Páginas de Filosofía, Año XXII, 25 (enero-diciembre 2021), 100-125

Departamento de Filosofía, Universidad Nacional del Comahue

ISSN: 0327-5108; e-ISSN: 1853-7960

http://revele.uncoma.edu.ar/htdoc/revele/index.php/filosofia/index

ARTICULOS/ARTICLES

PATHOS E HISTORIA: IMÁGENES DEL PUEBLO.

MOTIVOS ÍCONO-CINEMATOGRÁFICOS DE LA REVUELTA

 

PATHOS AND HISTORY: IMAGES OF THE PEOPLE.

ICON-CINEMATOGRAPHIC MOTIVES OF THE REVOLT.

Natalia Taccetta
Facultad de Ciencias Sociales
Universidad de Buenos Aires
CONICET
ntaccetta@gmail.com
idhttps://orcid.org/0000-0003-2063-1419


Mariano Veliz
Facultad de Filosofía y Letras
Universidad de Buenos Aires
marianoveliz@gmail.com
idhttps://orcid.org/0000-0002-3938-3622

Resumen:

A partir de algunas consideraciones propuestas por Georges Didi- Huberman, el artículo se dedica a explorar las vinculaciones que conducen del pathos a la acción política. A través de las concepciones de la imagen como pasaje de la pasión a la acción (Walter Benjamin y Aby Warburg) y de la imagen en su relación con el gesto y la revuelta (Toni Negri, Judith Butler), se formula un abordaje de No intenso agora (João Moreira Salles, 2017). Teniendo en cuenta las indagaciones de El acorazado Potemkin (Sergei Eisenstein, 1925) emprendidas por Didi- Huberman, nos proponemos estudiar allí un motivo icono-

cinematográfico: la imagen de jóvenes arrojando piedras contra las fuerzas represivas. Si Moreira Salles construye desde allí su interpretación del fenómeno histórico de las insurrecciones del 68 en Brasil, París y China, ponemos esa imagen en relación con sus apariciones en el cine militante latinoamericano de los años sesenta para analizar sus derivas. Finalmente, se plantea una aproximación a la actualidad a partir de la concepción benjaminiana de la melancolía.

Palabras clave: Pathos; Didi-Huberman; Revuelta; Cine latinoamericano; Cine político.

Abstract:

Based on some considerations proposed by Georges Didi-Huberman, the article explores the lines that lead from pathos to political action. Through conceptions of the image as a passage from passion to action (Walter Benjamin and Aby Warburg) and the image related to gesture and revolt (Toni Negri, Judith Butler), these pages pose an approach of No intenso agora (João Moreira Salles, 2017). Taking into account the inquiries of Battleship Potemkin (Sergei Eisenstein, 1925) undertaken by Didi-Huberman, we propose to study there an icon-cinematographic motive: the image of young people throwing stones at repressive forces. If Moreira Salles builds from there his interpretation of the historical phenomenon of the insurrections of '68 in Brazil, Paris and China, we propose to put that image in relation to his appearances in the Latin American militant cinema of the sixties to analyze its drifts. Finally, the article proposes an approach to the present based on the Benjaminian conception of melancholy.

Key Words: Pathos; Didi-Huberman; Riot; Latin American cinema; Political cinema.

La dialéctica de la pasión a la acción

En Pueblos en lágrimas, pueblos en armas. El ojo de la historia, 6 (2017a), Georges Didi-Huberman continúa con la saga de libros que constituye una suerte de teoría de la imagen para explorar ahora el vínculo entre imagen, pathos y potencia de rebelión en el recorrido que va de la pasión a la acción. Centra su trabajo en algunos cuadros paradigmáticos – como las imágenes de los funerales de Vakulinchuk en El acorazado Potemkin (Bronenosets Potemkin), el film de Sergei Eisenstein de 1925- a fin de pensar el desplazamiento desde las lágrimas hasta la insurrección para preguntarse por la necesariedad y la espontaneidad de ese pasaje.

En este artículo, se intenta extender su estrategia a casos más contemporáneos a través del rastreo de un motivo icono-cinematográfico paradigmático, pero visto desde el contexto latinoamericano actual: la figura del joven tirando piedras a la policía o al ejército. Para ello, seguimos tres intuiciones: en primer lugar, partimos del film No intenso agora de João Moreira Salles, estrenado en 2017, que mira la rebeldía de los años sesenta desde la perspectiva de la impotencia nostálgica a la que pueden arrojar algunos derroteros políticos latinoamericanos de los últimos años; en segundo lugar, recogemos el motivo icono- cinematográfico del joven arrojando piedras a fin de pensarlo como un Pathosformel en los términos de Aby Warburg y reflexionar sobre pathos e imagen en clave didi-hubermaniana; finalmente, exploramos brevemente el modo en que la melancolía del film de Moreira Salles, que ve el espíritu de rebelión en el pasado, puede pensarse en relación con el modo en que la conceptualizaba en los años treinta Walter Benjamin, con el objetivo de problematizarla.

A partir de múltiples referencias –fundamentalmente, Friedrich Nietzsche, Sigmund Freud y Spinoza vía Gilles Deleuze-, Didi-Huberman se propone pensar el dolor como capacidad afectiva y potencia para la acción a partir de inscribirlo en la temporalidad de la emoción como movimiento fuera de (ex movere), es decir, la capacidad de “transformar nuestro sufrimiento y, a través del mismo, volver a poner una y otra vez en movimiento, en estado de deseo, nuestro mundo” (Didi-Huberman 2017a, 17). Confiando en que los afectos trabajan con el cuerpo, Didi-Huberman ve el dolor como la fuente de gestos que se comprometen con el cambio. Ex-movere es, en latín, la puesta en movimiento y el desplazamiento; la emoción constituye, entonces, un pasaje, el paso de un padecer a un hacer que modifica el estado de cosas. Este estremecimiento es para Didi- Huberman del orden del acontecimiento, pues, como para Deleuze, es difícil de capturar en soledad, sino que se requiere de la intensidad de otros, en tanto el pathos exige la construcción de un ethos, la activación de una economía afectiva que localice espacios de lo común1.

barra

1 Como es evidente, en este artículo partimos de la consideración del afecto como elemento clave para pensar lo político y, de modo específico, la dimensión política de la imagen. Si bien es cierto, como señala Cecilia Macón (2013), que la filosofía ha estado siempre atenta a la cuestión de las pasiones y su relación con la política, también es cierto que en los últimos años se ha desplegado el denominado “giro afectivo”, una matriz que pretende volver sobre algunas insuficiencias de la filosofía y las ciencias sociales y repensar la idea de afecto como una acción y como la capacidad de afectar y ser afectado. Algunos de los planteos iniciales del giro afectivo tendieron a homologar emociones y pasiones, mientras que diversos autores se ocuparon poco después de trabajar sobre sus

Al igual que la voluntad de poder en Nietzsche, se manifiesta como el poder (de ser afectado) no como pasividad, sino como afectividad; es decir, sensibilidad, sensación: “Toda sensibilidad no es sino un devenir de fuerzas [...]: el pathos es el hecho más elemental del que resulta un devenir” (cit. en Didi-Huberman 2017a, 19), tal como sostiene Gilles Deleuze en Nietzsche y la filosofía. Didi-Huberman suscribe, entonces, a la idea de concebir los afectos como formas de aprehender el pasado y comprender el mundo mediante su consideración dialéctica. Esta premisa encuentra su correlato en el recorrido que va de la pasión emotiva a la acción como respuesta, la pasión como el movimiento del devenir- sufrimiento al devenir-potencia en tanto lógica del deseo. Pero también el pathos es el impasse, el hiato que une lenguaje y acción porque la pasión muchas veces deja sin palabras, aunque no necesariamente sin voz. Así, la pasión es la aporía a la que hay que intentar bordear, como hace la imagen cuando escapa a una ontología, pero insiste en aparecer. La imagen es para Didi-Huberman, como para Aby Warburg y Walter Benjamin, el espacio donde se sostiene la apuesta por el pasaje del yo al nosotros, de la emoción a la acción, del pathos al eidos.

Esta dialéctica se fundamenta en una secuencia inexorable: antes de ser pueblos en armas, los pueblos aparecen ahogados en sus lágrimas. Para explorar esta linealidad, Didi-Huberman analiza minuciosamente lo que denomina “la escena de la lamentación” de El acorazado Potemkin en la que encuentra una serie de gestos de pena individuales –los cuerpos arrodillados, los lamentos, los sollozos, los pañuelos, las lágrimas- para desplazarse luego hacia otros motivos iconográficos –los puños cerrados, los ceños fruncidos, las manos que se alzan uniéndose en un gesto común- que proponen la toma de posición de un grupo, que sale del dolor individual para entregarse a un “nosotros” enardecido, imposible de pensarse por fuera de esa comunidad.

En su indagación, el autor discute extemporáneamente con el Roland Barthes de “El tercer sentido”, texto de 1970 aparecido originalmente en el número 222 de la revista Cahiers du cinéma. Al tiempo que sostiene que se trata de un trabajo bisagra en el pensamiento

barra

diferencias. Sara Ahmed, por ejemplo, autora central para ese entramado teórico, utiliza emoción y afecto por igual, mientras que autores como Deborah Gould y Brian Massumi se ocupan de atender minuciosamente a aquello que los distancia. Asimismo, si bien la idea de pasión es menos utilizada por su posible remisión a la pasividad, en este artículo, sin entrar en los debates n trono a estas distinciones, le damos lugar fundamental a su precursor etimológico “pathos” por ser el término que aborda Georges Didi-Huberman, uno de los autores que más seguimos en este trabajo.

barthesiano -entre el estructuralismo y la fascinación con Bertolt Brecht y en dirección a La cámara lúcida- Didi-Huberman recoge la mordaz crítica que Barthes hace de El acorazado Potemkin a partir de la oposición entre la evidencia como “significado estereotipado” frente a la “asunción de la evidencia como ‘significado’ sutil, inclusive subjetivo, no racional, cuya consecuencia se materializará diez años más tarde, en el famoso punctum” (2019a, 81). Allí, Barthes acusa al binomio de motivos pueblo/llanto de Eisenstein de “sentido obvio en estado puro”, es decir, decorativismo, y propone un tercer sentido que problematiza el plano de la significación.

Frente al sentido obvio, Barthes reconoce lo que llama el “sentido obtuso”, esto es, un sentido “al que se me da ‘por añadido’, como un suplemento que mi intelección no consigue absorber por completo, testarudo y huidizo a la vez, liso y resbaladizo” (Barthes 1986, 51). Para Barthes, Eisenstein no es polisémico: “elige el sentido, lo impone, lo abruma (por mucho que el sentido obtuso desborde la significación, no por ello resulta esta negada, emborronada)” y agrega “el sentido eisensteniano fulmina toda ambigüedad” (1986, 54). El sentido obvio es en El acorazado… la revolución y el director no provoca desvíos, sino énfasis, subrayados en los ojos caídos, los cuerpos genuflexos, las distintas expresiones de dolor, que Barthes califica de fetiches.

La pregunta que se abre aquí es si, más allá de aceptar la acusación de decorativismo y sentido obvio formulada por Barthes, el desglose eisensteniano produce emociones políticas. Los significantes sin significado del sentido obtuso implican en Barthes que el sentido perturba y esteriliza el lenguaje, produciendo una racionalidad discontinua entre lo que se ve y lo que resulta inteligible a partir de ello. El pathos “obvio” que Barthes encuentra en la que Didi-Huberman denomina “escena de la lamentación” rechaza, asimismo, las emociones políticas que el mismo Barthes valoraba en la tragedia antigua como dispositivo de representación: “La tormenta física de todo un pueblo acompañaba desdichas que pertenecían sin embargo solo a la humanidad superior de los reyes, los héroes y los dioses” (cit. en Didi-Huberman 2017a, 91), dice Barthes en “Poderes de la tragedia antigua”. Esa emoción promovida por el pueblo en lágrimas es para Didi-Huberman “auténtica emoción política” que revoca la acusación de patetismo, no por inexistente sino por irrelevante. Pues el “motivo emotivo” de las lágrimas ya lo hacía aparecer Barthes en 1954 en un estudio consagrado a Jules Michelet, en quien ve las lágrimas como un “medio de incubación” histórica, es decir, un poder germinal de las pasiones que pueden movilizar agentes y constituir la metáfora de los afectos políticos. Allí, el exceso de pathos constituye lo

público y es reclamado por el pueblo como derecho. Sin embargo, será el denominado distanciamiento brechtiano el que va a autorizar a Barthes a poner a un lado la emoción. El problema, entonces, no es el exceso de pasión, sino su expresión en llanto y rostros apesadumbrados; no es la introducción de la emoción, sino que no se mantenga su significado en suspenso.

Por su parte, Didi-Huberman lee los funerales de Vakulinchuk como una síntesis de emociones políticas que conjugan lo patético y lo colectivo; el llanto individual converge en un canto grupal de lucha que interpreta, a los ojos de Eisenstein, los afectos conducidos por la pasión revolucionaria de 1905, pero también la reafirmación de 1925. “En el cine de Eisenstein, la política parece ‘patética’ de un extremo a otro, y el pathos, político de lado a lado” (Didi-Huberman 2017a, 175).

La escena de la lamentación –cesura dialéctica entre dos ejecuciones, la individual de Vakulinchuk y la colectiva del pueblo en las escalinatas de Odessa- le permite a Didi-Huberman pensar dos rasgos fundamentales de la construcción de toda imagen (ambos ampliamente criticados por Barthes): por un lado, el fetichismo, que inmoviliza las superficies de lo real en un marco donde deviene puro cuadro; por otro lado, la histeria de la imagen como espacio de aparición del síntoma, esto es, de la emergencia de las secreciones, las lágrimas, el dolor. El cine – propone el autor- impone gestos espectaculares –histéricos, podría decirse- y embarca al espectador en una temporalidad imposible de suspender. La emoción que en Barthes solo dice “yo”, es en Didi-Huberman expresión de la conmoción colectiva cuando el llanto no es solo pena, sino un acontecimiento que traduce demandas políticas, reclamos, cólera, revuelta, revolución. Del “yo” al “nosotros”, Eisenstein plasma un pathos político como buen “Orfeo de las mitologías comunistas” que es. Y esta política patética se configura a partir de una estética de despedazamientos operativos, un montaje de planos cortos, fragmentos de resistencia y gestos de rebelión.

La revuelta del tiempo

A fin de pensar el gesto de insurrección en el que deriva la escena de la lamentación, resulta interesante mencionar las reflexiones que se producen con motivo de la muestra Sublevaciones, curada por Didi- Huberman, cuya exhibición original es de 2016 y que itineró por diversas ciudades (en Buenos Aires, por ejemplo, estuvo en 2017). El curador entiende las imágenes como acciones, morfemas que habilitan modelos de

temporalidad alternativos a la cronología y la linealidad, en consonancia con dos maestros a los que siguió incansablemente, Warburg y Benjamin. Con un objetivo similar al de Pueblos expuestos, pueblos figurantes (2014), en el que se empeñaba por encontrar una aparición del pueblo que lograra escapar a la subexposición y a la sobreexposición, Sublevaciones parece seguir el gesto warburgiano de la iconología política con la confianza en el montaje de Benjamin, quien en el Libro de los Pasajes sostiene que no hay “nada que decir; todo que mostrar”. Didi-Huberman sabe bien que las imágenes se resemantizan en su relación con otras formando constelaciones que confirman que no hay imagen sin imaginación y que su textura se consolida en entramados.

En una entrevista con Matthieu Potte-Bonneville y Pierre Zaoui en 2006, Didi-Huberman asegura que la experiencia de una imagen implica asumir la inquietud del contacto con lo real y sus cuerpos, que el encuentro con la imagen conlleva poner en perspectiva el conocimiento y que, en definitiva, implica medirse con la historia y la política. A su vez, califica la experiencia de la imagen como operante, pues es irreductible a un programa, está siempre en acción, resulta perturbadora y justamente por ello exige ser contextualizada, historizada y tamizada por la teoría. El tipo de relación que la historia establece con la imago implica, asimismo, entenderla como “una pasante”, dado que los espectadores deben seguir su movimiento aceptando que jamás la podrán poseer. Para Didi-Huberman, la imagen tiene, entonces, un estatus diferente al de un concepto, pues es más bien como un entrecruzamiento de “irracionalidad ‘sagrada’, innombrable, sublime” a la que hay que enfrentar como mínimo con impertinencia.

Sublevaciones proponía tramos distintos para recorrer figuraciones de la revuelta e intentaba (in)definir la sublevación, la que parece revocar la homologación con revolución, pero también desbordar una noción como la de insubordinación. De modo que la sublevación se comprende más como una “serie de fuerzas” que como una acción concreta. Se trata de fuerzas que son al mismo tiempo psíquicas, corporales y sociales para transformar “lo inmóvil en movimiento, el abatimiento en energía, la sumisión en rebeldía, la renuncia en alegría expansiva” (Didi-Huberman 2017c), tal como señalaba en el texto de sala. Pensar el modo en que la imagen propicia una fuerza agente recuerda la noción de inervación que la reflexión benjaminiana reconocía como proceso activador –estético y político– en el surrealismo. Como el Benjamin-trapero, Didi-Huberman confía en que el montaje y la discontinuidad pueden promover la irrupción de un revelador que desencaje el relato dominante de opresión. Es este

Didi-Huberman-montajista el que reúne más de 250 obras –pinturas, dibujos, grabados, fotografías, imágenes fílmicas y documentos de artista– para producir un entramado alrededor de una idea que se piensa como discordancia, inconformismo y poder, preocupado justamente por la migración de la sublevación entre imágenes y por lograr que su potencia no se licúe entre los tramos de la exposición, sino que se reactualice en cada una de sus instancias.

“El cielo está pesado”, dice el autor casi al comenzar su reflexión en el catálogo, aludiendo concretamente a los desastres de la guerra –los de Goya y los otros– y los infinitos sujetos diaspóricos que son su consecuencia. Con Sublevaciones, Didi-Huberman propone una torsión más al tema sobre el que viene indagando desde hace más de tres décadas en su producción teórica: que el arte puede ser “el ojo de la historia” y que Benjamin no solo tenía razón al anunciar la pobreza de experiencia en 1933, sino que se ha vuelto el significante primordial para referir el vivir contemporáneo. ¿Es esto lo que vuelve necesaria la sublevación? ¿Es la vida la que necesita la rebelión para reproducirse?

El catálogo reúne una serie de intelectuales que reflexionan sobre el “levantarse juntos”, tal como lo anuncia Didi-Huberman, convencido de que “el levantamiento es un gesto sin fin, recomenzado sin cesar, tan soberano como lo puedan ser el propio deseo o esta pulsión” (2017b, 18). La sublevación tiene la virtud -y la misión- de generar nuevas emociones y renovados espacios para el pensamiento. Judith Butler se pregunta por el sujeto de la sublevación, convencida de que no es un “asunto solitario”, pues quienes se sublevan “lo hacen juntos”. El sujeto debe pensarse a partir de que la “revuelta requiere reconocer no tan solo que se comparte el sufrimiento individual, (...) al unirse a otros comparten el rechazo a vivir más allá de lo que puede o debe soportarse” (Butler 2017, 21). Para Butler, ese sujeto plural se articula en torno a la experiencia previa de la negación, la exasperación o la degradación (2017, 22). La alianza se traba en función del rechazo compartido, de una indignación originaria; se trata de una “aventura colectiva”, como sostiene Antonio Negri (2017, 34).

La revuelta gestada en la dialéctica de lo individual y lo colectivo constituye una acción social en la que ningún individuo actúa solo, pero, a su vez, el sujeto colectivo no niega toda diferencia individual. El alzarse implica sublevación y no solo ponerse de pie o alzar la vista. Es levantarse contra algo o alguien, “liberarse de las cadenas que han soportado durante demasiado tiempo” (Butler 2017, 22). Implica, para Butler, el evitar romperse del individuo o la comunidad. Se trata de una sociedad de Cuerpos (físicos o incluso virtuales, pues Butler no concibe el activismo contemporáneo sin la función cumplida por las redes sociales).

La revolución raramente ocurre, pues en ella el estado de cosas se da vuelta y las fuerzas del ejército se unen a los sublevados, pero sí la revuelta, aunque, “por muy valeroso que haya sido, el intento de alcanzar la libertad finalmente fracasó” (Butler 2017, 26). De ahí el riesgo que implica este movimiento que activa el deseo y cambia el mundo en el pasaje del odio a la “explosión constructiva de la cupiditas y su afirmación constituyente” (Negri 2017, 37). La revolución porta un proyecto de sociedad incluso cuando ha sido espontánea mientras que la revuelta, en cambio, “es un movimiento más eruptivo, más imprevisible y que no está centrado necesariamente en el futuro”, tal como sostiene Jacques Le Goff (cit. en Badenes Salazar 2006, 97). Las imágenes y las narraciones surgidas en el contexto de estas insurrecciones constituyen el archivo del que emergen sus nuevos renacimientos. Por eso la “historia de las revueltas fallidas puede convertirse en un hito y un precedente histórico para los que se subleven de nuevo. Una revuelta valiente que fracasa produce, sin embargo, héroes, mártires” (Butler 2017, 27).

Los levantamientos se sostienen sobre un gesto que los instituye: la imagen de alguien que se yergue. En esta dirección, Didi-Huberman rastrea esta potencia en un film que no cuenta ninguna llegada al poder – en efecto, el film es un homenaje a la insurrección soviética de 1905 que terminó en una masacre por parte del ejército ruso-, sino que explora un nacimiento desde el dolor mostrando la potencia de un pueblo en sufrimiento, aun en la “celebración del impoder” (Didi-Huberman 2017a, 185). En cualquier caso, demuestra cómo el dolor padecido deviene acto que incluso convoca a tomar las armas. Así, El acorazado Potemkin pone en forma “la potencia dinámica de las emociones colectivas (2017a, 201) que expresan un tiempo revolucionario, un kairós que punza el tiempo vacío de la opresión como una “flecha que sale disparada, una avalancha que compone -no se sabe bien qué” (Negri 2017, 38). Una temporalidad de la dislocación del estado de cosas a partir de la ocupación de la calle y la barricada.

“Un muerto reclama justicia” dice el cartel con el que Eisenstein abre el tercer acto de El acorazado… sosteniendo de algún modo una premisa que Benjamin haría suya años después, la de redimir el pasado salvando a sus muertos para que el enemigo deje de vencer. El pueblo en lágrimas termina asumiendo el dolor como potencia de una nueva acción: sostener la lucha ahora a partir de la confraternidad. En No intenso agora, Moreira Salles recupera las mismas preocupaciones, pero invierte su

dirección: el film parte de la apuesta revolucionaria y el pueblo en armas para llegar a un entramado de llanto colectivo. Y lo hace como Benjamin cuando se acerca al surrealismo como “observador alemán” en “El surrealismo, la última instantánea de la inteligencia europea”, es decir, como extranjero en tiempo y espacio, seguro de que para encontrar un horizonte utópico debe ir a los años sesenta, pues el telos está en ese pasado.

Moreira Salles parte de leer la felicidad que encuentra en los rostros de desconocidos en la Primavera de Praga, en el de su madre durante la Revolución Cultural china o en los adoquines que ocultaban la playa durante el mayo francés. Para ello, recoge los fragmentos de las revoluciones de primavera para construir una narrativa del fracaso que comienza con el verano, en el que el pueblo pasa de ser protagonista a figurante. ¿Cuál es el “ahora intenso”? Tal vez no sea solo el de las escenas de felicidad que se reducen cuanto más se aleja la revolución, sino el de la contemporánea Latinoamérica sangrando por restauraciones represivas.

Siendo un niño exiliado en París (hijo de un diplomático), la rebeldía de los estudiantes y obreros del 68 le tocó físicamente cerca, pero también el triunfo de De Gaulle poco después. El film de Moreira Salles no problematiza tanto el acontecimiento político como el modo en que se puede mirar desde el presente. Especialistas como Kristin Ross sostienen que el mayo del 68 “fue el mayor movimiento de masas en la historia francesa, la mayor huelga en la historia del movimiento obrero francés y la única insurrección ‘general’ que el mundo desarrollado ha conocido desde la segunda guerra mundial” (Ross 2008, 26), pero el director de No intenso agora lo despoja de algunos de sus ribetes políticos para pensarlo como matriz cultural sobre la que se asienta el ideal revolucionario de la segunda mitad del siglo XX.

El viaje a los horizontes utópicos conforma una interrogación sobre el presente y su vacío. A diferencia de El acorazado…, el fracaso de la revuelta no se narra desde el triunfo posterior de la revolución, como en el caso soviético (finalmente, en 1925, la revolución del 17 le daba nuevo sentido a la catástrofe de 1905), sino, por el contrario, desde un tiempo- espacio donde el proyecto insurreccional parece estar ausente del campo de las posibilidades.

Entre la locuacidad de Daniel Cohn-Bendit que conquista las cámaras del mundo y la juventud de su madre cautivando a su cineasta amateur, Moreira Salles recompone la fuerza de la revolución en una colección que entrama Francia, China y Checoslovaquia, Mao, Dubcek, Sartre, la huelga general y la resistencia. Como los pueblos para Didi-

Huberman, las emociones revolucionarias están “expuestas a desaparecer”, pues poco después la legendaria voz de De Gaulle recibe un enorme apoyo de la burguesía y las clases medias, y hasta de los estudiantes conservadores que temen a la anarquía en las universidades, se produce la ocupación en la entonces Checoslovaquia y se recrudece la represión en los países latinoamericanos.

Pero antes, el film repara sobre lo que se piensa aquí como motivo icono-cinematográfico fundamental de la revuelta: la figura de un joven tirando piedras como se ve en un histórico afiche de mayo del 68 que anuncia que la belleza está en las calles (figura 1) (“La beauté est dans la rue”). En ese gesto -y no solo en Francia- se condensa la potencia del levantamiento y su forma corporal que vuelve visibles las fuerzas en plena sublevación. El cuerpo elevado en el momento de arrojar una piedra a las fuerzas represivas encarna el gesto de disrupción. Y porque “mirar es un gesto cuando las imágenes nos tocan” (Didi-Huberman 2017a, 253), es posible replicar el método para hallar ese movimiento de cuerpo y pensamiento también en otras imágenes.

Forma3

Figura 1. No intenso agora (Moreira Salles, 2017). El motivo icono-cinematográfico del joven arrojando piedras.

En su trabajo sobre Eisenstein, Didi-Huberman analiza especialmente el montaje y todas las decisiones relativas a encuadre (iluminación, puesta en escena) que permiten acceder “al contenido

antropológico de esa emoción mostrada al mismo tiempo, dialécticamente, en su dimensión singular y su dimensión colectiva” (2017a, 242). En este sentido, compara la construcción de politicidad en El acorazado… con lo que su contemporáneo, Warburg, denominaba Pathosformeln, es decir, fórmulas patéticas que se ponen en acción, se reactualizan para iluminar las imágenes de la historia. Revisando parte del cine político latinoamericano de los años sesenta, resulta sugerente extender esta búsqueda hacia el motivo del joven tirando piedras, a fin de ver si su aparición o su ausencia se pronuncian sobre el pasado reciente.

Un motivo icono-cinematográfico de la revuelta

El mayo francés expandió el recurso a la pedrada como gesto insurreccional. Al calor de la revuelta obrera y estudiantil, la piedra arrancada de las calles volvía al espacio público convertida en instrumento de combate contra las fuerzas represivas. Iluminadas por la explosión del 68, las derivas latinoamericanas de la revuelta recuperan el imaginario francés (afectado también por procesos histórico-políticos latinoamericanos como la Revolución Cubana y la figura del Che Guevara) concentrado en ese gesto. Esta apropiación, sin embargo, se complejiza por su confluencia con otros imaginarios epocales, de mayor radicalidad política, como aquellos que giran en torno a los posicionamientos tercermundistas y los movimientos descolonizadores. Si el gesto de la pedrada resume la voluntad insurreccional, su visibilidad por parte de los dispositivos audiovisuales resulta clave para el establecimiento de su eficacia. En esa búsqueda, el cine militante latinoamericano introdujo ese gesto en sus documentales y colaboró con la producción de su valor histórico y político.

Si bien la asunción de las revueltas del 68 como fenómenos puramente juveniles resulta una reducción que pierde de vista sus confluencias y polémicas con una serie de factores que afectaron esas irrupciones (las gestas descolonizadoras africanas y asiáticas, las luchas obrero-sindicales, los combates por los derechos civiles en los Estados Unidos, los reclamos de los grupos inmigratorios dentro de los países centrales, entre otros), es innegable que el dinamismo del sector estudiantil revolucionó la forma de pensar y actuar la política y funcionó como estímulo para la aparición de nuevos modos de narrar la insurgencia. En América Latina, la emergencia del movimiento estudiantil como componente clave de las batallas políticas en la segunda mitad de los años sesenta coincidió con la aparición de la generación de cineastas militantes.

Así, la juventud se inscribe como un nexo fundamental en la configuración del enlace cine-política en la clausura de la década de 1960.

En Uruguay, el movimiento estudiantil constituye la base de una serie de cortometrajes militantes filmados por Mario Handler en el marco del Instituto Cinematográfico de la Universidad de la República (ICUR). En ellos se pone de manifiesto no solo una concepción colectiva de la producción audiovisual, sino también la predominancia atribuida a la juventud en los procesos políticos del período. Si bien, como señala Mariano Mestman (2017), definir estos procesos a partir del eje exclusivo de la pertenencia generacional de sus integrantes implica un recorte forzado, en el caso uruguayo esto puede vincularse con la propia realización audiovisual dentro de un instituto conformado en el seno de la universidad y que comienza su accionar en función de luchas derivadas de la política educativa universitaria. En ese contexto, en 1967 se estrenó El entierro de la universidad en el que Handler registra las manifestaciones organizadas en octubre de 1965 para reclamar el dinero adeudado a la universidad.

En 1968 irrumpe en el cine de Handler el motivo icono- cinematográfico antes mencionado: los jóvenes arrojando piedras a las fuerzas represivas. Me gustan los estudiantes (1968) rinde su tributo desde la elección del título y la canción homónima de Violeta Parra interpretada por Daniel Viglietti que musicaliza la primera parte del documental (en la misma dirección, la segunda presenta una canción de Viglietti titulada Vamos estudiantes). En el cortometraje, se organiza un contrapunto entre las imágenes registradas en la reunión de Jefes de Estado latinoamericanos llevada a cabo en Punta del Este en abril de 1967, con la presencia del presidente norteamericano Lyndon Johnson, y las imágenes capturadas durante una revuelta estudiantil en Montevideo. El conflicto construido desde el montaje conduce al estallido final de la rebelión juvenil condensada en el gesto de la piedra arrojada a los miembros de las fuerzas represivas (figura 2). En esta alternancia, a las imágenes ceremoniales de la reunión diplomática le sucede la preparación de la barricada estudiantil, la ocupación del espacio público y la emergencia de una épica que conduce al retroceso de los policías ante el avance de los manifestantes. Si bien el documental concluye con la imagen de un joven arrojando una piedra; el gesto individual se desplaza permanentemente a una definición colectiva. La revuelta condensada en la pedrada emerge como intensidad de los cuerpos, como contagio de la insurgencia común. También en este caso, como señala Didi-Huberman en su análisis de El acorazado Potemkin, el encuadre promueve el efecto de un “nosotros”. Así se pone en crisis la

división masa-individuo y se establece una relación de reversibilidad complementaria entre ambas nociones.

figura2

Figura 2. Me gustan los estudiantes (Handler, 1968).

En el mismo contexto represivo Handler realiza, junto con Mario Jacob, Liber Arce, liberarse (1970). Los primeros minutos del cortometraje formalizan un estudio de los cuerpos represivos y sus actos. La presentación de los estudiantes se produce con una acción clara: recogen piedras de las calles para arrojar a los policías que quedan reducidos al fuera de campo. El documental registra el funeral de Líber Arce, un estudiante militante de la Unión de la Juventud Comunista asesinado por la policía durante la presidencia de Jorge Alejandro Pacheco Areco. La cámara participa de la multitud que acompaña el féretro desde la Universidad de la República hasta el cementerio del Buceo. Handler propone un montaje conflictivo al sumar, a las imágenes del funeral público, archivos fotográficos de las consecuencias de las acciones represivas a lo largo de América Latina.

En estos tres cortometrajes se pone de manifiesto una constante: la emergencia del espacio público como el territorio en el que se disputan las políticas por venir. Estas batallas se componen en todos los casos a través de estructuras binarias. Las calles están ocupadas por dos regímenes corporales y dos fuerzas enfrentadas: las represivas por un lado; los

insurgentes, mayoritariamente jóvenes, por otro. En esa organización dual del espacio social, las imágenes declaran su compromiso con la causa insurreccional. Este binarismo se acentúa por la propia estructura del cine militante: el tono denuncialista ante la avanzada de las políticas imperialistas y sus derivadas acciones represivas, y el tono proselitista en relación con el activismo y la revuelta. Esta organización dual se concentra también en dos series de imágenes: los cuerpos lacerados de las víctimas de la represión, capturados en primeros planos de los rostros heridos, de las muecas de dolor, en planos detalle de los jóvenes abatidos y los ojos cerrados; los cuerpos insurgentes en ese gesto que constituye el centro de este análisis: los jóvenes arrojando piedras en una combinación de sufrimiento y potencia de rebelión. Si Didi-Huberman se pregunta cómo se transforma un dolor en deseo, un impoder en posibilidad, una pasión en acción, en este caso la propia travesía entre estas dos series de imágenes esboza un intento de respuesta. A su vez, también aquí podría recuperarse la discusión acerca del carácter patético de los planos del funeral de El acorazado Potemkin, la desconfianza barthesiana ante los pueblos en lágrimas. En el desglose de los cuerpos mutilados, sin embargo, no se encuentra tanto una apelación al decorativismo, sino a la urgencia de la acción política, movilizada por ese llamado a la emoción.

En la dualidad de estas dos imágenes, Carlos Álvarez privilegia en Asalto (1968), la visibilidad del cuerpo insurgente y la potencia de la piedra arrojada. En este corto, producido por el colectivo Cine Popular Colombiano, el cineasta se centra en las protestas estudiantiles ocurridas en la Universidad Nacional de Colombia en Bogotá, motivadas por un aumento en el costo del transporte público en 1967. El documental funciona como una reescritura del modo en el que los periódicos cubrieron estos acontecimientos. Si el gobierno y sus medios criminalizaron a los estudiantes, en Asalto se los configura como sujetos políticos que emprenden una tarea revolucionaria. A través de un montaje irónico, se desmontan las afirmaciones del periodismo oficialista al contrastarlas con las imágenes de la represión. Juan Camilo Lee Penagos y Andrés Villegas (2019) sostienen que al trabajar sobre material del archivo periodístico, Asalto desdobla su campo de intervención, dado que no solo se ocupa de visibilizar la criminalidad de la represión, sino también de evidenciar la construcción de las noticias por parte de la prensa oficialista.

El cortometraje, organizado en torno a la figura del sacerdote católico y guerrillero del ELN Camilo Torres, deriva en una pregunta acerca del futuro del movimiento estudiantil colombiano: ¿seguirá los pasos de otros países? Por eso, elabora un cuadro en el que las reacciones

estudiantiles en México, Argentina, Alemania, Francia, Brasil y Japón coinciden en la emergencia de un clima insurreccional en el que los jóvenes ocupan los espacios públicos y desafían el orden político. En el documental de Álvarez el recorrido internacionalista comienza en París (figura 3), con las célebres imágenes de las barricadas y los estudiantes arrojando piedras, y concluye con imágenes de Argentina y los jóvenes reproduciendo ese mismo gesto (figura 4). En esa travesía, se asume la necesidad de la confrontación directa con las fuerzas represivas y se elige la pedrada como gesto fundante del levantamiento. En ese espacio-tiempo articulado por el montaje, el motivo icono-cinematográfico de los estudiantes arrojando piedras adquiere la potencia del gesto común, se contagia en los cuerpos juveniles componiendo la imagen más poderosa de la revuelta. En el trayecto de la pasión a la acción, “a la pasión emotiva, que es pánico, debacle experimentada, responde dialécticamente la acción de una puesta en desorden del orden objetivo mediante los gestos de insurrección del sujeto conmovido” (Didi-Huberman, 2017, p.23).

figura3

Figura 3. Asalto (Álvarez, 1968). Las imágenes de las barricadas y pedradas en París.

figura4

Figura 4. Asalto (Álvarez, 1968). Las imágenes de las revueltas estudiantiles en Argentina.

Las expectativas insurreccionales despertadas en América Latina en la clausura de los años sesenta constituyen el marco en el que el cine militante y este motivo icono-cinematográfico adquieren sentido. Esas expectativas funcionan como la imagen del futuro que puede acompañar el accionar de la revuelta. Julia Kristeva (1999) propone, al abogar por una revuelta infinita nunca concluida ni convertida en dogmatismo, pensar el mayo francés del 68 a partir de la temporalidad y privilegiar allí el valor del porvenir. La revuelta, de este modo, no se inscribe solo como una ruptura radical con el pasado, ni como una acción iluminadora del presente, sino como un gesto constructor de futuros. En esta dirección, uno de los aspectos más notables de la unión cine-insurgencia es que a diferencia de lo que había ocurrido en las gestas revolucionarias rusa y cubana, en este caso el cine no celebra el triunfo de la revolución sino que apela a convertirse en uno de sus impulsores. Su novedad, como sostiene David Oubiña, es que “no viene a acompañar (a posteriori) un proceso revolucionario sino que, justamente, pretende construir las condiciones necesarias para su surgimiento” (2017, 76).

Este desplazamiento adquiere en algunos documentales argentinos un giro relevante: el desvío que conduce de lo estudiantil a lo popular como promotor de la acción política. En esta travesía, los estudiantes forman parte de un movimiento que no monopolizan, aunque puedan conformar uno de sus componentes más dinámicos. Esa concepción de lo popular es clave en la organización de La hora de los hornos (Grupo Cine Liberación, 1968). Allí no se trata tanto de la gesta estudiantil como de la batalla anticolonialista emprendida por los pueblos latinoamericanos. En el documental, concebido como un acto de intervención política, las batallas políticas latinoamericanas se involucran en las luchas descolonizadoras de África y Asia. La apelación a líderes e intelectuales de estas regiones (desde el ineludible Frantz Fanon a Mehdi Ben Barka) se complementa con imágenes de sus respectivas revueltas. En éstas, dominadas por los cuerpos lacerados por la represión, irrumpen, de manera repentina, jóvenes arrojando piedras. Estas imágenes aparecen en el prólogo de la segunda parte, en el marco de una potente apelación a la identidad tricontinental. Luego de la incitación al internacionalismo de la insurgencia, se inscriben las imágenes fotográficas de represiones y revueltas, de cuerpos torturados y golpeados y cuerpos exaltados en el acto de arrojar piedras. En el relato organizado a través del montaje de imágenes fijas, extraídas del flujo informativo de los medios masivos, las pedradas constituyen uno de los gestos que vinculan a los tres continentes. En la diseminación cultural, social, temporal y político-económica de los episodios históricos en los que las pedradas tuvieron lugar emerge una identidad común: el levantamiento como reacción, la conversión del sufrimiento en movimiento y del dolor en deseo (figura 5).

figura5

Figura 5. La hora de los hornos (Grupo Cine Liberación, 1968). La pedrada como gesto insurgente tricontinental.

Este gesto reaparece con fuerza en el cine militante argentino posterior al Cordobazo. El cine de intervención política que recuperó ese episodio posicionó a este motivo icono-cinematográfico como gesto condensador del sentido de la revuelta obrero-estudiantil. Dos documentales permiten reflexionar acerca de esta apropiación: Argentina, mayo de 1969: los caminos de la liberación (Grupo Realizadores de mayo, 1969) y Ya es tiempo de violencia (Enrique Juárez, 1969). El primero, concebido como film colectivo del que participaron como realizadores Nemesio Juárez, Mauricio Berú, Rodolfo Kuhn, Octavio Getino, Jorge Martín, Humberto Ríos, Rubén Salguero, Jorge Cedrón, Fernando Solanas, Eliseo Subiela y Pablo Szir, introduce reiteradamente el valor político de este gesto. Las célebres imágenes de los manifestantes arrojando piedras a la policía montada en retroceso se repiten en los cortos como el gesto que resume la potencia de la revuelta. En el avance popular y el simultáneo retroceso de las fuerzas represivas se establece la relevancia de este motivo icono-cinematográfico: es el llamado a la acción, el establecimiento de un relato teleológico en el que la piedra arrojada anticipa las batallas por venir (figuras 6 y 7). El plano final de la película muestra a un joven arrojando una piedra. La imagen frontal del dinamismo juvenil en el gesto potente de la pedrada condensa la certeza de la revuelta como reacción inevitable ante las múltiples violencias del orden político.

figura6

Figura 6. Argentina, mayo de 1969: los caminos de la liberación (Grupo Realizadores de mayo, 1969). El gesto de la pedrada en la insurgencia del Cordobazo.

fijura7

Figura 7. Argentina, mayo de 1969: los caminos de la liberación (Grupo Realizadores de mayo, 1969). La policía montada retrocede ante el avance de la revuelta obrero- estudiantil.

Si la piedra es lo que los manifestantes tienen a mano, entonces la pedrada es también el síntoma de la diferencia radical de fuerzas que se establece entre los insurgentes –quienes no poseen armas- y la represión estatal –sostenida sobre el terror que genera la policía montada. Esta distancia está en la base de Ya es tiempo de violencia (1969) de Enrique Juárez. Esta exploración del Cordobazo como acontecimiento central de la historia argentina se organiza en torno a un testimonio en voice over que Juárez compuso a través de la yuxtaposición de tres entrevistas a participantes de las revueltas aparecidas en medios masivos. Si la voz del militante, un obrero peronista, ancla el sentido de las imágenes, esto se debe a la voluntad de impugnar la forma en la que los medios asignaron inteligibilidad a los episodios (Mestman, 2014). Juárez articula un análisis del llamado a la violencia surgido en esos años en diferentes países latinoamericanos a través de imágenes rescatadas de los archivos de los medios. Así, se evidencian dos fenómenos: la ocupación de la pantalla por parte de los anónimos, posicionados como aquellos que comienzan a hacer la historia; y la migración de las imágenes y los sonidos que se recuperan en diferentes películas formando parte de un proceso permanente de resignificación. En este sentido, tanto Argentina, mayo de 1969 como Ya

es tiempo de violencia concluyen con una misma imagen: la fotografía de un joven que arroja una piedra. El gesto funciona más como apertura hacia el futuro que como clausura de los acontecimientos convocados. Ese sujeto de la revuelta que se yergue en el momento de arrojar la piedra es individual y colectivo al mismo tiempo, es un cuerpo que comprime la fuerza de un conjunto en un gesto que desafía un orden político y conduce la energía del pathos a la acción política.

Derivas de la revuelta

La recuperación de este motivo en No intenso agora se inscribe en una revisión del pasado teñida de matices: desde la ilusión revolucionaria al acallamiento de voces, desde las piedras a la policía a los suicidios de quienes no pueden seguir viviendo sin esperanza de cambio social. Por eso, cuando Moreira Salles revisa este gesto de la insurgencia, lo introduce en una temporalidad que desvía el sentido que se había cristalizado en los años 60. Si en aquellos años el gesto de la pedrada antecedía el retroceso de las fuerzas represivas, Moreira Salles extiende el plano para percibir el momento posterior al lanzamiento de las piedras, el repliegue de los cuerpos (figura 8). Se visibiliza un gesto ampliado que pliega, a las barricadas y los levantamientos, un esbozo de las futuras represiones y/o derrotas, que son también las travesías que recorrerá el propio cine de intervención política en diálogo directo con la serie histórica. Moreira Salles repite el movimiento, lo ralentiza y lo desglosa porque encuentra allí una clave para entender el destino de los movimientos insurreccionales. Si en las películas de la época, los policías retroceden ante el avance de los jóvenes, en este caso son los propios jóvenes quienes inician un movimiento de retirada a posteriori del gesto disruptivo.

fijura8

Figura 8. No intenso agora (Moreira Salles, 2017). Después de la pedrada, el cuerpo se repliega.

Moreira Salles mira la utopía de los sesenta con melancolía, aunque ve su film como agenciamiento posible en un contexto en el que parece que esa energía revolucionaria no se puede recuperar. La sociedad contemporánea y sus temblores parecen arrojar a la parálisis que encuentra alguna forma de placer en la pérdida, como los melancólicos de izquierda que Benjamin critica a principios de los años treinta, quienes describen las ruinas como parte de un proceso inexorable y no el pasado como un motivador de la acción.

En Affective Mapping. Melancholia and the Politics of Modernism, Jonathan Flatley (2008) se propone pensar el potencial político de la melancolía, considerada usualmente como un afecto negativo y obturador de la acción y el pensamiento. Flatley sugiere considerar a la melancolía en relación con su carácter más activo; en este sentido, “melancolizar” no implica necesariamente caer en un estado de parálisis depresiva, sino que puede apuntar concretamente al “hacer”. En esta dirección, es posible trazar un paralelo con el argumento de Didi-Huberman: del mismo modo que un afecto históricamente considerado desagenciador como la melancolía, la lamentación colectiva puede devenir movimiento político revolucionario. Este y otros acercamientos a la melancolía exigen la referencia a Duelo y melancolía de Freud, como vía para pensar la

experiencia de la modernidad en tanto constitutivamente discontinua y ligada a la pérdida. Siguiendo esta dirección, Flatley encuentra en Benjamin un giro hacia el aspecto histórico de la melancolía que, consumando la relación entre pasado y sufrimiento, propone concebirla como un tipo de conocimiento que desafía el progreso y exige establecer una relación de deuda y redención con los muertos. Desde esta perspectiva, melancolizar la política es, entonces, la tarea por venir, y al pasado se lo mira para actuar y no para paralizarse.

Precisamente asumiendo una mirada melancólica, la intensidad afectiva del film de Moreira Salles llega a la muerte, pero para volver a la felicidad que, aunque definitivamente en el pasado, lo obliga a filmar y repasar el espacio utópico de la revolución. Por eso, No intenso agora va de la muerte de Jan Palach, el joven checo que se inmola por la ocupación, a la de Edson Luís, asesinado por el gobierno militar de Brasil en una Latinoamérica lista para el Plan Cóndor, pasando por Gilles Tautin, militante maoísta que se ahoga escapando de la gendarmería francesa, para volver a la felicidad de su madre en la aventura china cuando “parece contenta de estar viva”. Este es, definitivamente, el ahora intenso.

Así, en la revuelta se materializa el pasaje del pathos a la acción política explorado por Didi-Huberman. Las imágenes de las insurrecciones del 68 se inscriben, de este modo, no sólo como condensaciones de su devenir acción, sino de su propia potencia como agente de la sublevación. El gesto de los jóvenes arrojando piedras constituye un motivo icono- cinematográfico privilegiado: en esos cuerpos que se yerguen ante las fuerzas represivas, en su transformación del espacio urbano en un territorio arrancado de la lógica del poder institucional, se encarnan tanto los movimientos insurreccionales como las concepciones de un cine de intervención política que lo piensa como agente histórico de la revuelta. En los intersticios abiertos por la melancolía de Moreira Salles, en No intenso agora se introducen los destellos de las insurrecciones pasadas, pero también se interroga la posibilidad de su irrupción en el presente.

Como sostiene Andrés Tello en el artículo “’Otro fin de mundo es posible’. Revuelta y anarchivismo”, más allá de la intención de destitución o de transformación, “la revuelta provoca una apertura insospechada, una desgarradura en el horizonte de aquello que era concebido como posible” (Tello 2019, 77-78). Para confrontar la desazón de Moreira Salles frente a la falta de utopías actuales, desde octubre de 2019 Chile dio espacio a una revuelta que, aún bajo el estado de excepción del presidente Sebastián Piñera, propició la aparición de otra temporalidad y otro régimen de visibilidad. Solo en las primeras tres semanas del estallido, Chile reportó

cerca de 200 personas con huellas traumáticas en sus ojos por balines de goma disparados por carabineros y militares. Aun cuando podía creerse que el neoliberalismo no necesitaba ya los tanques en las calles ni los militares armados en cada esquina, porque alcanzaba con la introyección del miedo y la aceptación de la pasividad, el ingente número de apresados, ultrajados y torturados confirma la sospecha: se instala un régimen en el que no hay balas perdidas ni tiros al azar, sino literalización de la ceguera y sistematización del silencio. Para que el pueblo no pueda ver ni orientar a los otros, no alcanza con las detenciones ni las desapariciones forzadas, también hay que producir ceguera y apagar el pathos de lucha a pura represión.

Bibliografía

Recibido el 06 de septiembre de 2020; aceptado el 10 de octubre de 2021.