigualdad entre géneros, Montevideo, Nordan, 2006, pp.61-72
38François Graña, El sexismo en el aula…, p.11
39Isabella Cosse, “Probando la libertad: cambios y continuidades en el cortejo y el noviazgo entre los jóvenes porteños (1950-1970)”, Ponencia a las XI Jornadas Interescuelas/Departamentos de Historia. Facultad de Filosofía y Letras, Universidad de Tucumán, p.14. Disponible en http://cdsa.aacademica.org/000-108/160.pdf [Consulta 12 de setiembre de 2018]
40Marisa Ruiz y Rafael Sanseviero, Las rehenas…, p.61
41François Graña, Los padres de Mariana…, p.110; Yvette Trochón, Escenas de la vida cotidiana…, p.321
42Gonzalo Varela Petito, El movimiento estudiantil de 1968…, p.111
43Movimiento de Liberación Nacional, Actas Tupamaras, Buenos Aires, Cucaña, 2003, pp.23-29, disponible en http://pomibarr-cp61.wordpresstemporal.com/wp-content/uploads/actas-tupamaras.pdf [Consulta el 12 de setiembre de 2018]
44Marisa Ruiz y Rafael Sanseviero, Las rehenas…, p.54
45Graciela Sapriza, “Feminismo y revolución. Sobre el ‘infeliz matrimonio’, indagatoria sobre feminismos e izquierdas”…
46Yvette Trochón, Escenas de la vida cotidiana…, p.325
47Gonzalo Varela Petito, El movimiento estudiantil de 1968…, pp.108-109
48Vania Markarian, Idos y recién llegados…, p.47
49Periódico “El Diario”, Montevideo, 31.7.30
50“Milonga de andar lejos”. Canciones para el hombre nuevo, 1967
51Alfonso Lessa, La Revolución Imposible. Los tupamaros y el fracaso de la vía armada en el Uruguay del siglo XX, Montevideo, Fin de Siglo, 2002, p.33Julio
52María Sanguinetti, La agonía de una democracia, Montevideo, Penguin Random House, 2008|2016, p.421

 

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