Páginas de Filosofía, Año XXIII, Nº 26(enero-diciembre 2022), 27-44
Departamento de Filosofía, Universidad Nacional del Comahue
ISSN: 0327-5108; e-ISSN: 1853-7960
http://revele.uncoma.edu.ar/htdoc/revele/index.php/filosofia/index

 

ARTICULOS/ARTICLES

INCLUSIÓN EXCLUYENTE. EL MOVIMIENTO DE LA VIDA EN EL ACECHO DEL BIOPODER

(GIORGIO AGAMBEN Y MARY SHELLEY)

EXCLUSIVE INCLUSION. THE LIFE MOVEMENT AND THE BIO- POWER STALKING (GIORGIO AGAMBEN AND MARY SHELLEY)

 

Rolando Bonato
Departamento de Letras
Facultad de Humanidades
Universidad Nacional del Comahue
rolandobonato@gmail.com
https://orcid.org/0000-0002-1683-9949

Resumen

Este artículo analiza los diálogos posibles entre el pensamiento de Giorgio Agamben y la novela Frankenstein de Mary Shelley. Así, el filósofo italiano describe aspectos centrales que indagan los modos en que el biopoder captura la nuda vida. En efecto, a través del concepto de máquina –la antropológica, el lenguaje y la gubernamental– se describen los dispositivos capaces de volver la potencia de vida a los cálculos del poder. Por otro lado, Frankenstein construye una serie de escenas en la que la voz de la Cosa interpela a su creador, Víctor Frankenstein, en una dimensión ética por su negligencia y falta de cuidado. La interpelación se dirige a un personaje pero, tomando los términos de Agamben, Víctor Frankenstein forma parte de una maquinaria mayor de la que él mismo termina siendo víctima. La ficción explicita además la falla de la maquinaria biopolítica por cuanto su protagonista se afirma en la vida procurando hallar sentidos posibles de existencia.

Palabras clave: Literatura, Techné; Vida; Biopoder; Condición humana

 

Abstract:

This article analyzes the possible dialogues between the thought of Giorgio Agamben and the novel Frankenstein by Mary Shelley. Thus, the Italian philosopher describes central aspects that investigate the ways in which biopower captures the life. Indeed, through the concept of the machine –the anthropological, the language and the governmental–the devices capableof returning the power of life to the calculations of power are described. On the other hand, Frankenstein constructs a series of scenes in which the voice of the Thingchallenges its creator, Victor Frankenstein, in an ethical dimension due to his negligence and lack of care. The interpellation is directed at a character but, in Agamben's terms, Víctor Frankenstein is part of a larger machine of which he himself ends up being a victim. The fiction also makes explicit the failure of the biopolitical machinery inasmuch as its protagonist affirms himself in life trying to find possible meanings of existence.

Keywords: Literature; Techné; Life; Biopower; Human condition

 

Apertura: phoné / logos, profanación, animalidad

Una de las figuras de pensamiento que se impone en el trabajo intelectual de Giorgio Agamben es la del movimiento de inclusión/exclusión o, lo que viene a ser equivalente, el adentro/afuera. En, al menos, tres trayectos de su obra, Agamben conforma un núcleo de reflexión dialéctico, suspicaz a los reduccionismos binarios, que permite advertir los límites de las apuestas totalizantes de sentido. La identificación de la phoné con la zoé y el logos con la bios implica, primeramente, advertir dos órdenes diferenciados: el de la voz como ruido y la vida llevada a su dimensión biológica e identificada con la nuda vida. La otra esfera, logos, da cuenta del pensamiento en su articulación con la política y la vida, ahora pensada en su dimensión pública. En estos territorios claramente diferenciados se formula la pregunta en relación con qué aspecto de la phoné y la zoé ingresa a la polis y, por extensión, a la política.

En Agamben, el cuerpo de la política se sostiene sobre la base paradójica de una exclusión inclusiva de la nuda vida, por lo que la excepción es la forma límite de una inclusión que es, primeramente, excluida (Agamben 2000a).

El hombre está siempre, pues, más acá y más allá de lo humano, es el umbral central por el que transitan incesantemente las corrientes de lo humano y de lo inhumano, de la subjetivación y de la desobjetivación, del hacerse hablante del viviente y del hacerse viviente del logos. Estas corrientes coexisten, pero no son coincidentes. (Agamben 2000a, 142)

Luego, en su tesis profanatoria (Agamben 2005), que incorpora la díada profanación/consagración, acontece un movimiento similar vinculado con la tradición romana en que la separación de los órdenes sagrados y profanos se presentaba delimitada. De un lado, los dioses, el espacio de lo sagrado y lo religioso, y, enfrente, la mundanidad y lo profano. Entre estos dos lugares se producían pasajes o fronteras móviles que articulaban movimientos de un orden hacia otro. La consagración facultaba el desplazamiento de lo humano con el fin de transferirlo a los dioses, mientras que la profanación implicaba la restitución para el libre uso de la esfera pública o privada. La escisión más abrupta hacia el orden sagrado, separación forzada con un claro núcleo religioso, era el sacrificio, y la institución que velaba y protegía estas fronteras era, precisamente, la religión. La ambivalencia del término sacer, usado para cada díada, manifiesta un potencial humano mediante el cual se designa la posibilidad de un individuo de ser consagrado a los dioses, al tiempo de representarlo maldito e impedido de perdurar en la vida comunitaria. La condición sacer denota ambivalentemente lo sagrado y lo vilipendiado.

Lo sacrificable ostenta una condición de profanidad y sacralidad. El ceremonial del sacrificio en la cultura romana conservaba del cuerpo sacrificable restos para el consumo humano y, lo demás, constituía una ofrenda conferida a la sacralidad. Lo más significativo de estos desplazamientos es que los objetos o símbolos implicados conserven condición de profanidad cuando son consagrados, o bien un residuo de sacralidad cuando se ingresa al orden de la mundanidad. Movimiento de visibilidad e invisibilidad que restituye la significación de objetos y símbolos. En esta dialéctica profanatoria se advierte, nuevamente, el pasaje del adentro y el afuera. Agamben lleva su tesis a la Antigüedad para proyectarla luego a la Modernidad tomando al mismo tiempo la figura homo sacer del derecho romano y, en ese marco, advierte:

Ahora hay un único, multiforme, incesante proceso de separación, que inviste cada cosa, cada lugar, cada actividad humana para dividirla de sí misma y que es completamente indiferente a la cesura sacro profana, divino humano [...]. Si profanar significa devolver al uso común lo que fue separado en la esfera de lo sagrado, la religión capitalista en su fase extrema apunta a la creación de un absolutamente improfanable. (Agamben 2005, 107)

En tercer lugar, el intelectual italiano reflexiona sobre el vínculo animalidad/humanidad. Así, problematiza la tradición que señala la añadidura de un cuerpo y un alma, de la animalidad, con la dimensión social y divina. El presupuesto desde donde hipotetiza es el de considerar la desvinculación de esta díada para desmontar el impulso metafísico de su articulación. La búsqueda radica, más bien, en vislumbrar los misterios prácticos y políticos de tal separación: “¿Qué es el hombre, si siempre es el lugar […] de divisiones y cesuras incesantes? Trabajar sobre estas divisiones, preguntarse en qué modo el hombre ha sido separado del no- hombre y el animal de lo humano.” (Agamben 2006, 35). Si en la dialéctica profanatoria, la división humana incesante se acrecienta en la Modernidad, en este principio de animalidad/humanidad la interrogación sobreviene a las condiciones que hicieron posible una desgarradura inherente a la proyección biológica y animal de la humanidad y, en ella, la cultura.

Animalidad y abertura

No hay animal que no tenga un reflejo de infinito;
no hay pupila abyecta y vil que no toque
el relámpago de lo alto, a veces tierno y a veces feroz.
(Hugo, 64)

Sólo el hombre, es más, sólo la mirada
esencial del pensamiento auténtico, puede ver
lo abierto que nombra el develamiento del
ente. El animal, por el contrario, no ve jamás
este abierto. (Agamben, 108)

Agamben retoma la representación que Hegel hace del vínculo dialéctico entre humanidad y animalidad, releyendo, a su vez, los presupuestos dados por Alexander Kojève. El hombre es una topografía de

 

tensiones dialécticas atravesadas por la animalidad que denomina antropófora. Al negar y sujetar al animal se es capaz de concebirse humanamente por exclusión de la animalidad. Frente a este planteo, Agamben procura trascender el principio dual y situarse desde otro presupuesto. Se trata, más bien, del resultado de una desconexión entre estos dos horizontes lo que considera con el fin de reflexionar sobre la dimensión práctica y política de tal separación. En vez de insistir en una condición metafísica que procure reunirlas forzadamente, Agamben deja a ambas partes por separado. Al estimar este modo de análisis sobreviene un aspecto de la idea de la máquina antropológica.

La máquina antropológica que rige tanto para la Antigüedad como para la Modernidad se sostiene en la oposición humanidad/animalidad. Paradójicamente, esta máquina se organiza a través de un mecanismo de exclusión que lleva a cabo una captura, y una inclusión que es también una exclusión. La aporía que sostiene la máquina antropológica factura un estado de excepción, un territorio de indeterminación en el que “el afuera no es más que la exclusión de un adentro y el adentro, a su vez, tan solo la inclusión de un afuera.” (Agamben 2006, 75). El resto de profanidad que se observaba en la esfera sagrada es un ejemplo de este movimiento ambivalente del intelectual italiano que también se distingue en esta categoría de máquina.

La máquina es pensada en términos de dispositivo bipolar con un centro vacío del que se explica la dinámica o figura del adentro/afuera. El dispositivo se dispone centralmente en el lenguaje, la dimensión antropológica humana y la política. Justamente, las sucesivas máquinas provienen de la Antigüedad helénica en el momento mismo de escindir, en el caso del lenguaje, la phoné y el logos, y, al mismo tiempo, la animalidad de la humanidad cuando se separan la zoé de la bios. La máquina gubernamental se constituye por el polo soberanía y gobierno, norma trascendente y orden inmanente, que captura la vida para el buen gobierno. Las dos dimensiones del poder quedan resueltas: la política estatal en la que el soberano dispone del estado de excepción, y el económico gestional con la figura de la gloria. Soberanía y gobierno enmarcan de este modo el funcionamiento de la máquina gubernamental. La excepcionalidad permite a la soberanía el sostenimiento del gobierno, y la gloria garantiza que este y soberanía se vinculen solidariamente. La captura de la vida logra obturar la nuda vida de su inoperatividad para volverla útil a los cálculos del biopoder.

Martín Heidegger (1959) parte de la noción de dasein para indicar un primer distingo entre animalidad y humanidad. El término significa en su composición terminológica y germánica el ser/ahí y, ambas palabras, remiten a la existencia y, por extensión, al “estar haciendo algo ahí”. El dasein consigna la apertura de la persona con el ser y, al mismo tiempo, el único viviente, abierto. Mientras la persona experimenta el dasein lo hace de un modo activo con el mundo. El término remite a la relación y entrega con el mundo. El arrojo del ser viviente está marcado por la pobreza de mundo para los animales, mientras que para la humanidad implica ser formador de mundo. La apertura mundo del viviente acontece en el hombre. Heidegger insiste en la idea del desinhibidor como portador de significados. El lazo corporal entre el y el círculo desinhibidor identifica el ambiente con el que interactúa. La pobreza de mundo se asocia con el encerramiento que el animal tiene en el círculo de desinhibición. El animal, al entrar en vínculo con el otro, golpea su ser para situarlo en movimiento. El nexo entre animalidad y medio es nombrado con el concepto de aturdimiento con el fin de puntualizar tal conexión. Dice Heidegger:

En el aturdimiento, el ente no está revelado, no está abierto, pero precisamente por esto tampoco cerrado. El aturdimiento está fuera de esta posibilidad […]. El aturdimiento del animal lo pone, en cambio, esencialmente fuera de la posibilidad de que el ente esté, para él, abierto o cerrado. Que el aturdimiento es la esencia del animal significa: el animal, en tanto tal, no se encuentra en una revelabilidad del ente. Ni su así llamado ambiente, ni él mismo son revelados en cuanto entes. (Heidegger 2003, 361)

Una abeja, por ejemplo, se vincula con el alimento miel que absorbe al animal. El alimento digiere al animal y este nunca se sitúa frente a él. La animalidad se reconoce por su condición de estar suspendida entre sí misma y el ambiente. Dice Agamben: “El dasein es simplemente un animal que ha aprendido a aburrirse, se ha despertado del propio aturdimiento. Este despertarse del viviente a su propio ser aturdido, este abrirse, angustioso y decidido, a un no abierto, es lo humano.” (Agamben 2006, 129). Agamben recupera, vía Kojève, un experimento de laboratorio realizado con garrapatas en que se advirtió que estas pueden, durante años, mantenerse vivas sin ingerir alimentos en condiciones de absoluto aislamiento. Tal tiempo se define por la ensoñación y la espera. Así, se pregunta: “¿Cómo es posible que un ser viviente, que consiste enteramente en su relación con el ambiente, pueda sobrevivir en absoluta privación de él? ¿Y qué sentido tiene hablar de ´espera´ sin tiempo y sin mundo?” (Agamben 2006, 90).

De todos modos, Heidegger elabora la idea de que la comprensión de la pobreza de mundo animal y el mundo humano avanzan al mismo paso. La apertura del ente, lo abierto, se encuentra imposibilitado por el aturdimiento del animal. El ente está abierto pero no accesible a la apertura de mundo. Una apertura sin desvelamiento, abierto al aturdimiento, debe prescindir del mundo.

En la intersección de este horizonte de pensamiento aparece la idea de lo abierto. Esta categoría le permite a Agamben interrogar la animalidad en el sujeto de la posthistoria en el que se sitúa la ocupación plena de la vida animal presente en la condición humana para formar parte de lo que ya Michel Foucault denominó biopoder. Dice Agamben a través de la noción de lo abierto: “El cuerpo del animal antropóforo es el resto no resuelto que el idealismo deja en herencia al pensamiento, y las aporías de la filosofía en nuestro tiempo coinciden con las aporías de este cuerpo tenso y dividido” (Agamben 2006, 28). La referencia a la dimensión antropófora da cuenta del cuerpo del ciervo arrojado a las aporías de la modernidad y en particular a la escisión de un sujeto cuyos restos escinde igualmente la animalidad y la humanidad. Las contradicciones del tiempo moderno son las que Agamben ve en la conformación del sujeto moderno analizando precisamente desde la idea de resto en tanto excrecencia y rechazo uno de los dispositivos biopolíticos más eficaces en el dominio de la vida desnuda.

La articulación que se establece en este artículo involucra el pensamiento de Giorgio Agamben con una emblemática novela del siglo XIX: Frankenstein (1818) de Mary Shelley. Tanto en uno como en la otra, la vida y la literatura se hacen presentes. En efecto, el filósofo italiano ordena en toda su producción los modos en que la vida procura resistir los embates de control por parte del biopoder y es la literatura la expresión estética que más deja en evidencia los mecanismos en que toda subjetividad busca una forma-de-vida. Cuando Agamben analiza el personaje literario de Polichinela (2018) lo hace advirtiendo que el lugar de este se encuentra en el entresijo de los modos de vida de un cuerpo biológico, su nuda vida, sin sujeción a marcos políticos ni a merced del poder, y un cuerpo político a partir del cual con el lenguaje busca una esfera pública y un destino para habitarla. Al igual que Polichinela, el carácter y la peripecia de la creación de Víctor Frankenstein estarán atravesados por este orden dilemático.

Frankenstein y lo funesto: de la abyección a la pulsión vital

La literatura lleva adelante una operación con el debate de ideas en una coyuntura cultural y en la cual se reconfigura un binarismo especialmente violento en la Modernidad. Si para esta, la esfera autónoma del arte le confería el privilegio de poder ordenar sus condiciones de producción, circulación y consumo, lo hacía bajo la concesión de ubicarse por debajo del polo de la inteligibilidad de la experiencia y el mundo. Es decir, la esfera de lo inteligible es captada por la episteme, los discursos de verdad y, en algún sentido, lo masculino, mientras que el arte debe contentarse con el presupuesto de lo sensible, emotivo y femenino. Lo que podemos advertir en ese reparto de lo sensible (Rancière 2011) es que, al producir un movimiento dialéctico de esa polaridad, un intento de desvalijamiento de la jerarquía violenta, se capta la dimensión de inteligibilidad de la experiencia humana en el tiempo a través de la mediación llevada a cabo por el arte y la literatura.

Frankenstein, de Mary Shelley fue publicada a comienzos del siglo XIX y narra una historia en pleno siglo XVIII. La novela recupera una serie de discursos sociales, principalmente en el orden de las ideas y la episteme del contexto iluminista, como los postulados liberales del buen salvaje de Jean Jacques Rousseau, o los principios del Estado según Thomas Hobbes y John Locke. En el plano estético se transita la tradición de la novela gótica del siglo XVIII, especialmente a través del procedimiento de la falacia patética. Este recurso permite establecer descripciones de la naturaleza próximos al clima o atmósfera que se da cita entre los personajes. El término patético implica relación empática entre naturaleza y sujeto de ficción. El género gótico, cuyo texto fundacional es El castillo de Otranto, de Horacio Walpole, fue publicado en Inglaterra en 1765. El siglo de las luces y la razón era connivente con un género que incursionaba los territorios lúgubres y fantasmales en escenarios mortuorios y oscuros de la arquitectura medieval. El romanticismo explicará precisamente que la condición de sublimidad de la razón tenía su correlato en el miedo y las sombras de la conciencia y la experiencia humana. En esta corriente estética aparece el ansia por lo absoluto que, en este caso, se expresa al recuperar el moderno Prometeo señalado en el subtítulo de la novela. El terror y la indagación en el alma se constituyen como un leitmotiv constante en el género gótico y, en un sentido más amplio, en el romanticismo. Pasajes sombríos, bosques gélidos, ruinas apartadas de las ciudades grafican las escenografías góticas por excelencia. Todos estos rasgos conviven en la novela de Mary Shelley; sobre todo si se le añaden otros más decisivos del género como la profecía ancestral que, en este caso, es sentenciada por la Cosa a su creador cuando le exige el cumplimiento de sus obligaciones como creador, el erotismo larvado que surge al leer a Milton y la falacia patética tan clave a la hora de detenernos en el reencuentro de los protagonistas en la soledad absoluta de las montañas.

La ideología es una representación que da paso en el horizonte de lectura con el fin de interceptar el encuentro del sujeto lector, el ambiente de una época junto a la valoración social implicada en ese proceso conjunto. La ideología siempre se constituye como una disputa valorativa del medio social. El ideologema artístico vehiculiza y da libre circulación a aquellos contenidos expresados como conciencia de época. La literatura absorbe, a través de los enunciados primarios (Bajtín 1978), las valoraciones que dan vida al clima de un ambiente ideológico para conferir cierta orientación de sentidos en el encuentro de estas con el ideologema artístico. El texto se orienta en la lectura desde su carácter verbal y social a la ideología del contexto cultural. No se trata de una equivalencia forzada entre los contenidos configurados en la estética con los materiales ideológicos. La estética es forma del contenido ya valorado socialmente.

En esta perspectiva, la determinación forma/contenido es la que organiza en la literatura el material lingüístico. Dicen Beatriz Sarlo y Carlos Altamirano al respecto: “el carácter social de la forma legitima la empresa de una poética sociológica: lo que es social en la literatura es la forma misma entendiendo por forma la organización estética de contenidos axiológicos.” (Sarlo/Altamirano 1993, 154). El hablante en la novela se constituye como ideólogo y su enunciado siempre está determinado ideológicamente. Y es el espacio en la novela, pensado como topos, el que indica el punto de vista desde donde se significa la realidad social. Con este horizonte y discutiendo con el carácter preponderantemente inmanentista de la primera etapa de los formalistas rusos señala Mijail Bajtín: “La imagen en la novela de tal lenguaje es la imagen de un horizonte social, de un ideologema social unido a su palabra, a su lenguaje. Por eso, una tal imagen no puede ser formalista, ni puede ser un juego formalista el juego artístico con el lenguaje.” (Bajtín 1989, 173).

Desde la dimensión ideológica, Frankenstein plantea la culpa por la traición o ruptura de la tradición familiar burguesa, republicana e ilustrada. Dice el protagonista: “Soy ginebrino, republicano y distinguido. Mi padre dio al Estado un hijo para perpetuar su nombre y virtud” (Shelley 2010, 14). En la novela se da cuenta de los avances técnicos, las discusiones sobre estos y la ciencia alrededor del progreso moderno aunque la discusión de fondo radica en observar qué se hace con esto. En efecto, la novela de Mary Shelley organiza un horizonte de lectura en el que la potencia del avance técnico se ve franqueado por un costo ético en el que se desdibuja la condición humana más allá de la criatura. Enrique Agrippa es el referente de la técnica en el siglo XVIII que invoca el protagonista de Frankenstein y que, cien años después, en el contexto autoral de Mary Shelley, marcará una influencia notable a través de los avances de la electricidad que, en los presupuestos del siglo XIX podría revivir a personas. Indica el narrador:

La destilación y los maravillosos efectos del vapor […] provocaban mi asombro. Pero mi mayor sorpresa la suscitaron unos experimentos con una bomba de aire que empleaba un caballero […]. Es la electricidad me contestó, a la vez que me describía los diversos efectos de esa energía […]. Hizo una cometa con cable y cuerda, que arrancaba de las nubes ese fluido. (Shelley 2010, 12)

Frankenstein da cuenta de la fase capitalista y de la techné de la época. También dirige la atención a las discusiones de ideas y el avance técnico de un siglo antes de su primera edición. Con este procedimiento, la ficción, más que atender las vicisitudes iluministas, proyecta hacia el incipiente siglo XIX la especial determinación que el peso de la tradición liberal cargaba sobre ese momento del sistema capitalista y humano. Terry Eagleton analiza el vínculo que la novela moderna tiene con el desarrollo del capitalismo y la técnica. La mediación que la literatura realiza en su contacto con la realidad no es de reflejo sino de refracción para producir así una distancia crítica, dice Eagleton:

La novela […] representa una de las formas culturales con mayor carácter revolucionario […]. En el dominio de la cultura reviste una importancia semejante a la del uso del vapor o de la electricidad en el ámbito material, o a la de la democracia en la esfera política […]. El arte acabó por devolver el mundo a las personas corrientes que lo habían ido creando merced a su trabajo y que por primera vez podían ver reflejados sus rostros en él. (Eagleton 2015, 32)

La descripción de la creación de la criatura toca la animalidad y su búsqueda vital es una indagación por construir un mundo en el alcance abierto de Agamben: “Entreabrió la mandíbula y murmuró unos sonidos ininteligibles, a la vez que una mueca arrugaba sus mejillas. Puede que hablara, pero no lo oí. Tendía hacia una mano, como si intentara detenerme, pero esquivándola me precipité escaleras abajo.” (Shelley 2010, 47). El orden humano, en cambio, advierte en él lo abyecto (Kristeva 1988) que hace referencia a la respuesta humana que surge cuando aparece una amenaza a la ruptura de la distinción entre sujeto y objeto. Lleva a un plano en que los significados se derrumban, justo en el límite de lo simbólico, entre la especificidad de lo humano y lo animal. Con esta noción se distingue tanto la falta de orden como lo que vuelve evidente la fragilidad de la ley.

El acontecimiento de genocidio de los campos de concentración en Auschwitz tematiza el alcance de esta doble valencia de lo abyecto. Al situarse al límite de lo real lacaniano la abyección sitúa la experiencia lindante con la muerte. Dice Giorgio Agamben a propósito de los campos de concentración: “La pasividad, como forma de subjetividad, está, pues, constitutivamente escindida entre un polo puramente receptivo [el musulmán] y un polo activamente pasivo [el testigo] […] los dos polos se distinguen y confunden a la vez” (Agamben 2006, 116). En Lo que queda de Auschwitz se reflexiona sobre el lugar límite de quien transita la experiencia total, que Agamben denomina musulmán llegando a los límites de la nuda vida y, por lo tanto, se encuentra imposibilitado de volver de esa vivencia. En la última cita esa pasividad absoluta es plegada a otra, paradójicamente activa, en la que el testigo ordena la receptividad de la violencia del musulmán.

La violencia que se infringe a la desgracia de situarse en la pasividad absoluta que describe Agamben es el motivo de la réplica que la creación le indilga al doctor Frankenstein. Si bien la Criatura no ostenta la condición de musulmán, sí se advierte una zona límite identificada más bien con la idea de resto agambeana: “Todos los hombres odian a los desgraciados […]. Sin embargo, vos, creador mío, me detestáis y me despreciáis, a mí, vuestra criatura, a quien estáis unido por lazos que sólo la aniquilación de uno de nosotros romperán. Os proponéis matarme. (Shelley 2010, 70).

Al vincular el orden binario descripto en el interior del lager con el límite lindante de la muerte en la abyección se advierte un doble punto de gravitación desde donde Mary Shelley da cuenta de la creación funesta del doctor Frankenstein. La definición por caracterización que nos proporciona Julia Kristeva funge como una transparencia interpretativa de la singularidad del monstruo novelesco:

Hay en la abyección una de esas violentas y oscuras rebeliones del ser contra aquello que lo amenaza y que le parece venir de un afuera o de un adentro exorbitante, arrojado al lado de lo posible

y de lo tolerable, de lo pensable. Allí está, muy cerca, pero inasimilable. Eso solicita, inquieta, fascina el deseo que sin embargo no se deja seducir. Asustado, se aparta. Repugnado, rechaza, un absoluto lo protege del oprobio, está orgulloso de ello y lo mantiene. Y no obstante, al mismo tiempo, este arrebato, este espasmo, este salto es atraído hacia otra parte tan tentadora como condenada. Incansablemente, como un búmeran indomable, un polo de atracción y de repulsión coloca a aquel que está habitado por él literalmente fuera de sí. (Kristeva 1988, 54, énfasis propio).

La novela de Mary Shelley se ordena constructivamente en los diferentes planos en que Julia Kristeva caracteriza la ambivalencia de los movimientos binarios de la abyección. Hay una escena destacada en la ficción en la que la Cosa se dirige a su creador para poner orden a su destino y existencia. Lo más destacado es el reclamo por negligencia de Frankenstein hacia su creación. El abandono y la falta de responsabilidad es el marco discursivo desde donde habla, muy próximo al parlamento teatral. El acto de juramento y blasfemia que propina a su creador tematizan especialmente el límite simbólico en el que la creación se ubica. “Cumplid vuestras obligaciones para conmigo, y yo cumpliré las mías para con vos y el resto de la humanidad. Si aceptáis mis condiciones, os dejaré a vos y a ellos; pero si rehusáis, llenaré hasta saciarlo el buche de la muerte con la sangre de tus amigos.” (Shelley 78). El encuentro entre ambos protagonistas tiene el ambiente gélido, solitario y natural, garantes de la intimidad y forma ideal del áspero tema a tratar entre los capítulos 10 y 16. Ambiente que, tal como se indicó, remite al género gótico. Un relato/narración extendido, si consideramos que Frankenstein tiene 24 capítulos.

La creación llamada Cosa se dirige a su creador señalándolo como el dios a quien le debe el respeto y a quien le exige el cumplimiento de sus obligaciones frente a él. La primera intervención es en el plano de la vida: “¿Cómo os atrevéis a jugar así con la vida? […]. Amo la vida, aunque sólo sea una sucesión de angustias, y la defenderé […]. Doquiera que mire, veo felicidad de la cual sólo yo estoy irrevocablemente excluido.” (Shelley 2010, 60). La gran pregunta que se formuló alrededor de la techné en el iluminismo fue ciertamente sobre el origen de la vida o, específicamente, cuál es el origen de esta.

La actitud de abandono de Frankenstein hacia su creación remite al planteo inicial de la dialéctica profanatoria de Giorgio Agamben. La religio implica el recato a las relaciones entre los dioses y lo humano, la relectura vacilante de las fórmulas que separan lo sagrado de lo profano y de la que es ineludible conocer y respetar. Lo que es necesario mantener separado por disímil. La oposición a la religio supone, según Agamben, la negligencia en tanto actitud libre y distraída, apartada de las reglas que velaban la escisión de una esfera y otra. Así, profanar designa la apertura a la posibilidad de un modo de negligencia que desconoce esta escisión en beneficio de un uso particular y específico.

Imperativo vital y réplica

De entonces en adelante tendremos semejanza (el hombre puede tener una cara porcina, parecerse por tanto a un cerdo), no similitud (el hombre de la cara porcina no tiene que compartir la porcinidad del puerco) […]. Es decir, de qué manera el hombre de la nariz corta […] puede tener un rostro que semeja el de un cerdo. Es la estética del como si: el hombre es como si fuese un cerdo. (Foucault 1973, 11)

El extenso parlamento de la Cosa discurre con el imperativo de la queja del creado a su creador. En la intersección de la queja y el lamento, la ira y la súplica se sitúan en tanto réplica de corte político en el sentido de hacer advertir la injusticia del abandono de un viviente en el mundo. Se especifican tres acontecimientos que la estética moderna ve a través de la literatura: la afirmación de la vida en los entresijos del biopoder, la problematización de la máquina antropomórfica y, en ella, la del lenguaje.

La vida es una potencia abierta, el poder de un cuerpo inscripto en la aesthesis, capaz de afectar y ser afectado, de establecer múltiples conexiones. Lo que se reitera en una vida es la posibilidad diferencial de mutar en otro. La concebimos desde la implicancia de movilizar los cuerpos en una metamorfosis abierta y mezcla constantes, en una positividad de su proceso permanente de singularización. Dice Gabriel Giorgi y Fermín Rodríguez: “Desustancializada e indiferente, desubjetivada y neutra, la vida como diferencia pura, como poder virtual de devenir, como campo de fuerzas generativas y productivas, se actualiza siempre parcialmente en una realidad dada sin agotar su poder de cambio.” (Giorgi y Rodríguez 2006, 23).

En el vínculo entre Frankenstein y el pensamiento de Giorgio Agamben tiene un lugar destacado en la noción de máquina. Si a partir de la distinción entre phoné y logos se imprime la polaridad de la máquina del lenguaje, en la novela de Mary Shelley, la figura abyecta de la Cosa accede a la simbólica social a través de tres textos emblemáticos de la cultura occidental. Uno de esos textos es El paraíso perdido de John Milton, en el que aprehende la cosmogonía judeocristiana y es también el que le permite desarrollar el deseo por una compañera, situándose en este movimiento como ángel caído del cielo. La autorrepresentación de ángel caído o Satán lo convierten en el ser repulsivo asociado con la abyección que se describió. En esa distribución simbólica, él mismo se perfila en el polo negativo interpelando la positividad violenta del otro extremo:

¿Por qué creaste a un monstruo tan horripilante, del cual incluso tú te apartaste asqueado? Dios, en su misericordia, creó al hombre hermoso y fascinante, a su imagen y semejanza. Pero mi aspecto es una abominable imitación del tuyo, más desagradable todavía gracias a esta semejanza […]. ¿Soy yo el único criminal, cuando toda la raza humana ha pecado contra mí? […]. Yo, el infeliz, el proscrito, soy el aborto, creado para que lo pateen, lo golpeen, lo rechacen. Incluso ahora me arde la sangre bajo el recuerdo de esta injusticia (Shelley 2010, 72).

Si la novela se ordena constructivamente a nivel de contenido a través de la figura de la abyección, podemos ahora agregar un segundo recurso procedimental que opera en el plano de la forma y es el tropo de la metonimia. Si la humanidad es obra de un dios a quien emula en perfección y belleza, la Cosa viene, como obra humana, a plegar una imagen que opera más bien por antítesis de la primera. El antropocentrismo de esta figura tripartita factura un desplazamiento hacia dios en una pulsión positiva mientras que al observar hacia lo creado capta una dimensión de lo negativo: hacia dios, la sublimación, hacia la Cosa, la mirada de Narciso que descubre su impronta abyecta. Dice Agamben: “Entre la percepción de la imagen y el reconocerse en ella hay una intervalo que los poetas medievales llamaron amor […] la experiencia inaudita y feroz de que la imagen es y no es nuestra imagen.” (Agamben 2005, 74).

El autor italiano explicita la hendidura de un sujeto moderno vacilante en esta doble percepción sacrificial y divina y es en esta ambivalencia que lo lleva a puntualizar el alcance del término religio:

El término religio […] deriva de relegere que indica […] la inquieta vacilación (el "releer")' ante las formas -las fórmulas- que es preciso observar para respetar la separación entre lo sagrado y lo profano. Religio es lo que vela para mantenerlos separados, distintos unos de otros. A la religión […] se le opone […] la "negligencia", […]. Profanar significa abrir la posibilidad de una forma especial de negligencia, que ignora la separación o, sobre todo, hace de ella un uso particular. (Agamben 1988, 54)

Michel Foucault (1993) plantea la hipótesis de que la retícula de similitudes que garantizaban la armonía entre la esfera humana y la cósmica ha dejado de existir porque la colaboración entre el macrocosmos y el microcosmos, pensados especularmente, ya no tiene lugar en la Modernidad tardía. El lenguaje se disminuye en el intento mimético de la semejanza. Así, lo que la literatura hace es plantear el límite desde donde el acontecer se vuelve generador de formas discursivas que muestran la esfera humana expuesta, vulnerable y contingente. Lo que nos queda es puro acontecer de la lengua: asociaciones trópicas, imágenes, duplicaciones.

En el momento en que la Cosa le propina la amenaza e injuria de su destrucción, en caso de que Frankenstein no acceda a crearle una Eva se especifica un particular modo de rompimiento entre las palabras y las cosas, tal como se disuelve la relación entre el macro y microcosmos indicado por Michel Foucault. Agamben reflexiona sobre el lugar del juramento y la blasfemia en El sacramento del lenguaje (2017). Si, para Foucault, el pacto que unía lo humano con lo trascendente ha dado paso a otro orden, Agamben afirma que es el juramento el que mantiene unida la palabra con la cosa, reforzando todo orden inscripto en el logos. La blasfemia rompe esa conexión verosímil de palabra y mundo ya que: “lo que la maldición sanciona es la desaparición de la correspondencia entre las palabras y las cosas que está en cuestión en el juramento” (Agamben 2017, 34).

La Cosa se representa a sí misma como excrecencia de la imagen crística. De hecho argumenta su condición de ángel caído y chivo expiatorio al señalar cómo, en el orden social los pecados, las maldades y las violencias son ubicadas dentro de las experiencias humanas, mientras que él viene a constituirse en el mal absoluto por su condición anómala: “Pero es así; el ángel caído se convierte en pérfido demonio. Pero incluso ese enemigo de Dios y de los hombres tenía amigos y compañeros en su desolación; yo estoy completamente solo.” (Shelley 2010, 76). La Cosa reconoce la existencia humana a imagen del dios cristiano, bello y fascinante mientras que él es un proyecto de imitación humana en cuyo resultado se inscribe la encarnadura de la repulsión. El principio de semejanza así creado configura un doble espejo, proyectivo y satírico: la imagen símil humana proyectada positivamente a dios, y la negativa de la Cosa horripilante, especularmente humana. El valor negativo de esta imagen en espejo exhibe, junto a la primera, un doble pliegue antitético. El sistema de exclusión proyectado por esa voz toca la dimensión eugenésica, al indicarse el aborto prescindente de lo común, y el orden de lo legal, al excluirlo de la comunidad por proscripción.

Cierre

Las tres dimensiones de la máquina descriptas por Giorgio Agamben han entablado una relación beligerante con la novela Frankenstein de Mary Shelley en un proceso de mutua refracción. Tanto las máquinas del lenguaje como la antropológica tuvieron una especial gravitación en lo que respecta a problematizar el lenguaje en el sentido de constituirse en la pieza fundamental, no pergeñada por la estrategia técnica. La posibilidad de réplica y, por lo tanto, de simbolización y singularidad de la creación se debió, en efecto, por la captura del orden simbólico, binario y logocéntrico de las lecturas letradas. La palabra escrita fue la pieza fundamental, la tecnología en la que la maquinaria produjo un colapso evidente. La máquina antropológica funcionó por la reacción eugenésica de advertir la falla que dejaba al descubierto la creación. El color, la mirada, el gesto torvo de la Cosa sellaban la imposibilidad de corregir su nuda vida en la productividad del orden biopolítico y, en él, la ideología burguesa. El movimiento deliberado de una vida que se abría a la experiencia del ser mostró la apertura del ente por el movimiento libre y, en la mayoría de los casos, no racionalizado del individuo. Sorprendentemente, todo el funcionamiento de la máquina gubernamental no fue tocado ni material ni simbólicamente en el plano de la representación ficcional. Es decir, toda la serie de dispositivos tendientes a controlar la vida no fueron desestabilizados sino dispuestos a la mirada crítica en el horizonte de lectura. Frankenstein proyecta una doble imagen intermitente que inscribe un trazo del capitalismo y la imagen humana por él devuelta. Si el hombre expresa el deseo de ser reflejo de la perfección de un dios, la Cosa le inscribe el desgarro de su herida narcisista. A esta doble condición sacro abyecta le corresponde una temporalidad que tiene su centro en 1818, año de la publicación de la novela. Si la ficción discurre un siglo antes lo hace para recuperar los discursos de verdad interpelados ya en el siglo XIX desde la particular mirada que la literatura inscribe allí. La saturación y crisis del capitalismo junto al avance técnico permitieron en el contexto de las vanguardias históricas, en los comienzos del siglo XX, extrapolar los progresos en una maquinaria de destrucción para un nuevo orden político y estético. Mary Shelley supo condensar las paradojas de su tiempo dirigiendo su mirada hacia la Ilustración mientras que el lector de la centuria siguiente al siglo XIX dimensionó en una productividad próxima a la del autor las condiciones de posibilidad que supone el acontecimiento irrefrenable de la revolución.

Contundente gesto si se piensa en la omisión como recurso formal de la trama. La literatura pareciera jugar con una puesta en relato en que se puntea su propio horizonte de inteligibilidad. Porque aquello que el arte ha puesto de manifiesto a lo largo de la modernidad es el modo en que sus propias condiciones de producción exhiben los entresijos de la condición humana devenida sujeto de las coordenadas del poder.

Finalmente, el vínculo Frankenstein/Cosa no solo dialoga con aspectos centrales del pensamiento de Giorgio Agamben, sobre todo los relacionados con la biopolítica y la máquina antropológica. También puso en funcionamiento el impacto, especialmente intersubjetivo, de esa configuración tánica en dos cuerpos sufrientes por el destino y la peripecia insertos en la misma maquinaria del biopoder. La novela de Mary Shelley imbricó en la materialidad misma de la carne y la conciencia dolientes de dos personajes el horizonte crítico de la techné como doblez de profundos sustratos ideológicos. La abertura de dos entes, la de Víctor Frankenstein y la Cosa en busca de su ser, quedó cerrada en el instante mismo en que sus conciencias miraron su pasado en términos de obra trágica. En la prestidigitación de los entretelones de la escena se explica la aparente ausencia y, a la vez, eficaz máquina gubernamental.

Bibliografía

Recibido el 23 de mayo de 2021; aceptado el 04 de julio de 2022.