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NATALIA TACCETTA Y MARIANO VELIZ
Páginas de Filosofía, Año XXII, Nº 25 (enero-diciembre 2021), 100-125
desplazarse luego hacia otros motivos iconográficos –los puños cerrados,
los ceños fruncidos, las manos que se alzan uniéndose en un gesto
común- que proponen la toma de posición de un grupo, que sale del dolor
individual para entregarse a un “nosotros” enardecido, imposible de
pensarse por fuera de esa comunidad.
En su indagación, el autor discute extemporáneamente con el
Roland Barthes de “El tercer sentido”, texto de 1970 aparecido
originalmente en el número 222 de la revista Cahiers du cinéma. Al
tiempo que sostiene que se trata de un trabajo bisagra en el pensamiento
diferencias. Sara Ahmed, por ejemplo, autora central para ese entramado teórico, utiliza
emoción y afecto por igual, mientras que autores como Deborah Gould y Brian
Massumi se ocupan de atender minuciosamente a aquello que los distancia. Asimismo,
si bien la idea de pasión es menos utilizada por su posible remisión a la pasividad, en
este artículo, sin entrar en los debates n trono a estas distinciones, le damos lugar
fundamental a su precursor etimológico “pathos” por ser el término que aborda Georges
Didi-Huberman, uno de los autores que más seguimos en este trabajo.
barthesiano -entre el estructuralismo y la fascinación con Bertolt Brecht y
en dirección a La cámara lúcida- Didi-Huberman recoge la mordaz
crítica que Barthes hace de El acorazado Potemkin a partir de la
oposición entre la evidencia como “significado estereotipado” frente a la
“asunción de la evidencia como ‘significado’ sutil, inclusive subjetivo, no
racional, cuya consecuencia se materializará diez años más tarde, en el
famoso punctum” (2019a, 81). Allí, Barthes acusa al binomio de motivos
pueblo/llanto de Eisenstein de “sentido obvio en estado puro”, es decir,
decorativismo, y propone un tercer sentido que problematiza el plano de
la significación.
Frente al sentido obvio, Barthes reconoce lo que llama el “sentido
obtuso”, esto es, un sentido “al que se me da ‘por añadido’, como un
suplemento que mi intelección no consigue absorber por completo,
testarudo y huidizo a la vez, liso y resbaladizo” (Barthes 1986, 51). Para
Barthes, Eisenstein no es polisémico: “elige el sentido, lo impone, lo
abruma (por mucho que el sentido obtuso desborde la significación, no
por ello resulta esta negada, emborronada)” y agrega “el sentido
eisensteniano fulmina toda ambigüedad” (1986, 54). El sentido obvio es
en El acorazado… la revolución y el director no provoca desvíos, sino
énfasis, subrayados en los ojos caídos, los cuerpos genuflexos, las
distintas expresiones de dolor, que Barthes califica de fetiches.