Páginas de Filosofía, Año XXIII, Nº 26(enero-diciembre 2022), 45-72
Departamento de Filosofía, Universidad Nacional del Comahue
ISSN: 0327-5108; e-ISSN: 1853-7960
http://revele.uncoma.edu.ar/htdoc/revele/index.php/filosofia/index

 

ARTICULOS/ARTICLES

LA CONSTRUCCIÓN DEL OTRO EN LA HISTORIOGRAFÍA: TESTIMONIO Y POLÍTICAS DEL TIEMPO

THE CONSTRUCTION OF THE OTHER IN HISTORIOGRAPHY: TESTIMONY AND POLITICS OF TIME

 

Gonzalo Urteneche
Instituto de Historia Argentina y
Americana “Dr. Emilio Ravignani”
Universidad de Buenos Aires- CONICET.
gonzalourteneche@gmail.com
https://orcid.org/0000-0002-1558-7479

 

Resumen

Este trabajo tiene por objetivo explorar las relaciones posibles entre historiografía, testimonio y temporalidad. En este sentido, partimos de la hipótesis en torno a que las decisiones epistémicas involucradas en el “uso” de testimonios orales en la historiografía impactan en la organización temporal de la obra de historia. Particularmente, se sostendrá que estas elecciones tienen consecuencias éticas, epistemológicas y políticas, que llevan a lxs historiadorxs a considerar lo testimoniado como perteneciente al pasado o al presente.

De esta forma, se han identificado tres perspectivas o modos en que lxs historiadorxs incorporan los testimonios en sus obras historiográficas: el modo “inferencial”, el “mimético” y el “dialógico”. Cada una de estas formas presupone un orden temporal que relaciona de manera diferente al presente con el pasado: o se establece una “ruptura” entre pasado y presente; o pasado y presente “colapsan” o, finalmente, el pasado es considerado “irrevocable”. Como consecuencia, el resultado de las diferentes formas de articulación entre el testimonio, la historiografía y la temporalidad redundaría en diferentes formas de construir al “otro” como testigo a partir de su cualidad temporal.

Palabras clave: Testimonio; Historiografía; Temporalidad; Políticas del Tiempo; Historia Reciente

Abstract

This paper aims to explore the relationship between historiography, testimony, and temporality. We try to elucidate what are the epistemic decisions involved in the "use" of oral testimonies in historiography, as well as the temporal presuppositions that these research and writing decisions imply. This work is guided by the idea that these choices have ethical, epistemological, and political consequences, which lead historians to consider what has been witnessed as belonging to the past or the present.

In this sense, we will propose three possible ways in which historiography, temporality, and testimony are related: the “inferential” way, the “mimetic” and, finally, the “dialogic” one. Each of them corresponds to a temporal order that supposes a specific relationship between the present and the past. These temporal relationships will be conceptualized from the notions of "rupture", "collapse" and "irrevocability", respectively. As a consequence, the result of the different forms of articulation between testimony, historiography, and temporality would result in different ways of constructing the “other” as a witness based on its temporal quality.

Keywords: Testimony; Historiography; Temporality; Politics of Time; Recent History

Introducción

El objetivo de este trabajo es indagar en la relación entre historiografía, testimonio y temporalidad. Intentaremos dilucidar cuáles son las decisiones epistémicas involucradas en el “uso” de testimonios orales en la historiografía, como así también, los presupuestos temporales que estas decisiones de investigación y escritura implican. Guía este trabajo el convencimiento de que estas elecciones tienen consecuencias éticas, epistemológicas y políticas, que llevan a lxs historiadorxs a considerar lo testimoniado como perteneciente al pasado o al presente.

En las últimas décadas, filósofxs, teóricxs de la historia e historiadorxs han cuestionado el carácter dado y aparentemente neutral del tiempo histórico. Las investigaciones han podido dar cuenta del rol activo del historiador en la construcción de las diferencias entre pasado, presente y futuro (Bevernage y Lorenz 2015; Fabian [1981] 2006; Hartog [2003] 2007; Koselleck [1979] 1993; Tamm y Olivier 2019). Es en este sentido que afirmamos que la historiografía expresa una “política del tiempo”, es decir, determina performativamente quiénes pertenecen al pasado y quiénes al presente. En este caso, el término “política” no debe ser interpretado como ideología, valores o prácticas políticas, sino como una forma de autoridad que determina qué o quiénes habitan el presente, es decir, quiénes son, en este caso, contemporáneos con el/la historiador/a que escribe la obra. Las operaciones involucradas en las políticas del tiempo sancionan lo que es propio del presente a la vez que construyen un “otro” anacrónico, por fuera de ese presente (Mudrovcic, 2019). Johannes Fabian ([1981] 2006) plantea que, en la antropología, los investigadores suelen implementar una “política del tiempo” al colocar en el pasado su objeto de estudio y construirlo como un “otro” primitivo. Así, la “presencia empírica” de ese “otro” cuando es sujeto de análisis, se transforma en una “ausencia teórica” cuando es traspuesto al texto. Esto se lograría recurriendo a mecanismos de distanciación temporal. A esta práctica, Fabian la llama “alocronismo”. Para describir este tipo de acciones, recurrimos a la idea de performatividad, tal y como fue sostenida por John Austin (1990), i.e., los enunciados performativos no solo describen hechos, sino que los realizan al momento de ser expresados. Esta idea nos permitirá dar cuenta de qué forma el discurso de lxs historiadorxs no solo refiere al pasado, sino que, también, lo conforma.

Partiendo de estas hipótesis, propondremos tres formas posibles en las que historiografía, temporalidad y testimonio se relacionan: la forma “inferencial”, la “mimética” y, por último, la “dialógica”. Cada una de ellas se corresponde con un orden temporal que supone una relación específica entre el presente y el pasado. Estas relaciones temporales serán conceptualizadas a partir de las nociones de “ruptura”, “colapso” e “irrevocabilidad”, respectivamente. Como consecuencia, el resultado de las diferentes formas de articulación entre el testimonio, la historiografía y la temporalidad redundaría en diferentes formas de construir al “otro” como testigo a partir de su cualidad temporal. Es menester aclarar, sin embargo, que estas perspectivas no son excluyentes. Si bien existe cierta secuencialidad en su exposición, se trata de formas hegemónicas que se solapan en el tiempo.

Sostendremos, entonces, que, si se utiliza una metodología de tipo inferencial, y se concibe al pasado como distinto y distanciado del presente, el testimonio será igualado a una fuente de información y lo testimoniado será concebido como perteneciente a un pasado acabado y ausente del presente. Como veremos, esta concepción fue la más corriente en la historiografía de la primera mitad del siglo XX. En cambio, si prima el carácter mimético, es decir, la voz del testigo se torna completamente presente, se producirá su indistinción temporal y el testimonio oral se transformará en un medio de acceso privilegiado al pasado. El correlato temporal de esta forma de trabajar con voces testimoniales será el colapso del pasado y el presente. Las discusiones sobre la preeminencia del testigo en los relatos memoriales hegemonizaron el campo historiográfico desde los años ochenta y fuertemente en la década siguiente, con debates centrados en torno a la posibilidad o imposibilidad de representar los eventos traumáticos. Finalmente, se intentará sostener que, en los casos en que la metodología histórica pueda asociarse a la idea de diálogo, el necesario reconocimiento mutuo de la subjetividad del investigador y del entrevistado implicará un orden temporal que no puede reducirse a una ausencia o una presencia absolutas. La irrevocabilidad del pasado se asociará al carácter “superviviente” del testimonio. Esta conceptualización de testimonio impactaría, en términos éticos y cognoscitivos, en el trabajo de lxs historiadorxs.

El testimonio entre historiografía y justicia: algunas definiciones

En su obra fundamental, Testimony. A Philosophical Study, el filósofo C.A.J. Coady (1994) definió al testimonio de la vida cotidiana como “testimonio natural”, para diferenciarlo del “testimonio formal”, que se corresponde con lo que un testigo afirma en una corte de justicia. Así, el testimonio natural es una “operación social de la mente”: en situaciones corrientes, como dar una dirección a un desconocido en la calle o contar cómo sucedió un accidente, encontramos a un emisor comprometido en el acto de testificar acerca de la verdad de una proposición que está en disputa o, en algún sentido, necesita ser determinada a través de evidencia (Coady 1994, 42). Siguiendo a Benjamin McMyler (2011) podemos agregar a las características recién descriptas, que para que exista efectivamente una situación testimonial se necesita, además de un emisor que diga la verdad, un receptor a quién el contenido del informe esté dirigido. En consecuencia, uno podría obtener conocimiento de un acto de habla no dirigido (por ejemplo, al oír por casualidad una conversación telefónica) pero, en este caso, no sería conocimiento testimonial.

El hecho de que el testimonio esté dirigido a alguien, implica la responsabilidad de la justificación de la declaración y, por lo mismo, el testimonio adquiere un carácter genuinamente social: se trata de una capacidad cognitiva que requiere la actividad cooperativa de dos partes (McMyler 2011, 113). Coady se concentra especialmente en la figura del emisor: se cree en el testimonio porque se confía que el testigo posee algún tipo de conocimiento que le otorga autoridad para realizar sus afirmaciones. Esta situación genera, a su vez, una asimetría entre el testigo que conoce y la audiencia que requiere el testimonio. McMyler agrega la dimensión de la escucha: la audiencia o quien recibe el testimonio posee la capacidad de diferir con el testigo y la justificación de lo que se está diciendo completando, así, la operación social.

El testimonio formal es también una forma de evidencia, específicamente, la evidencia provista por personas llamadas “testigos” en el marco de un juicio y que tiene un carácter particular ligado al acto de “decir”: somos compelidos a aceptar algo como verdadero porque quien lo emite está en una posición en la que puede hablar con autoridad en la materia. En tanto que este tipo de testimonio es una forma de evidencia, debe estar dirigido a una cuestión en disputa y, además, la audiencia, jurado, jueces y/o fiscales, no deben poseer un grado similar o superior de autoridad en la materia que se trata (Coady 1994, 42). A diferencia del testigo natural, el testigo judicial es embestido de cierto estatus al ser reconocido como tal a partir de una ceremonia formal (Coady 1994, 33). En relación al testimonio judicial, pero centrándose en la problemática de la prueba, en las últimas décadas se destacó la intervención de Carlo Ginzburg en El juez y el historiador. Consideraciones a propósito del proceso de Sofri (1993).

A pesar de haber múltiples acercamientos epistemológicos posibles (Felman y Laub 1992; Coady 1994; Kusch 2002; Wieviorka 2006; McMyler 2011; Tozzi 2012; Collingwood [1946] 2014; Agamben 2017; Jones 2019), hay un consenso fundamental de que una definición de testimonio debe determinarse en relación al destinatario y, sobre todo, en sus situaciones culturales e históricas específicas (Jones 2019, 258). En general, ha habido una división entre aquellos que consideraron al testimonio a partir de sus características epistemológicas y aquellos que ponderaron, en cambio, su carácter moral o ético-político. Sin embargo, como asegura Sarah Jones, ambas formas del testimonio están entrelazadas por una “estructura ética irreductible” basada en la promesa de decir la verdad, por un lado, y la garantía de la confianza, por el otro (Jones 2019, 260). Esta dicotomía se ha reflejado también en la historiografía y ha permeado los debates en torno al rol del testimonio en la construcción de conocimiento histórico.

El testimonio como inferencia y la temporalidad como ruptura entre pasado y presente

Desde los orígenes de la historiografía científica en el siglo XIX, y hasta alrededor de 1970, el testimonio fue considerado una fuente de información entre tantas otras posibles. Para autores como R.G. Collingwood o Marc Bloch, el testimonio no aportaba conocimiento alguno a no ser que sea vindicado por el investigador como “prueba de”. Collingwood en The Idea of History se ocupó de definir de qué manera el historiador logra obtener verdadero conocimiento de sus fuentes a través del método de la crítica documental (Collingwood [1946] 1994). Define y rechaza el conocimiento por autoridad, al que liga, además, la idea del conocimiento testimonial. Si el historiador acepta respuestas de otra persona de manera acrítica, esa persona se convierte en su autoridad y las afirmaciones hechas por ella son lo que Collingwood denomina “testimonio” (testimony). Al resultado de un trabajo como éste, el autor lo llama “historia de tijeras y engrudo” (scissors and paste), un tipo de historia que no cumple con los requisitos de la autonomía ni de la inferencia, ambos necesarios para la realización de una historia científica. Al igual que en la obra de Collingwood, en Apologie pour L’Histoire, célebre obra de Bloch (1952), parece mantenerse indiferenciado el concepto de documento (entendido como evidencia, en general, escrita) y el de testimonio (témoignage). El historiador francés utiliza las palabras “testimonio” (témoignage) y “testigo” (témoin) para referirse tanto a Tito Livio como para admitir la aparición de una nueva área de interés: la observación practicada en vivo de los testigos. Por testimonio (témoignage), Bloch entiende “todo lo que el hombre dice o escribe, todo lo que fabrica, todo lo que toca puede y debe preguntar por ello”, por eso, “la diversidad de testimonios es casi interminable” (Bloch 1952, 40). A la hora de definirlos, Bloch afirma que los testimonios son “expresión de la memoria” y que ésta puede siempre cometer errores en tanto y en cuanto se ve afectada por factores emocionales. Agrega, además, que, viéndose envuelta en grandes conmociones, la memoria se vuelve incapaz de fijarse en “aquellos rasgos a los que el historiador les atribuiría hoy un interés preponderante” y que estos “no llegan a la estructura elemental del pasado” (Bloch 1952, 61).

Este tratamiento del testimonio por parte del historiador no sufre cambio alguno, en términos epistemológicos, con la difusión, a mediados del siglo XX, de la historia oral. En sus comienzos, los testimonios eran utilizados cuando no se contaba con otro tipo de pruebas para reconstruir los acontecimientos. Estos eran comparados, “cruzados”, para verificar su veracidad y reconstruir hechos pasados. De hecho, la preocupación por la posibilidad de vindicar como evidencia al testimonio está presente en numerosas reflexiones sobre la práctica de la historia oral. Así lo señala Ronald Grele, para quien resulta clave analizar el proceso de transformación de esta técnica entre finales de los años cuarenta y la década de 1980, para comprender en qué sentido la noción misma de evidencia se transformó al interior del campo. Para Grele operaron dos cambios fundamentales: por un lado, la transformación de la historia oral de fuente de información a la de producción e interpretación de textos y, por el otro, el cambio registrado entre la concepción de entrevistador objetivo a la de participante activo. El problema de la evidencia es, también, central para Gwyn Prins en el capítulo que tiene a cargo en la compilación de Peter Burke Formas de hacer historia (2012). Allí retoma lo planteado por Paul Thompson en The Voice of the Past (2000) en su alegato contra los historiadores tradicionales, que cuestionan la palabra hablada y la consideran una “depreciación” del método de Ranke. Comparada a la evidencia documental, la fuente oral fallaría en alcanzar tres cualidades fundamentales: la precisión formal, la precisión cronológica y, por la negativa, la insuficiente fiabilidad del “testigo único”. Frente a estas impugnaciones, el argumento de Prins tiene por objetivo remarcar lo que hace diferente a la fuente oral pero siempre teniendo como parámetro de confiabilidad al documento escrito y el método crítico: “La fuerza de la historia oral es la de cualquier historia que tenga una seriedad metodológica” (Burke 2012, 170). Esta misma lógica de comparación la encontramos en la citada obra de Thompson. En el capítulo 4, “Evidence”, pondera las ventajas y desventajas, en relación con la entrevista, de un número importante de fuentes escritas de consulta corriente por parte de lxs historiadorxs: periódicos, correspondencia, autobiografías, estadísticas, datos demográficos, etcétera. Termina por concluir que la fuente oral tiene tres fortalezas. La primera es que puede proveer, y de hecho lo hace, información significativa y muchas veces única sobre el pasado. En segundo lugar, puede transmitir parte de la conciencia individual o colectiva de ese pasado. Tercero, y más importante según Thompson, al ser una “fuente viva, presente, limita las posibilidades de invención e interpretación del historiador” (Thompson 2000, 172). Esta concepción del testimonio como evidencia o como una forma de obtener conocimiento inferencial aparece también en The Oral History Manual (Sommer y Quinlan 2009) y en otras obras dedicadas en términos más amplios a la epistemología de la historia, como Historical Evidence and Argument (2004) del historiador oral y africanista David Henige. En ella, este autor afirma que el trabajo de campo para recabar testimonios deja al historiador la tarea de transformar materiales “en crudo” en productos terminados (Henige 2004, 83).

En relación con la evidencia, Mudrovcic coincidentemente con Grele, ha diferenciado dos variantes: la historia oral “reconstructiva” que busca extraer conocimiento factual, de igual estatus epistémico que el documento, y la historia oral “interpretativa”. La primera vertiente engloba la historia oral desde su surgimiento hasta los años ochenta y se vincula a un carácter epistemológicamente ingenuo (Dunaway y Baum 1996, 8; Baer 2005, 52). El segundo tipo nace a la luz de los estudios de la memoria, los estudios de género y de la subalternidad, generando una mixtura entre historia oral y estas áreas en desarrollo. Estas disciplinas pusieron en cuestión el carácter aparentemente transparente de la fuente oral y su capacidad de funcionar como prueba. Por ese motivo, puede concebirse a esta vertiente de la historia oral como “interpretativa”: no busca conocer datos acerca del pasado ni funcionar como evidencia frente a las afirmaciones de lxs historiadorxs sino que, en relación con el carácter social del recuerdo, intenta rescatar la dimensión adaptativa de la memoria y, en ese sentido, los errores factuales y los olvidos son tan importantes como aquello que se dice. Luisa Passerini expresa esta idea en la introducción a Fascism in Popular Memory (2009) de la siguiente forma:

Los testimonios orales son utilizados en este trabajo por lo que nos dicen, directa e indirectamente, sobre la cotidianeidad de la cultura. Esto incluye lo siguiente: las características ‘mentales’ de la población trabajadora, las formas de comprender el mundo que pasan de generación en generación a través de la tradición oral, los conflictos de poder que se dan en el plano cultural y simbólico. Este acercamiento a las fuentes orales, que necesita ser complementado con otras fuentes, abre el camino para el análisis del comportamiento social (Passerini, 2009, 1).

Resulta clave resaltar que, en la historia oral, tanto en su faceta reconstructiva como interpretativa, el conocimiento que se obtiene del testimonio es inferencial. Esto implica que no puede justificarse una creencia apoyándose únicamente en lo que otros dicen puesto que el testimonio no aporta conocimiento de manera directa. Es solo “a partir de su análisis y comparación con otros testimonios como el historiador lo transforma en prueba, la cual le permite inferir hechos del pasado o modos de comprensión de los actores de una realidad social dada” (Mudrovcic 2007, 134).

El presupuesto temporal de este tipo de historiografía, que atravesó prácticamente todo el siglo XX, es el de la ruptura entre pasado y presente. Para Michel de Certeau ([1975] 2006), la historia occidental comienza con el establecimiento de la diferencia entre presente y pasado. Este historiador califica a la acción de establecer este corte como un “discurso de la separación”:

la historiografía separa en primer lugar su propio presente de un pasado, pero repite siempre el gesto de dividir. La cronología se compone de “períodos” (…), entre los cuales se traza cada vez la decisión de ser otro o de no ser más lo que se ha sido hasta entonces (Renacimiento, Revolución). Por turno, cada tiempo “nuevo” ha dado lugar a un discurso que trata como “muerto” a todo lo que lo precedía, pero que recibía un pasado ya marcado por rupturas anteriores (De Certeau 2006, 16–17).

Para la historiografía de finales del siglo XIX y comienzos del XX el pasado no debía ser solo distinto sino también distante. A diferencia de la historia magistra vitae que predominó en el mundo europeo hasta el siglo XVIII, centrada en el carácter ejemplar del pasado como guía de la acción presente, a partir del siglo XIX la distancia histórica se tornó un requisito para la práctica científica de la disciplina. Esta distinción se sostenía en el presupuesto del carácter lineal, irreversible, homogéneo y progresivo del tiempo que han estudiado autores como Reinhart Koselleck y François Hartog (Hartog [2003] 2007; Koselleck [1979] 1993). En este sentido, el tratamiento del testimonio oral como inferencia o “prueba de” en la historiografía del siglo XX suponía un testigo cuyo testimonio es acerca de un pasado que, en cuanto tal, es diferente del presente del historiador que pretende reconstruirlo. Es decir, el testigo debe ser vindicado como un otro perteneciente al pasado y no como un contemporáneo del historiador. Así, como afirman Lorenz y Bevernage:

El reclamo acerca de la “otredad” del pasado permite a la historiografía presentarse como autónoma y reclamar unos métodos propios. Lo que fue presentado como una desventaja epistemológica, la ausencia del pasado, los historiadores utilizaron la idea del alejamiento progresivo del pasado a su favor y como una de sus fortalezas: son las condiciones de la imparcialidad y de la objetividad (Bevernage y Lorenz 2015, 12).

Al tener que vindicar al testimonio como parte de un proceso inferencial y reducir su voz al concepto de “fuente” o “huella” se produce un acto performativo. En el caso de la historiografía y el trabajo con testimonios, el historiador transforma un acto presente en una marca del pasado, implementando una política del tiempo. Aquí, podría objetarse, también existen diferencias de grado entre las primeras formas de historia oral y las más refinadas, que se consolidan en los años ochenta. Sin duda, esta objeción tiene algún asidero, aunque el problema de fondo persista: en tanto no pueda vindicarse al propio testimonio como el origen del conocimiento obtenido y correrlo de su carácter de “prueba”, quien lo emite ocupa, en términos epistemológicos, el lugar del desconocido o, en definitiva, del otro. Desde el punto de vista de la teoría propuesta por McMyler, no existiría conocimiento testimonial porque falla en concretarse la “operación social”. Recordemos que para que exista un testimonio no solo se debe dirigir el mensaje a un destinatario sino también asumir la responsabilidad por lo que se dice. Si lxs historiadorxs niegan al entrevistado la posibilidad de reconocerse en la situación testimonial y asumen ellxs mismxs la responsabilidad por lo que se conoce, no existe la posibilidad de la reivindicación subjetiva de sus palabras.

El testimonio como mímesis: la noción psicoanalítica de trauma y el colapso del pasado y el presente

Desde finales de la década de los setenta comienza a desarrollarse la historia del tiempo presente dedicada, en un primer momento, a estudiar las guerras europeas del siglo XX y otros acontecimientos catastróficos de magnitud similar. Numerosas innovaciones institucionales se produjeron a partir de este período que acompañaron la nueva especialidad, como la fundación del Institut für Zeitgeschichte en Alemania en 1949, el Institute d’Histoire du Temps Présent (IHTP) en 1978 en Francia, el Institute of Contemporary British History fundado en 1986 y la Asociación de Historia Contemporánea en España en 1988. Esta nueva sub-disciplina encontró algunas resistencias en la academia en tanto implicaba un desafío a los estándares todavía sólidos del campo historiográfico. Algunos de estos cuestionamientos tenían un carácter epistémico y otros estaban vinculados a la ausencia de consenso en lo que se refiere a las bases teórico-metodológicas de la historiografía para reconstruir el pasado reciente: separación entre sujeto y objeto, asepsia ética y política, cercanía temporal e implicación empática, entre otros. En paralelo, y como un síntoma de este viraje hacia el presente, comienza a problematizarse la noción de memoria colectiva.1

En plena vinculación con esta nueva preocupación por el pasado reciente, un factor que contribuyó a modificar la mirada de la historiografía centrada en el pasado y el largo plazo, fue el inicio del fenómeno que Annette Wieviorka (2006) ha denominado “era del testigo”. Según la historiadora francesa, con el impacto que significó el juicio al oficial nazi Adolf Eichmann en 1961, se inicia un cambio de actitud hacia el testimonio, particularmente de los sobrevivientes de la Shoah. Fue este evento el que, según Wieviorka, “liberó a las víctimas para que hablen” y creó una demanda social de testimonios (Wieviorka [1998] 2006, 87). A finales de la década de los setenta comienza un proceso de recolección sistemática de testimonios audiovisuales, acompañada por un lugar cada vez más prominente del genocidio nazi en la agenda política de los países centrales (Novick 1999). Proliferan así los archivos orales, los programas de televisión y también las conmemoraciones estatales del genocidio.

Estos cambios ocurren en el contexto general de un deslizamiento temporal del futuro y el pasado al presente. Numerosos intelectuales han dado cuenta del carácter cada vez más abarcante del presente como instancia articuladora de nuestras concepciones y experiencias del tiempo (Fisher 2017; Gumbrecht 2010; Jameson 2016; Lenclud 2010). En la historiografía, específicamente, la idea de “presentismo” como régimen de historicidad dominante fue desarrollada principalmente por Hartog ([2003] 2007). Según este historiador, con la caída del Muro de Berlín en 1989, se abrió una crisis del tiempo que dio lugar al ascenso de este nuevo régimen de historicidad en el que la distancia entre espacio de experiencia y horizonte de expectativas produce la sensación de que el tiempo histórico quedara suspendido y el presente se volviera omnipresente. Las transformaciones operadas en el siglo XX, en particular, las múltiples

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1 Sobre este tema, pueden distinguirse dos posturas (Mudrovcic, 2005, 122). La primera, la llamada “tesis ilustrada”, propone una discontinuidad entre historia y memoria en tanto coloca a la primera en el lugar del conocimiento científico, distanciado y objetivo, y vincula a la segunda al recuerdo de un pasado afectado por intereses del presente. Autores como Halbwachs (2004 [1925]), Le Goff (1988) y Nora (1984), son representativos de esta corriente. En segundo lugar, la “tesis clásica” defiende la continuidad entre historia y memoria. Sus partidarios, sostienen que solo una actitud crítica pero consciente de la ligazón ineludible entre ambas hará posible una mejor historia. Filósofos como Ricoeur (2013) y Gadamer (1993) son autores característicos de esta postura.

catástrofes y los horrores del Holocausto, la Guerra Fría, la amenaza nuclear, el final del Estado de Bienestar, el derrumbe del comunismo soviético y el terrorismo de estado en América Latina, habrían dado lugar a la afirmación del presente por sobre la idea rectora de futuro y de utopía. Estas novedades transformarían el mundo en que los historiadores ejercieron su oficio durante casi, aproximadamente, un siglo.

En marco de este “memory boom” (Winter 2006), como se lo ha llamado, y del viraje hacia el presente, el testimonio comienza a perder su estatuto de evidencia inferencial y adquiere valor en sí mismos. Los relatos de los sobrevivientes de acontecimientos trágicos alcanzan una importancia inusitada pues comienzan a ser concebidos como una forma de acceso privilegiado al pasado. Es decir, se produce una inversión de los términos en los que el testimonio había sido considerado por la historiografía hasta los años setenta, esto es, como fuente o evidencia de aquello que se quiere reconstruir. Giorgio Agamben, a través de su lectura de Primo Levi (1989), ha definido al testimonio a partir de una aporía: en el contexto de cesura en la historia que marcó Auschwitz, los verdaderos testigos, los hundidos o “musulmanes”, no pueden hablar, sino que son los sobrevivientes quienes testimonian por ellos (Agamben 2017). Es decir, el testimonio es imposible puesto que no viene de los testigos “integrales” o “verdaderos”. De manera similar, Shoshanna Felman y Dori Laub (1992) han definido al testimonio a partir de su imposibilidad: la Shoah es un acontecimiento sin testigos, ya sea “externos” (bystanders, espectadores) o internos (víctimas, sobrevivientes). Según estos autores, la deshumanización a las que se vieron sometidas las víctimas en los campos, hizo del Holocausto un evento inherentemente incompresible, inhibiendo toda posibilidad de proveer un marco de referencias independiente desde el cual pueda ser observado (Felman y Laub 1992, 80–81). Es la memoria traumática, en la que están encerrados los testigos, la que no les permite narrar lo vivido. Recurriendo a argumentos y conceptos propios de la psicología y el psicoanálisis, estos autores, así como también Dominick LaCapra (2005), remarcan el contenido predominantemente moral de la palabra de los testigos y destacan el carácter imposible del testimonio en tanto se produce como una forma de revivir la escena traumática (LaCapra, 2005). Una última tendencia la marca Frank Ankersmit (2002) para quien el testimonio es el lenguaje privilegiado para narrar estos eventos traumáticos “en tanto se conecta directamente con la experiencia”.

Esta historiografía enmarcada en la “era del testimonio” comparte un mismo presupuesto temporal, el de colapso e indistinción entre pasado y presente. El trauma, elemento central de esta nueva forma de articular el tiempo, adquiere un valor positivo porque se transforma en la presencia de la experiencia vivida sin ningún tipo de mediación, el “acceso al pasado mismo”. Dominick LaCapra y Cathy Caruth son dos de los autores más relevantes en el campo de los estudios historiográficos del trauma. Si bien ambos propician la comprensión de la historia a través del uso de conceptos psicoanalíticos, la utilización que hacen de la noción de trauma es divergente. Sus principales diferencias se encuentran en la forma en que cada uno concibe la memoria y la temporalidad de los procesos traumáticos. Si bien ambos construyen sus teorías sobre la base de la obra de Sigmund Freud, según Luis Sanfelippo (2013), existe un sesgo de interpretación que se enraíza en que conciben al “trauma” como un objeto invariable a lo largo de la obra del médico vienés, que produce la diferencia en cada caso. Para el psicoanálisis, en términos generales, la memoria puede ser entendida a partir de dos formas: la repetición y el recuerdo. Por repetición se entiende un acto compulsivo en el que el sujeto se ve atrapado por deseos inconscientes que lo llevan a repetir la situación original del trauma. En palabras de Freud: “el analizado no recuerda, en general, nada de lo olvidado y reprimido, sino que lo actúa. No lo reproduce como recuerdo sino como acción; lo repite, sin saber, desde luego, que lo hace” (Freud 1992, 152). De esta manera, para el paciente, el recuerdo reprimido está activo en el presente: para Freud, “no debemos tratar su enfermedad como un episodio histórico, sino como un poder actual” (Freud 1992, 153). Ahora bien, LaCapra y Caruth muestran en sus elaboraciones teóricas dos versiones distintas de la repetición. Para el primero, el trauma se concibe como retorno de lo reprimido. De hecho, a su definición de la afectación traumática es imposible escindirla de la repetición o acting out:

El trauma se produce oscuramente a través de la repetición, pues el acontecimiento lentamente traumático no se registra al momento de su ocurrencia sino sólo tras una brecha temporal o período de latencia, que en su momento es inmediatamente reprimido, desplazado o negado. Entonces de algún modo el trauma ha de retornar compulsivamente como lo reprimido (LaCapra 2016, 188).

Entonces, en lugar de volver en forma de una narrativa, lo reprimido regresa como acto: “En el acting out, los tiempos hacen implosión, como si uno estuviera de nuevo en el pasado viviendo otra vez la escena traumática” (LaCapra 2005, 46). Caruth, en cambio, adopta el modelo de la repetición “literal” del trauma, basándose en las teorías del psiquiatra Bessel Van der Kolk (1994):

El retorno de lo traumático, en forma de sueños o flashbacks tiene un carácter literal. Su regreso no es de naturaleza simbólica. Es esta literalidad y su insistente retorno lo que constituye el trauma: el carácter diferido o incompleto del saber que se mantiene absolutamente fiel en su insistente retorno al evento (Caruth 1995, 4).

Por último, para comprender el lugar que los partidarios de las nociones psicoanalíticas en historia intentan otorgarle al testimonio, resulta fundamental considerar los planteos de Felman y Laub en la obra que realizaron en conjunto, Testimony. Crises of witnessing in literature, psychoanalisis and history. Allí, Felman define al testimonio “no como una proposición sobre (statement of), sino como una forma de acceder a (access to), a esa verdad. Tanto en la literatura como en el psicoanálisis, y posiblemente también en historia, el testigo debe ser, (…) no solo quien presencia la verdad sino también quien la engendra” (Felman y Laub, 1992, 16). En este sentido, se pone en entredicho la posibilidad misma de representación histórica puesto que al integrarlo en un relato histórico y asimilarlo a la evidencia, se corre el riesgo de distorsionar su verdad (Mudrovcic 2007, 140). Por su parte, Laub le otorga un lugar esencial en la construcción del testimonio del trauma a quien escucha, el oyente (listener), al que concibe, sin embargo, como una “pantalla en blanco” sobre la cual se inscriben los eventos “por primera vez” (Felman y Laub 1992, 57). Ahora bien, esta escucha no puede estar interesada en la reconstrucción factual. La intromisión del historiador tradicional, que concibe al testigo como fuente de información evidencial no alcanza la profundidad de lo testimoniado: “En otras palabras, el conocimiento en el testimonio no es simplemente un dato fáctico que es reproducido y replicado por el testigo, sino un advenimiento genuino, un evento por derecho propio” (Felman y Laub 1992, 62).

En el campo de la historia oral, tal vez la obra que plasma esta preminencia del testigo de manera cabal sea La orden ya fue ejecutada de Alessandro Portelli (2003). Este libro, está compuesto por alrededor de doscientos testimonios unidos por intervenciones del autor que le otorgan continuidad narrativa. En este caso, a pesar de inscribir la obra en la corriente de la historia oral, la exposición de testimonios y la intención de construir un relato “multivocal” nos permiten percibir la transformación en el lugar que ocupan los testigos. Más aún, cierta influencia de la teoría del trauma, que no es explicitada, puede verse cuando se analizan algunos de los objetivos que Portelli se plantea: “Las historias son la herramienta que permiten la reconstrucción de las luchas por la memoria, explorar la relación entre hechos y subjetividad y percibir los múltiples y cambiantes modos de elaborar y enfrentar la muerte” (Portelli 2003, 15–16).

Es posible, sin embargo, pensar en formas de interacción mimética entre historia, temporalidad y testimonio que no apelen al recurso del “trauma”. Este es el caso, por ejemplo, de Por las sendas argentinas. El PRT/ERP - La guerrilla marxista de Pablo Pozzi (2004). En esta obra, el historiador argentino busca reconstruir la historia de esta organización político-militar a partir de testimonios, que aparecen expuestos en largos fragmentos. Asumida expresamente como “militante”, declara que parte de sus intenciones se anclan en la lucha por “un mejor futuro” (Pozzi, 2004, 9). En este sentido, la extensión de las citas y la primacía que adquieren los testimonios implica el supuesto de que la palabra de los protagonistas son una vía para acceder al pasado de manera directa y sin mediaciones. Alejandra Oberti y Roberto Pittaluga han calificado esta actitud, que incluye la recuperación de las experiencias militantes y la identificación casi total con el sujeto historizado, de mimética (Oberti y Pittaluga 2006, 194–195). En este caso, Pozzi está realizando una operación temporal que conecta pasado y futuro a través de un presente que se emparenta con el primero. Podría pensarse, en consecuencia, una similitud con la historia entendida como magistra vitae, en tanto la ejemplaridad del pasado permite orientar las prácticas en el presente. Siguiendo lo propuesto por Hayden White, el pasado propio de la historia magistra vitae puede definirse como “pasado práctico”. Se trata de aquellas nociones del pasado que todos llevamos con nosotros en la vida diaria y a las que recurrimos voluntariamente y como mejor podemos, para obtener información, ideas, modelos y estrategias que nos ayudan a resolver todos los problemas prácticos con los que nos encontramos en lo que sea que consideremos nuestra situación presente, desde cuestiones personales hasta grandes programas políticos (White 2012, 25).

Sea como retorno de lo reprimido, como repetición literal o a través de la preminencia de la voz del testigo, a partir de los años ochenta el tiempo de la historiografía y sus formas de conocimiento y representación del pasado son discutidas. En el plano del trabajo con testimonios, hay cuestionamientos a la mediatización temporal y epistemológica: el testigo emerge como un actor importante en la construcción del pasado al que numerosos profesionales, no solo historiadores, consideran como portador de una vía de acceso más natural, menos distorsionada de ese pasado.

Cierto es, como mencionamos, que estos cuestionamientos no reemplazan las formas anteriores, sino que lo que se produce son debates en torno a las formas adecuadas de hacerse cargo de esos pasados conflictivos.

El testimonio como “supervivencia” y el “pasado irrevocable”

Hasta aquí, hemos establecido que, frente al desafío que la presencia de ese otro, coetáneo, proponía a la historia, esta ha tendido a concebirlo, o bien a partir del establecimiento de su ausencia por vía de la metodología inferencial, o bien, al contrario, de su total actualidad a partir de la mímesis. Así, por un lado, se negaba al testigo la reivindicación subjetiva de sus palabras, esto es, ser fuente de conocimiento de manera directa y, por el otro, se sobredimensionaba su figura por considerar al testimonio una vía privilegiada de acceso al pasado. En términos temporales, termina por imponerse una dicotomía con dos polos claramente diferenciados: lo completamente ausente y lo completamente presente.

En lo que sigue, se intentará plantear la posibilidad de una relación entre historia, testimonio y temporalidad que rompa con la polaridad pasado-presente, que sea éticamente responsable y cognoscitivamente útil para el historiador. Retomaremos tres elementos para construir esta noción de testimonio: en primer lugar, plantearemos la posibilidad de pensar una temporalidad entendida a partir del concepto de “pasado irrevocable”; en segundo lugar, propondremos que entender al testimonio como “supervivencia” nos permitirá desanclarlo de la dicotomía pasado- presente; finalmente, retomaremos la idea de testimonio entendido como diálogo y el problema de la autoridad del testigo.

Una de las consecuencias de creer en dos tiempos dicotómicos y excluyentes redunda en la imposibilidad de concebir un presente “impuro” o no-contemporáneo consigo mismo. Si las prácticas alocrónicas empleadas por los historiadores producen distancia y sitúan en otro tiempo al entrevistado y, en cambio, las acciones miméticas incentivan el colapso e impiden la distancia crítica, lo “irrevocable” permitiría la expresión de las continuidades y persistencias del pasado en el presente. Este presente resulta teóricamente problemático en tanto está más allá de toda experiencia posible: su objeto, la conjunción total de todos presentes, es inalcanzable y, en consecuencia, no puede pensarse como “dado”. Sin embargo, Peter Osborne plantea que lo contemporáneo funciona como una “ficción operativa”, actúa como si realmente existiera, regulando la división entre el pasado y presente desde el presente (Osborne 2013, 80). Es menester aclarar, siguiendo a Berber Bevernage, que cuando Osborne plantea que lo contemporáneo es una “ficción”, no se refiere a su carácter ficcional, falso o no real. Al contrario, se trata de una “estructura subjetiva producida objetivamente”. Es real porque funciona performativamente, proyectando una conjunción total de todos los tiempos vividos, es decir, proyecta un único tiempo histórico sobre el presente (Bevernage 2016, 17– 18).

Lo “irrevocable” aparece como una vía para repensar esta separación tajante de pasado y presente, propia de la historiografía académica, y el colapso o “implosión” de tiempos que provocaría el trauma. En términos de Bevernage (2015), lo irrevocable, si bien plantea la inalterabilidad del pasado, no lo condena a “un estatus ontológico inferior que facilita su negligencia” sino que se refiere “a un pasado que ha quedado ‘pegado’ y persiste en el presente (…), rompe la distancia temporal entre el presente y el pasado” y “cuestiona la existencia de esas dimensiones temporales como entidades diferentes (Bevernage 2015, 24– 25). En un artículo de 2009, en el que analiza las formas en que las Madres de Plaza de Mayo se relacionaron con el tiempo histórico, Bevernage intentó demostrar cómo algunas minorías lograron mantener “abierto” el pasado oponiéndose a una sociedad, e incluso un Estado, que reclamaba “cerrar las heridas” y “reconciliarse” (Bevernage y Aerts 2009). En ese trabajo, recurre el concepto de “régimen de historicidad”. Si bien para Hartog el concepto es una herramienta heurística que permite comprender de qué manera grandes civilizaciones conciben las relaciones entre pasado, presente y futuro, Bevernage afirma que es una noción útil para echar luz sobre conflictos sociales que tienen, también, una expresión temporal. Para eso, parte de la idea de que los regímenes de historicidad dominantes siempre son contestados por minorías a través de diversas estrategias políticas. De esta forma, describe cómo las Madres de Plaza de Mayo se relacionaron públicamente con sus hijos e hijas desaparecidxs: hablando de ellos y ellas en tiempo presente y rechazando cualquier forma de luto (Bevernage y Aerts 2009, 398).2 El artículo está centrado, sin embargo, en una dimensión que o bien trasciende o bien precede las luchas por asignar un significado al pasado. Sostiene que para la historiografía académica y para los presupuestos temporales dominantes que la sustentan, la muerte biológica funciona como una metáfora “maestra” sobre el pasado. La

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2 Sobre las estrategias de resistencia y estrategias políticas de las Madres de Plaza de Mayo pueden consultarse los artículos de Débora D’Antonio “Las Madres de Plaza de Mayo y la apertura de un camino de resistencias. Argentina, última dictadura militar 1976-1983” (2006) y “Las Madres de Plaza de Mayo y la maternidad como potencialidad para el ejercicio de la democracia política” (2007).

estricta división entre el presente “presente” y el pasado “ausente” es para el régimen moderno de historicidad un reflejo de la separación entre la vida y la muerte (Bevernage y Aerts 2009, 404–5). Esto mismo sostiene, como mencionamos anteriormente, De Certeau cuando afirma que la historiografía es una tumba que sitúa a los muertos en un tiempo cronológico y lineal y solo narra su destino bajo la condición de que dejen el presente solo a los vivos (De Certeau 2006, 16). Según Bevernage, las Madres de Plaza de Mayo comprendieron a la perfección el vínculo íntimo que existe al interior del moderno régimen de historicidad entre la muerte como metáfora del pasado y su tardía representación como pasado “ausente”. Percibiendo la valoración positiva que se tiene del “presente vivo” frente al “pasado muerto”, han impugnado durante cuarenta años la metáfora de la muerte como pasado. El estatus ontológico inferior de lo muerto facilitaría la negación y la impunidad, favoreciendo “el presente” y olvidando el pasado. Entonces, a partir de este concepto, teniendo en cuenta que la contemporaneidad entre historiador y sujetos es una marca distintiva del trabajo con testimonios y, en particular, de la historia del tiempo presente, el tiempo de la historiografía no podrá imponerse sin consecuencias. Dar cuenta, en cambio, de las resistencias existentes en la sociedad y expresadas en los testimonios, permitirá la complejización de la temporalidad y ser autoconsciente del lugar de la historia en su pretensión de regular el tiempo.

Ahora bien, si sugerimos la correspondencia entre diversas formas de concebir la temporalidad de la historiografía y su relación con cómo se incorpora la palabra de los testigos, debemos elaborar una forma de conceptualizarlos que no se corresponda ni con la presencia, o mímesis, ni con la ausencia, o ruptura temporal, absolutas. En este sentido, proponemos la categoría de “supervivencia” acuñada por Georges Didi- Huberman (2009, 2011) para pensar el carácter del testimonio en el contexto de la irrevocabilidad del pasado.3 La noción de supervivencia o nachleben puede ser comprendida en el marco del programa de Didi- Huberman para reconfigurar el modelo epistemológico de la historia del arte, de las imágenes en particular, que se sostiene en una concepción lineal e irreversible del tiempo, según la hemos descripto anteriormente. La concepción lineal del tiempo conlleva la comprensión de la historia a partir de una mirada “eucrónica”, sostiene Didi-Huberman. La eucronía implica

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3 Didi-Huberman retoma el concepto de nachleben del historiador del arte alemán Aby Warburg. Este historiador hamburgués hizo de la supervivencia del paganismo en el Renacimiento italiano su principal tema de investigación (Warburg, 2005 [1932]; Cfr. Didi-Huberman, 2009; Ginzburg, 1994; Gombrich, 1992).

la búsqueda de coincidencia perfecta de tiempos, es decir, la comprensión de cada época según sus propias pautas, conceptos e ideas y, por lo tanto, la expulsión de cualquier otro tiempo que irrumpa contrariando lo estrictamente cronológico. En este sentido, la idea de supervivencia permite revelar la complejidad del tiempo histórico a través de síntomas, discontinuidades, presencias y anacronismos (Didi-Huberman 2009, 24– 25).

Las imágenes son, para Didi-Huberman, portadoras de memoria y, como consecuencia, se transforman en el ámbito para la expresión de tiempos heterogéneos y discontinuos. Son concebidas como un montaje de temporalidades, que son normalizadas por el tiempo irreversible de la historia. El testimonio se presenta, de manera semejante, como un objeto temporalmente impuro: enunciado en el presente, se trata de un relato biográfico desfasado de los sucesos a los que refiere (Jelin 2014). Frente a la pretensión eucrónica del historiador, los síntomas que se manifiestan en el discurso de los entrevistados son portadores de una “desorientación temporal” (Didi-Huberman 2009, 60). Por ejemplo, a partir de las dificultades que trae expresar la opción por la violencia política. En referencia a un testimonio vinculado a la militancia revolucionaria y la lucha armada, Oberti dice:

Se trata entonces de un presente que llega con las marcas de la política represiva del Estado tanto como con las consecuencias de la clandestinidad y la toma de las armas. El presente ordena el relato hacia atrás y le otorga sentido a las opciones del pasado expresando esa identidad fragmentaria y dividida (Oberti 2015, 138).

Este fragmento, perteneciente a Las revolucionarias. Militancia, vida cotidiana y afectividad en los setenta, da cuenta de cierta conciencia en relación a las marcas de temporalidad que se entrecruzan en el testimonio y del carácter regresivo y anacrónico del método de indagación. En el análisis del testimonio citado, que corresponde a una mujer que narra su ingreso a la organización Montoneros, Oberti se detiene en un tramo en particular, que parece mostrar ambivalencias con respecto a lo que cuenta: “Si bien nunca tuve que empuñar un arma y disparar contra otra persona, que para mí era una escena terrible… sinceramente… no… en esos años sí tuve que defenderme en enfrentamientos y bueno… eran situaciones difíciles de atravesar” (Oberti 2015, 135–136).4 La investigadora afirma

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4 El testimonio pertenece a Cristina Aldini y fue realizado en el año 2001.

que estos dichos dan cuenta de “la dificultad –que es del presente– para explicar el lugar de las armas en ese proyecto político” (Oberti 2015, 138). Esa dificultad no es otra que la de proferir un anacronismo ligado fuertemente al tabú de la violencia política.

Ahora bien, si las concepciones teórico-metodológicas que definían al testimonio en las dos perspectivas anteriores se asimilaban a la idea de evidencia e inferencia, por un lado, y a una vía de acceso directa al pasado, por el otro, deberemos explorar cuál es la metodología mediante la que el testimonio podría ser abordado en caso de ser concebido como “supervivencia”. Como observamos en el ejemplo citado, es posible dar cuenta de los anacronismos e impurezas del tiempo presentes en lo que los testigos dicen. Para ello, retomamos la definición del testimonio como diálogo a partir de las propuestas teóricas de Paul Ricoeur ([2000] 2013) en La memoria, la historia, el olvido.5 Esta definición se dirige hacia el uso corriente del testimonio, entendido como práctica cotidiana, en oposición al uso jurídico e histórico del mismo; se trata de analizar el testimonio “en cuanto tal, dentro del respeto por su potencialidad de múltiples usos” (Ricœur 2013, 209). Mientras los usos históricos y judiciales están determinados por la idea de prueba y sentencia respectivamente, el testimonio en sí mismo, reconoce Ricoeur, presenta la misma amplitud que la actividad de narrar (Ricœur 2013, 210). Define, entonces, los componentes esenciales de la operación testimonial. En primer lugar, el testimonio se produce en la articulación entre la aseveración de la realidad factual y la autenticación de la declaración por la experiencia de su autor. En este sentido, la autodesignación del sujeto, que se sitúa en los acontecimientos, inscribe al testimonio en una situación dialogal. Como segunda cuestión a destacar está el hecho de que Ricoeur le otorga una dimensión moral al testimonio que busca reforzar su credibilidad. Entonces, a partir de esta estructura, convierte al testimonio en un factor de garantía en el conjunto de las relaciones del vínculo social, lo que lleva a caracterizarlo como “institución natural”. Lo que crea esta institución es la confianza en la palabra del otro (Ricœur 2013, 211–214). La idea de testimonio entendido como “institución natural dialógica” nos proporciona un modelo para pensar su uso en marco de la Historia del Tiempo Presente a la vez que nos plantea algunos desafíos. Si bien es cierto que Ricoeur introduce la definición del uso ordinario del testimonio, es cierto también que estas características particulares se

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5 Lejos de ser una definición única y estable en la larga trayectoria de Ricoeur, su concepto de testimonio ha ido transformándose. Para indagar en este desarrollo véase Lythgoe, (2008)

pierden con su pasaje al archivo: se aleja del recuerdo porque pierde su relación de continuidad respecto del presente (Ricœur 2013, 232). La Historia del Presente como espacio preferencial para comprobar las dificultades que surgen entre interpretación y verdad, presenta la particularidad del “diálogo entre vivos” que difumina la frontera entre testimonio y archivo. Gracias al archivo el historiador logra distanciarse del testimonio pero debido al diálogo sostenido hereda el vínculo con el pasado (Lythgoe 2008, 51). Si la noción de prueba documental debe ser invocada con moderación, aplicada sobre todo a las afirmaciones proposicionales, verificables, hay otra dimensión del testimonio en la que la interpretación como fase subjetiva implica el reconocimiento de los compromisos personales del historiador y su pertenencia comunitaria. Entran en juego un aspecto fiable y otro contrastable del testimonio. Esteban Lythgoe admite que, en la propuesta de Ricoeur, “el componente evidencial es solo un aspecto del testimonio y no puede quedar identificado con él” (Lythgoe 2015, 120). La consideración del testimonio como diálogo fiable permite comprender el carácter ético de la práctica de una historiografía de este tipo, al mismo tiempo que permite problematizar la utilización del testimonio archivado.

Articular memoria e historia, fiabilidad y verdad implica la representación de la memoria de testigos aún vivos. El propio Ricoeur nuevamente nos da una pista para esbozar una respuesta al interrogante de la representación y el lugar que los testimonios deben ocupar en una obra de historia. El filósofo francés propone superar la ambigüedad del concepto de “representación” a partir de la unión de los dos significados del término: el de representación-objeto, entendida como el objeto del discurso historiador, con el de representación-operación, que hace referencia a la tarea literaria involucrada en la operación historiográfica (Ricœur 2013, 299). Lythgoe ha señalado, en relación a este tema, que la solución podría darse por el lado de la mímesis: “la reunión de ‘representación-objeto’ y ‘representación-operación’ solo es posible si se abandona la tesis de que el historiador inventa la puesta en intriga y, en su lugar, se sostiene que la toma de los propios actores que vivieron el acontecimiento” (Lythgoe 2008, 54). En este sentido, la concepción evidencial-inferencial del testimonio implica, no solo una ruptura entre representación-objeto y representación-operación, sino también la imposición a los testigos de la trama de las historias que se busca contar.

Parecería, entonces, que la situación nuevamente está planteada entre un polo ligado a la verificación y otro al de la identificación. Realmente, esta propuesta resulta interesante y, creemos, en algunos puntos puede conectarse con lo que estamos intentando sostener, con alguna salvedad. Básicamente, no podemos sino rechazar la idea de “mímesis”; al respecto hemos dado nuestras explicaciones en lo que refiere a sus implicancias epistémicas y temporales. Sin embargo, la idea de “tomar” la palabra de los testigos adquiere un significado distinto si la entramamos en los argumentos que hemos desarrollado hasta aquí. Si existe un componente ético, que se vincula al carácter dialógico del testimonio, la relación que lxs historiadorxs establecen con este no puede reducirse a replicar sentidos miméticamente ni a tomarlos como si se tratara de una fuente de información inferencial. Para que se produzca conocimiento testimonial, es necesario que el vínculo entre entrevistadx e investigador/a no se quiebre: la facultad de diferir la carga de la justificación es la capacidad epistémica fundamental. Esto implica reconocer el lugar de quien brinda su testimonio en la construcción de conocimiento. Si recuperamos la teoría de Verónica Tozzi sobre el rol moral y epistémico del testimonio, podemos afirmar con ella, que:

La aceptación no depende de la correspondencia entre la experiencia de la víctima y la capacidad de la audiencia de revivirla o experimentarla. Tampoco se trata de su comparación con otros documentos. Una comparación de este estilo nos llevaría a caer nuevamente en un empirismo de tipo fundacionista. Por el contrario, los testimonios son una parte original de la producción y circulación del conocimiento, y los aceptamos gracias a los significados creados en y a través de su promulgación y las respuestas de otros a ellos, no como informes de contenidos inherentemente privados. A la hora de evaluar, analizar, discutir, o inspirar testimonios, apelamos a los mismos recursos que cuando analizamos cualquier otra producción discursiva (Tozzi, 2012, 17).

Cuando nos referimos al carácter fiable y no verificable del testimonio, en línea con la propuesta ricoeuriana, estamos afirmando esto mismo. La sospecha es inherente a la operación testimonial y, en ese sentido, la confianza en quien profiere el testimonio juega un rol fundamental. En relación con ella es que lxs historiadorxs pueden elegir rechazar un testimonio, discutirlo o analizarlo: no son todos igualmente valederos ni la obligación ética es incorporarlos todos a la investigación. Pero sí es necesario tomar sus palabras en serio y, como venimos sosteniendo, esto no se limita al momento de realización de la entrevista. La manera en que estas voces se plasman en el resultado final, la obra histórica, da cuenta del rol que juegan los testigos en la construcción de conocimiento.

Reflexiones finales

Nos concentramos, en estas páginas, en la exploración de tres formas de trabajar con el testimonio: entendiéndolo como evidencia de un pasado distante, como vía para acceder a un pasado que se hace presente a través de la mímesis y como diálogo que permite la expresión de supervivencias.

Las consecuencias de estas perspectivas incumben tanto cuestiones éticas como teórico-metodológicas. Por un lado, la negación de coetaneidad, tal como hemos visto que se produce a partir de la incorporación del testimonio como evidencia, lleva a la imposibilidad del conocimiento testimonial. La práctica alocrónica involucrada en esta política del tiempo conlleva el borramiento de ese otro del discurso histórico, antes concebido como contemporáneo en la situación de entrevista. En ese contexto, quien declara no puede hacerse cargo de lo que dice y, por lo tanto, en términos de lo planteado por McMyler, participar de la operación social testimonial. Recordemos que esta imposibilidad coloca a quien brinda su testimonio en la situación de quien afirma algo y es oído sin su consentimiento. Entonces, si se contrasta esta situación con la intimidad y la confianza necesarias para entablar un diálogo que conduzca a la producción de un testimonio, la responsabilidad ética se hace visible. Por otro lado, la concepción mimética que colapsa pasado y presente, a través de la construcción de un pasado práctico, disminuye las posibilidades de tomar distancia crítica de aquello que se busca investigar. Si retomamos lo propuesto por White, un pasado de este tipo “está elaborado para el servicio del ‘presente’” (White, 2012, 32). Por último, el diálogo, entendido como institución natural, es decir, más acá del testimonio archivado, es la herramienta que permite la resubjetivación de los testigos y establecimiento de un tiempo común. Ahora bien, este tiempo no tiene que necesariamente ser identificado con un presente puro y contemporáneo. Parte de la responsabilidad ética implica el reconocimiento de un tiempo no lineal ni irreversible. Así, el concepto de supervivencia, entendido como descriptivo-performativo, puede funcionar como herramienta heurística para el ejercicio de una temporalidad auto- reflexiva y éticamente responsable.

Bibliografía

 

Memory and History in the Twentieth Century. New Haven y Londres: Yale University Press.

Recibido el 18 de agosto 2021; aceptado el 15 de julio de 2022.