Páginas de Filosofía, Año XXII, Nº 25 (enero-diciembre 2021), 100-125
Departamento de Filosofía, Universidad Nacional del Comahue
ISSN: 0327-5108; e-ISSN: 1853-7960
http://revele.uncoma.edu.ar/htdoc/revele/index.php/filosofia/index
ARTICULOS/ARTICLES
PATHOS E HISTORIA: IMÁGENES DEL PUEBLO.
MOTIVOS ÍCONO-CINEMATOGRÁFICOS DE LA REVUELTA
PATHOS AND HISTORY: IMAGES OF THE PEOPLE.
ICON-CINEMATOGRAPHIC MOTIVES OF THE REVOLT.
Natalia Taccetta
Facultad de Ciencias Sociales
Universidad de Buenos Aires
CONICET ntaccetta@gmail.com
https://orcid.org/0000-0003-2063-1419
Mariano Veliz
Facultad de Filosofía y Letras
Universidad de Buenos Aires
marianoveliz@gmail.com
https://orcid.org/0000-0002-3938-3622
Resumen:
A partir de algunas consideraciones propuestas por Georges
DidiHuberman, el artículo se dedica a explorar las vinculaciones que
conducen del pathos a la acción política. A través de las concepciones
de la imagen como pasaje de la pasión a la acción (Walter Benjamin y
Aby Warburg) y de la imagen en su relación con el gesto y la revuelta
(Toni Negri, Judith Butler), se formula un abordaje de No intenso
agora (João Moreira Salles, 2017). Teniendo en cuenta las
indagaciones de El acorazado Potemkin (Sergei Eisenstein, 1925)
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emprendidas por DidiHuberman, nos proponemos estudiar allí un
motivo iconocinematográfico: la imagen de jóvenes arrojando piedras
contra las fuerzas represivas. Si Moreira Salles construye desde allí su
interpretación del fenómeno histórico de las insurrecciones del 68 en
Brasil, París y China, ponemos esa imagen en relación con sus
apariciones en el cine militante latinoamericano de los años sesenta
para analizar sus derivas. Finalmente, se plantea una aproximación a la
actualidad a partir de la concepción benjaminiana de la melancolía.
Palabras clave: Pathos; Didi-Huberman; Revuelta; Cine
latinoamericano; Cine político.
Abstract:
Based on some considerations proposed by Georges Didi-Huberman,
the article explores the lines that lead from pathos to political action.
Through conceptions of the image as a passage from passion to action
(Walter Benjamin and Aby Warburg) and the image related to gesture
and revolt (Toni Negri, Judith Butler), these pages pose an approach of
No intenso agora (João Moreira Salles, 2017). Taking into account the
inquiries of Battleship Potemkin (Sergei Eisenstein, 1925) undertaken
by Didi-Huberman, we propose to study there an icon-
cinematographic motive: the image of young people throwing stones
at repressive forces. If Moreira Salles builds from there his
interpretation of the historical phenomenon of the insurrections of '68
in Brazil, Paris and China, we propose to put that image in relation to
his appearances in the Latin American militant cinema of the sixties to
analyze its drifts. Finally, the article proposes an approach to the
present based on the Benjaminian conception of melancholy.
Key Words: Pathos; Didi-Huberman; Riot; Latin American cinema;
Political cinema.
La dialéctica de la pasión a la acción
En Pueblos en lágrimas, pueblos en armas. El ojo de la historia, 6
(2017a), Georges Didi-Huberman continúa con la saga de libros que
constituye una suerte de teoría de la imagen para explorar ahora el
vínculo entre imagen, pathos y potencia de rebelión en el recorrido que
va de la pasión a la acción. Centra su trabajo en algunos cuadros
paradigmáticos como las imágenes de los funerales de Vakulinchuk en
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El acorazado Potemkin (Bronenosets Potemkin), el film de Sergei
Eisenstein de 1925- a fin de pensar el desplazamiento desde las lágrimas
hasta la insurrección para preguntarse por la necesariedad y la
espontaneidad de ese pasaje.
En este artículo, se intenta extender su estrategia a casos más
contemporáneos a través del rastreo de un motivo icono-cinematográfico
paradigmático, pero visto desde el contexto latinoamericano actual: la
figura del joven tirando piedras a la policía o al ejército. Para ello,
seguimos tres intuiciones: en primer lugar, partimos del film No intenso
agora de João Moreira Salles, estrenado en 2017, que mira la rebeldía de
los años sesenta desde la perspectiva de la impotencia nostálgica a la que
pueden arrojar algunos derroteros políticos latinoamericanos de los
últimos años; en segundo lugar, recogemos el motivo
iconocinematográfico del joven arrojando piedras a fin de pensarlo como
un Pathosformel en los términos de Aby Warburg y reflexionar sobre
pathos e imagen en clave didi-hubermaniana; finalmente, exploramos
brevemente el modo en que la melancolía del film de Moreira Salles, que
ve el espíritu de rebelión en el pasado, puede pensarse en relación con el
modo en que la conceptualizaba en los años treinta Walter Benjamin, con
el objetivo de problematizarla.
A partir de múltiples referencias fundamentalmente, Friedrich
Nietzsche, Sigmund Freud y Spinoza vía Gilles Deleuze-, Didi-
Huberman se propone pensar el dolor como capacidad afectiva y potencia
para la acción a partir de inscribirlo en la temporalidad de la emoción
como movimiento fuera de (ex movere), es decir, la capacidad de
“transformar nuestro sufrimiento y, a través del mismo, volver a poner
una y otra vez en movimiento, en estado de deseo, nuestro mundo” (Didi-
Huberman 2017a, 17). Confiando en que los afectos trabajan con el
cuerpo, Didi-Huberman ve el dolor como la fuente de gestos que se
comprometen con el cambio. Ex-movere es, en latín, la puesta en
movimiento y el desplazamiento; la emoción constituye, entonces, un
pasaje, el paso de un padecer a un hacer que modifica el estado de cosas.
Este estremecimiento es para DidiHuberman del orden del
acontecimiento, pues, como para Deleuze, es difícil de capturar en
soledad, sino que se requiere de la intensidad de otros, en tanto el pathos
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exige la construcción de un ethos, la activación de una economía afectiva
que localice espacios de lo común
1
.
Al igual que la voluntad de poder en Nietzsche, se manifiesta
como el poder (de ser afectado) no como pasividad, sino como
afectividad; es decir, sensibilidad, sensación: “Toda sensibilidad no es
sino un devenir de fuerzas [...]: el pathos es el hecho más elemental del
que resulta un devenir” (cit. en Didi-Huberman 2017a, 19), tal como
sostiene Gilles Deleuze en Nietzsche y la filosofía. Didi-Huberman
suscribe, entonces, a la idea de concebir los afectos como formas de
aprehender el pasado y comprender el mundo mediante su consideración
dialéctica. Esta premisa encuentra su correlato en el recorrido que va de
la pasión emotiva a la acción como respuesta, la pasión como el
movimiento del devenirsufrimiento al devenir-potencia en tanto lógica
del deseo. Pero también el pathos es el impasse, el hiato que une lenguaje
y acción porque la pasión muchas veces deja sin palabras, aunque no
necesariamente sin voz. Así, la pasión es la aporía a la que hay que
intentar bordear, como hace la imagen cuando escapa a una ontología,
pero insiste en aparecer. La imagen es para Didi-Huberman, como para
Aby Warburg y Walter Benjamin, el espacio donde se sostiene la apuesta
por el pasaje del yo al nosotros, de la emoción a la acción, del pathos al
eidos. Esta dialéctica se fundamenta en una secuencia inexorable: antes
de ser pueblos en armas, los pueblos aparecen ahogados en sus lágrimas.
Para explorar esta linealidad, Didi-Huberman analiza minuciosamente lo
que denomina “la escena de la lamentación” de El acorazado Potemkin
en la que encuentra una serie de gestos de pena individuales los cuerpos
arrodillados, los lamentos, los sollozos, los pañuelos, las lágrimas- para
1
Como es evidente, en este artículo partimos de la consideración del afecto como
elemento clave para pensar lo político y, de modo específico, la dimensión política de la
imagen. Si bien es cierto, como señala Cecilia Macón (2013), que la filosofía ha estado
siempre atenta a la cuestión de las pasiones y su relación con la política, también es
cierto que en los últimos años se ha desplegado el denominado “giro afectivo”, una
matriz que pretende volver sobre algunas insuficiencias de la filosofía y las ciencias
sociales y repensar la idea de afecto como una acción y como la capacidad de afectar y
ser afectado. Algunos de los planteos iniciales del giro afectivo tendieron a homologar
emociones y pasiones, mientras que diversos autores se ocuparon poco después de
trabajar sobre sus
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desplazarse luego hacia otros motivos iconográficos los puños cerrados,
los ceños fruncidos, las manos que se alzan uniéndose en un gesto
común- que proponen la toma de posición de un grupo, que sale del dolor
individual para entregarse a un “nosotros” enardecido, imposible de
pensarse por fuera de esa comunidad.
En su indagación, el autor discute extemporáneamente con el
Roland Barthes de “El tercer sentido”, texto de 1970 aparecido
originalmente en el número 222 de la revista Cahiers du cinéma. Al
tiempo que sostiene que se trata de un trabajo bisagra en el pensamiento
diferencias. Sara Ahmed, por ejemplo, autora central para ese entramado teórico, utiliza
emoción y afecto por igual, mientras que autores como Deborah Gould y Brian
Massumi se ocupan de atender minuciosamente a aquello que los distancia. Asimismo,
si bien la idea de pasión es menos utilizada por su posible remisión a la pasividad, en
este artículo, sin entrar en los debates n trono a estas distinciones, le damos lugar
fundamental a su precursor etimológico “pathos” por ser el término que aborda Georges
Didi-Huberman, uno de los autores que más seguimos en este trabajo.
barthesiano -entre el estructuralismo y la fascinación con Bertolt Brecht y
en dirección a La cámara lúcida- Didi-Huberman recoge la mordaz
crítica que Barthes hace de El acorazado Potemkin a partir de la
oposición entre la evidencia como “significado estereotipado” frente a la
“asunción de la evidencia como ‘significado’ sutil, inclusive subjetivo, no
racional, cuya consecuencia se materializará diez años más tarde, en el
famoso punctum” (2019a, 81). Allí, Barthes acusa al binomio de motivos
pueblo/llanto de Eisenstein de “sentido obvio en estado puro”, es decir,
decorativismo, y propone un tercer sentido que problematiza el plano de
la significación.
Frente al sentido obvio, Barthes reconoce lo que llama el “sentido
obtuso”, esto es, un sentido “al que se me da ‘por añadido’, como un
suplemento que mi intelección no consigue absorber por completo,
testarudo y huidizo a la vez, liso y resbaladizo” (Barthes 1986, 51). Para
Barthes, Eisenstein no es polisémico: “elige el sentido, lo impone, lo
abruma (por mucho que el sentido obtuso desborde la significación, no
por ello resulta esta negada, emborronada)” y agrega “el sentido
eisensteniano fulmina toda ambigüedad” (1986, 54). El sentido obvio es
en El acorazado… la revolución y el director no provoca desvíos, sino
énfasis, subrayados en los ojos caídos, los cuerpos genuflexos, las
distintas expresiones de dolor, que Barthes califica de fetiches.
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La pregunta que se abre aquí es si, más allá de aceptar la
acusación de decorativismo y sentido obvio formulada por Barthes, el
desglose eisensteniano produce emociones políticas. Los significantes sin
significado del sentido obtuso implican en Barthes que el sentido perturba
y esteriliza el lenguaje, produciendo una racionalidad discontinua entre lo
que se ve y lo que resulta inteligible a partir de ello. El pathos “obvio”
que Barthes encuentra en la que Didi-Huberman denomina “escena de la
lamentación” rechaza, asimismo, las emociones políticas que el mismo
Barthes valoraba en la tragedia antigua como dispositivo de
representación: “La tormenta física de todo un pueblo acompañaba
desdichas que pertenecían sin embargo solo a la humanidad superior de
los reyes, los héroes y los dioses” (cit. en Didi-Huberman 2017a, 91),
dice Barthes en “Poderes de la tragedia antigua”. Esa emoción promovida
por el pueblo en lágrimas es para Didi-Huberman “auténtica emoción
política” que revoca la acusación de patetismo, no por inexistente sino
por irrelevante. Pues el “motivo emotivo de las lágrimas ya lo hacía
aparecer Barthes en 1954 en un estudio consagrado a Jules Michelet, en
quien ve las lágrimas como un “medio de incubación” histórica, es decir,
un poder germinal de las pasiones que pueden movilizar agentes y
constituir la metáfora de los afectos políticos. Allí, el exceso de pathos
constituye lo público y es reclamado por el pueblo como derecho. Sin
embargo, será el denominado distanciamiento brechtiano el que va a
autorizar a Barthes a poner a un lado la emoción. El problema, entonces,
no es el exceso de pasión, sino su expresión en llanto y rostros
apesadumbrados; no es la introducción de la emoción, sino que no se
mantenga su significado en suspenso.
Por su parte, Didi-Huberman lee los funerales de Vakulinchuk
como una síntesis de emociones políticas que conjugan lo patético y lo
colectivo; el llanto individual converge en un canto grupal de lucha que
interpreta, a los ojos de Eisenstein, los afectos conducidos por la pasión
revolucionaria de 1905, pero también la reafirmación de 1925. “En el
cine de Eisenstein, la política parece ‘patética’ de un extremo a otro, y el
pathos, político de lado a lado” (Didi-Huberman 2017a, 175).
La escena de la lamentación cesura dialéctica entre dos
ejecuciones, la individual de Vakulinchuk y la colectiva del pueblo en las
escalinatas de Odessa- le permite a Didi-Huberman pensar dos rasgos
fundamentales de la construcción de toda imagen (ambos ampliamente
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criticados por Barthes): por un lado, el fetichismo, que inmoviliza las
superficies de lo real en un marco donde deviene puro cuadro; por otro
lado, la histeria de la imagen como espacio de aparición del síntoma, esto
es, de la emergencia de las secreciones, las grimas, el dolor. El cine
propone el autor- impone gestos espectaculares histéricos, podría
decirse- y embarca al espectador en una temporalidad imposible de
suspender. La emoción que en Barthes solo dice yo”, es en Didi-
Huberman expresión de la conmoción colectiva cuando el llanto no es
solo pena, sino un acontecimiento que traduce demandas políticas,
reclamos, cólera, revuelta, revolución. Del yo” al “nosotros”, Eisenstein
plasma un pathos político como buen “Orfeo de las mitologías
comunistas” que es. Y esta política patética se configura a partir de una
estética de despedazamientos operativos, un montaje de planos cortos,
fragmentos de resistencia y gestos de rebelión.
La revuelta del tiempo
A fin de pensar el gesto de insurrección en el que deriva la escena
de la lamentación, resulta interesante mencionar las reflexiones que se
producen con motivo de la muestra Sublevaciones, curada por
DidiHuberman, cuya exhibición original es de 2016 y que itineró por
diversas ciudades (en Buenos Aires, por ejemplo, estuvo en 2017). El
curador entiende las imágenes como acciones, morfemas que habilitan
modelos de temporalidad alternativos a la cronología y la linealidad, en
consonancia con dos maestros a los que siguió incansablemente, Warburg
y Benjamin. Con un objetivo similar al de Pueblos expuestos, pueblos
figurantes (2014), en el que se empeñaba por encontrar una aparición del
pueblo que lograra escapar a la subexposición y a la sobreexposición,
Sublevaciones parece seguir el gesto warburgiano de la iconología
política con la confianza en el montaje de Benjamin, quien en el Libro de
los Pasajes sostiene que no hay “nada que decir; todo que mostrar”. Didi-
Huberman sabe bien que las imágenes se resemantizan en su relación con
otras formando constelaciones que confirman que no hay imagen sin
imaginación y que su textura se consolida en entramados.
En una entrevista con Matthieu Potte-Bonneville y Pierre Zaoui en
2006, Didi-Huberman asegura que la experiencia de una imagen implica
asumir la inquietud del contacto con lo real y sus cuerpos, que el
encuentro con la imagen conlleva poner en perspectiva el conocimiento y
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que, en definitiva, implica medirse con la historia y la política. A su vez,
califica la experiencia de la imagen como operante, pues es irreductible a
un programa, está siempre en acción, resulta perturbadora y justamente
por ello exige ser contextualizada, historizada y tamizada por la teoría. El
tipo de relación que la historia establece con la imago implica, asimismo,
entenderla como “una pasante”, dado que los espectadores deben seguir
su movimiento aceptando que jamás la podrán poseer. Para Didi-
Huberman, la imagen tiene, entonces, un estatus diferente al de un
concepto, pues es más bien como un entrecruzamiento de “irracionalidad
‘sagrada’, innombrable, sublime” a la que hay que enfrentar como
mínimo con impertinencia.
Sublevaciones proponía tramos distintos para recorrer figuraciones
de la revuelta e intentaba (in)definir la sublevación, la que parece revocar
la homologación con revolución, pero también desbordar una noción
como la de insubordinación. De modo que la sublevación se comprende
más como una “serie de fuerzas” que como una acción concreta. Se trata
de fuerzas que son al mismo tiempo psíquicas, corporales y sociales para
transformar “lo inmóvil en movimiento, el abatimiento en energía, la
sumisión en rebeldía, la renuncia en alegría expansiva” (Didi-Huberman
2017c), tal como señalaba en el texto de sala. Pensar el modo en que la
imagen propicia una fuerza agente recuerda la noción de inervación que
la reflexión benjaminiana reconocía como proceso activador estético y
político en el surrealismo. Como el Benjamin-trapero, Didi-Huberman
confía en que el montaje y la discontinuidad pueden promover la
irrupción de un revelador que desencaje el relato dominante de opresión.
Es este Didi-Huberman-montajista el que reúne más de 250 obras
pinturas, dibujos, grabados, fotografías, imágenes fílmicas y documentos
de artista para producir un entramado alrededor de una idea que se
piensa como discordancia, inconformismo y poder, preocupado
justamente por la migración de la sublevación entre imágenes y por lograr
que su potencia no se licúe entre los tramos de la exposición, sino que se
reactualice en cada una de sus instancias.
“El cielo está pesado”, dice el autor casi al comenzar su reflexión
en el catálogo, aludiendo concretamente a los desastres de la guerra los
de Goya y los otros y los infinitos sujetos diaspóricos que son su
consecuencia. Con Sublevaciones, Didi-Huberman propone una torsión
más al tema sobre el que viene indagando desde hace más de tres décadas
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en su producción teórica: que el arte puede ser “el ojo de la historia” y
que Benjamin no solo tenía razón al anunciar la pobreza de experiencia
en 1933, sino que se ha vuelto el significante primordial para referir el
vivir contemporáneo. ¿Es esto lo que vuelve necesaria la sublevación?
¿Es la vida la que necesita la rebelión para reproducirse?
El catálogo reúne una serie de intelectuales que reflexionan sobre
el “levantarse juntos”, tal como lo anuncia Didi-Huberman, convencido
de que “el levantamiento es un gesto sin fin, recomenzado sin cesar, tan
soberano como lo puedan ser el propio deseo o esta pulsión” (2017b, 18).
La sublevación tiene la virtud -y la misión- de generar nuevas emociones
y renovados espacios para el pensamiento. Judith Butler se pregunta por
el sujeto de la sublevación, convencida de que no es un “asunto solitario”,
pues quienes se sublevan “lo hacen juntos”. El sujeto debe pensarse a
partir de que la “revuelta requiere reconocer no tan solo que se comparte
el sufrimiento individual, (...) al unirse a otros comparten el rechazo a
vivir más allá de lo que puede o debe soportarse” (Butler 2017, 21). Para
Butler, ese sujeto plural se articula en torno a la experiencia previa de la
negación, la exasperación o la degradación (2017, 22). La alianza se traba
en función del rechazo compartido, de una indignación originaria; se trata
de una “aventura colectiva”, como sostiene Antonio Negri (2017, 34).
La revuelta gestada en la dialéctica de lo individual y lo colectivo
constituye una acción social en la que ningún individuo actúa solo, pero,
a su vez, el sujeto colectivo no niega toda diferencia individual. El alzarse
implica sublevación y no solo ponerse de pie o alzar la vista. Es
levantarse contra algo o alguien, “liberarse de las cadenas que han
soportado durante demasiado tiempo” (Butler 2017, 22). Implica, para
Butler, el evitar romperse del individuo o la comunidad. Se trata de una
sociedad de cuerpos (físicos o incluso virtuales, pues Butler no concibe el
activismo contemporáneo sin la función cumplida por las redes sociales).
La revolución raramente ocurre, pues en ella el estado de cosas se
da vuelta y las fuerzas del ejército se unen a los sublevados, pero la
revuelta, aunque, “por muy valeroso que haya sido, el intento de alcanzar
la libertad finalmente fracasó” (Butler 2017, 26). De ahí el riesgo que
implica este movimiento que activa el deseo y cambia el mundo en el
pasaje del odio a la “explosión constructiva de la cupiditas y su
afirmación constituyente” (Negri 2017, 37). La revolución porta un
proyecto de sociedad incluso cuando ha sido espontánea mientras que la
revuelta, en cambio, “es un movimiento más eruptivo, más imprevisible y
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que no está centrado necesariamente en el futuro”, tal como sostiene
Jacques Le Goff (cit. en Badenes Salazar 2006, 97). Las imágenes y las
narraciones surgidas en el contexto de estas insurrecciones constituyen el
archivo del que emergen sus nuevos renacimientos. Por eso la “historia
de las revueltas fallidas puede convertirse en un hito y un precedente
histórico para los que se subleven de nuevo. Una revuelta valiente que
fracasa produce, sin embargo, héroes, mártires” (Butler 2017, 27).
Los levantamientos se sostienen sobre un gesto que los instituye:
la imagen de alguien que se yergue. En esta dirección, Didi-Huberman
rastrea esta potencia en un film que no cuenta ninguna llegada al poder
en efecto, el film es un homenaje a la insurrección soviética de 1905 que
terminó en una masacre por parte del ejército ruso-, sino que explora un
nacimiento desde el dolor mostrando la potencia de un pueblo en
sufrimiento, aun en la “celebración del impoder” (Didi-Huberman 2017a,
185). En cualquier caso, demuestra cómo el dolor padecido deviene acto
que incluso convoca a tomar las armas. Así, El acorazado Potemkin pone
en forma “la potencia dinámica de las emociones colectivas” (2017a, 201)
que expresan un tiempo revolucionario, un kairós que punza el tiempo
vacío de la opresión como una “flecha que sale disparada, una avalancha
que compone -no se sabe bien qué” (Negri 2017, 38). Una temporalidad
de la dislocación del estado de cosas a partir de la ocupación de la calle y
la barricada.
“Un muerto reclama justicia” dice el cartel con el que Eisenstein
abre el tercer acto de El acorazado… sosteniendo de algún modo una
premisa que Benjamin haría suya años después, la de redimir el pasado
salvando a sus muertos para que el enemigo deje de vencer. El pueblo en
lágrimas termina asumiendo el dolor como potencia de una nueva acción:
sostener la lucha ahora a partir de la confraternidad. En No intenso agora,
Moreira Salles recupera las mismas preocupaciones, pero invierte su
dirección: el film parte de la apuesta revolucionaria y el pueblo en armas
para llegar a un entramado de llanto colectivo. Y lo hace como Benjamin
cuando se acerca al surrealismo como “observador alemán” en “El
surrealismo, la última instantánea de la inteligencia europea”, es decir,
como extranjero en tiempo y espacio, seguro de que para encontrar un
horizonte utópico debe ir a los años sesenta, pues el telos está en ese
pasado.
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Moreira Salles parte de leer la felicidad que encuentra en los
rostros de desconocidos en la Primavera de Praga, en el de su madre
durante la Revolución Cultural china o en los adoquines que ocultaban la
playa durante el mayo francés. Para ello, recoge los fragmentos de las
revoluciones de primavera para construir una narrativa del fracaso que
comienza con el verano, en el que el pueblo pasa de ser protagonista a
figurante. ¿Cuál es el “ahora intenso”? Tal vez no sea solo el de las
escenas de felicidad que se reducen cuanto más se aleja la revolución,
sino el de la contemporánea Latinoamérica sangrando por restauraciones
represivas.
Siendo un niño exiliado en París (hijo de un diplomático), la
rebeldía de los estudiantes y obreros del 68 le tocó físicamente cerca,
pero también el triunfo de De Gaulle poco después. El film de Moreira
Salles no problematiza tanto el acontecimiento político como el modo en
que se puede mirar desde el presente. Especialistas como Kristin Ross
sostienen que el mayo del 68 “fue el mayor movimiento de masas en la
historia francesa, la mayor huelga en la historia del movimiento obrero
francés y la única insurrección ‘general’ que el mundo desarrollado ha
conocido desde la segunda guerra mundial” (Ross 2008, 26), pero el
director de No intenso agora lo despoja de algunos de sus ribetes
políticos para pensarlo como matriz cultural sobre la que se asienta el
ideal revolucionario de la segunda mitad del siglo XX.
El viaje a los horizontes utópicos conforma una interrogación
sobre el presente y su vacío. A diferencia de El acorazado…, el fracaso
de la revuelta no se narra desde el triunfo posterior de la revolución,
como en el caso soviético (finalmente, en 1925, la revolución del 17 le
daba nuevo sentido a la catástrofe de 1905), sino, por el contrario, desde
un tiempoespacio donde el proyecto insurreccional parece estar ausente
del campo de las posibilidades.
Entre la locuacidad de Daniel Cohn-Bendit que conquista las
cámaras del mundo y la juventud de su madre cautivando a su cineasta
amateur, Moreira Salles recompone la fuerza de la revolución en una
colección que entrama Francia, China y Checoslovaquia, Mao, Dubcek,
Sartre, la huelga general y la resistencia. Como los pueblos para
DidiHuberman, las emociones revolucionarias están “expuestas a
desaparecer”, pues poco después la legendaria voz de De Gaulle recibe
un enorme apoyo de la burguesía y las clases medias, y hasta de los
estudiantes conservadores que temen a la anarquía en las universidades,
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se produce la ocupación en la entonces Checoslovaquia y se recrudece la
represión en los países latinoamericanos.
Pero antes, el film repara sobre lo que se piensa aquí como motivo
icono-cinematográfico fundamental de la revuelta: la figura de un joven
tirando piedras como se ve en un histórico afiche de mayo del 68 que
anuncia que la belleza está en las calles (figura 1) (“La beauté est dans la
rue”). En ese gesto -y no solo en Francia- se condensa la potencia del
levantamiento y su forma corporal que vuelve visibles las fuerzas en
plena sublevación. El cuerpo elevado en el momento de arrojar una
piedra a las fuerzas represivas encarna el gesto de disrupción. Y porque
“mirar es un gesto cuando las imágenes nos tocan” (Didi-Huberman
2017a, 253), es posible replicar el método para hallar ese movimiento de
cuerpo y pensamiento también en otras imágenes.
Figura 1. No intenso agora (Moreira Salles, 2017). El motivo icono-cinematográfico del
joven arrojando piedras.
En su trabajo sobre Eisenstein, Didi-Huberman analiza
especialmente el montaje y todas las decisiones relativas a encuadre
(iluminación, puesta en escena) que permiten acceder “al contenido
antropológico de esa emoción mostrada al mismo tiempo,
dialécticamente, en su dimensión singular y su dimensión colectiva”
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(2017a, 242). En este sentido, compara la construcción de politicidad en
El acorazado… con lo que su contemporáneo, Warburg, denominaba
Pathosformeln, es decir, fórmulas patéticas que se ponen en acción, se
reactualizan para iluminar las imágenes de la historia. Revisando parte
del cine político latinoamericano de los años sesenta, resulta sugerente
extender esta búsqueda hacia el motivo del joven tirando piedras, a fin de
ver si su aparición o su ausencia se pronuncian sobre el pasado reciente.
Un motivo icono-cinematográfico de la revuelta
El mayo francés expandió el recurso a la pedrada como gesto
insurreccional. Al calor de la revuelta obrera y estudiantil, la piedra
arrancada de las calles volvía al espacio público convertida en
instrumento de combate contra las fuerzas represivas. Iluminadas por la
explosión del 68, las derivas latinoamericanas de la revuelta recuperan el
imaginario francés (afectado también por procesos histórico-políticos
latinoamericanos como la Revolución Cubana y la figura del Che
Guevara) concentrado en ese gesto. Esta apropiación, sin embargo, se
complejiza por su confluencia con otros imaginarios epocales, de mayor
radicalidad política, como aquellos que giran en torno a los
posicionamientos tercermundistas y los movimientos descolonizadores.
Si el gesto de la pedrada resume la voluntad insurreccional, su visibilidad
por parte de los dispositivos audiovisuales resulta clave para el
establecimiento de su eficacia. En esa búsqueda, el cine militante
latinoamericano introdujo ese gesto en sus documentales y colaboró con
la producción de su valor histórico y político.
Si bien la asunción de las revueltas del 68 como fenómenos
puramente juveniles resulta una reducción que pierde de vista sus
confluencias y polémicas con una serie de factores que afectaron esas
irrupciones (las gestas descolonizadoras africanas y asiáticas, las luchas
obrero-sindicales, los combates por los derechos civiles en los Estados
Unidos, los reclamos de los grupos inmigratorios dentro de los países
centrales, entre otros), es innegable que el dinamismo del sector
estudiantil revolucionó la forma de pensar y actuar la política y funcionó
como estímulo para la aparición de nuevos modos de narrar la
insurgencia. En América Latina, la emergencia del movimiento
estudiantil como componente clave de las batallas políticas en la segunda
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mitad de los años sesenta coincidió con la aparición de la generación de
cineastas militantes.
Así, la juventud se inscribe como un nexo fundamental en la
configuración del enlace cine-política en la clausura de la década de
1960.
En Uruguay, el movimiento estudiantil constituye la base de una
serie de cortometrajes militantes filmados por Mario Handler en el marco
del Instituto Cinematográfico de la Universidad de la República (ICUR).
En ellos se pone de manifiesto no solo una concepción colectiva de la
producción audiovisual, sino también la predominancia atribuida a la
juventud en los procesos políticos del período. Si bien, como señala
Mariano Mestman (2017), definir estos procesos a partir del eje exclusivo
de la pertenencia generacional de sus integrantes implica un recorte
forzado, en el caso uruguayo esto puede vincularse con la propia
realización audiovisual dentro de un instituto conformado en el seno de la
universidad y que comienza su accionar en función de luchas derivadas
de la política educativa universitaria. En ese contexto, en 1967 se estrenó
El entierro de la universidad en el que Handler registra las
manifestaciones organizadas en octubre de 1965 para reclamar el dinero
adeudado a la universidad.
En 1968 irrumpe en el cine de Handler el motivo
iconocinematográfico antes mencionado: los jóvenes arrojando piedras a
las fuerzas represivas. Me gustan los estudiantes (1968) rinde su tributo
desde la elección del título y la canción homónima de Violeta Parra
interpretada por Daniel Viglietti que musicaliza la primera parte del
documental (en la misma dirección, la segunda presenta una canción de
Viglietti titulada Vamos estudiantes). En el cortometraje, se organiza un
contrapunto entre las imágenes registradas en la reunión de Jefes de
Estado latinoamericanos llevada a cabo en Punta del Este en abril de
1967, con la presencia del presidente norteamericano Lyndon Johnson, y
las imágenes capturadas durante una revuelta estudiantil en Montevideo.
El conflicto construido desde el montaje conduce al estallido final de la
rebelión juvenil condensada en el gesto de la piedra arrojada a los
miembros de las fuerzas represivas (figura 2). En esta alternancia, a las
imágenes ceremoniales de la reunión diplomática le sucede la preparación
de la barricada estudiantil, la ocupación del espacio público y la
emergencia de una épica que conduce al retroceso de los policías ante el
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avance de los manifestantes. Si bien el documental concluye con la
imagen de un joven arrojando una piedra; el gesto individual se desplaza
permanentemente a una definición colectiva. La revuelta condensada en
la pedrada emerge como intensidad de los cuerpos, como contagio de la
insurgencia común. También en este caso, como señala Didi-Huberman
en su análisis de El acorazado Potemkin, el encuadre promueve el efecto
de un “nosotros”. Así se pone en crisis la división masa-individuo y se
establece una relación de reversibilidad complementaria entre ambas
nociones.
Figura 2. Me gustan los estudiantes (Handler, 1968).
En el mismo contexto represivo Handler realiza, junto con Mario
Jacob, Liber Arce, liberarse (1970). Los primeros minutos del
cortometraje formalizan un estudio de los cuerpos represivos y sus actos.
La presentación de los estudiantes se produce con una acción clara:
recogen piedras de las calles para arrojar a los policías que quedan
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reducidos al fuera de campo. El documental registra el funeral de Líber
Arce, un estudiante militante de la Unión de la Juventud Comunista
asesinado por la policía durante la presidencia de Jorge Alejandro
Pacheco Areco. La mara participa de la multitud que acompaña el
féretro desde la Universidad de la República hasta el cementerio del
Buceo. Handler propone un montaje conflictivo al sumar, a las imágenes
del funeral público, archivos fotográficos de las consecuencias de las
acciones represivas a lo largo de América Latina.
En estos tres cortometrajes se pone de manifiesto una constante: la
emergencia del espacio público como el territorio en el que se disputan
las políticas por venir. Estas batallas se componen en todos los casos a
través de estructuras binarias. Las calles están ocupadas por dos
regímenes corporales y dos fuerzas enfrentadas: las represivas por un
lado; los insurgentes, mayoritariamente jóvenes, por otro. En esa
organización dual del espacio social, las imágenes declaran su
compromiso con la causa insurreccional. Este binarismo se acentúa por la
propia estructura del cine militante: el tono denuncialista ante la avanzada
de las políticas imperialistas y sus derivadas acciones represivas, y el
tono proselitista en relación con el activismo y la revuelta. Esta
organización dual se concentra también en dos series de imágenes: los
cuerpos lacerados de las víctimas de la represión, capturados en primeros
planos de los rostros heridos, de las muecas de dolor, en planos detalle de
los jóvenes abatidos y los ojos cerrados; los cuerpos insurgentes en ese
gesto que constituye el centro de este análisis: los jóvenes arrojando
piedras en una combinación de sufrimiento y potencia de rebelión. Si
Didi-Huberman se pregunta cómo se transforma un dolor en deseo, un
impoder en posibilidad, una pasión en acción, en este caso la propia
travesía entre estas dos series de imágenes esboza un intento de respuesta.
A su vez, también aquí podría recuperarse la discusión acerca del carácter
patético de los planos del funeral de El acorazado Potemkin, la
desconfianza barthesiana ante los pueblos en lágrimas. En el desglose de
los cuerpos mutilados, sin embargo, no se encuentra tanto una apelación
al decorativismo, sino a la urgencia de la acción política, movilizada por
ese llamado a la emoción.
En la dualidad de estas dos imágenes, Carlos Álvarez privilegia en
Asalto (1968), la visibilidad del cuerpo insurgente y la potencia de la
piedra arrojada. En este corto, producido por el colectivo Cine Popular
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Colombiano, el cineasta se centra en las protestas estudiantiles ocurridas
en la Universidad Nacional de Colombia en Bogotá, motivadas por un
aumento en el costo del transporte público en 1967. El documental
funciona como una reescritura del modo en el que los periódicos
cubrieron estos acontecimientos. Si el gobierno y sus medios
criminalizaron a los estudiantes, en Asalto se los configura como sujetos
políticos que emprenden una tarea revolucionaria. A través de un montaje
irónico, se desmontan las afirmaciones del periodismo oficialista al
contrastarlas con las imágenes de la represión. Juan Camilo Lee Penagos
y Andrés Villegas (2019) sostienen que al trabajar sobre material del
archivo periodístico, Asalto desdobla su campo de intervención, dado que
no solo se ocupa de visibilizar la criminalidad de la represión, sino
también de evidenciar la construcción de las noticias por parte de la
prensa oficialista.
El cortometraje, organizado en torno a la figura del sacerdote
católico y guerrillero del ELN Camilo Torres, deriva en una pregunta
acerca del futuro del movimiento estudiantil colombiano: ¿seguirá los
pasos de otros países? Por eso, elabora un cuadro en el que las reacciones
estudiantiles en México, Argentina, Alemania, Francia, Brasil y Japón
coinciden en la emergencia de un clima insurreccional en el que los
jóvenes ocupan los espacios públicos y desafían el orden político. En el
documental de Álvarez el recorrido internacionalista comienza en París
(figura 3), con las célebres imágenes de las barricadas y los estudiantes
arrojando piedras, y concluye con imágenes de Argentina y los jóvenes
reproduciendo ese mismo gesto (figura 4). En esa travesía, se asume la
necesidad de la confrontación directa con las fuerzas represivas y se elige
la pedrada como gesto fundante del levantamiento. En ese espacio-tiempo
articulado por el montaje, el motivo icono-cinematográfico de los
estudiantes arrojando piedras adquiere la potencia del gesto común, se
contagia en los cuerpos juveniles componiendo la imagen más poderosa
de la revuelta. En el trayecto de la pasión a la acción, “a la pasión
emotiva, que es pánico, debacle experimentada, responde dialécticamente
la acción de una puesta en desorden del orden objetivo mediante los
gestos de insurrección del sujeto conmovido” (Didi-Huberman, 2017,
p.23).
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Figura 3. Asalto (Álvarez, 1968). Las imágenes de las barricadas y pedradas en París.
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Figura 4. Asalto (Álvarez, 1968). Las imágenes de las revueltas estudiantiles en
Argentina.
Las expectativas insurreccionales despertadas en América Latina
en la clausura de los años sesenta constituyen el marco en el que el cine
militante y este motivo icono-cinematográfico adquieren sentido. Esas
expectativas funcionan como la imagen del futuro que puede acompañar
el accionar de la revuelta. Julia Kristeva (1999) propone, al abogar por
una revuelta infinita nunca concluida ni convertida en dogmatismo,
pensar el mayo francés del 68 a partir de la temporalidad y privilegiar allí
el valor del porvenir. La revuelta, de este modo, no se inscribe solo como
una ruptura radical con el pasado, ni como una acción iluminadora del
presente, sino como un gesto constructor de futuros. En esta dirección,
uno de los aspectos más notables de la unión cine-insurgencia es que a
diferencia de lo que había ocurrido en las gestas revolucionarias rusa y
cubana, en este caso el cine no celebra el triunfo de la revolución sino que
apela a convertirse en uno de sus impulsores. Su novedad, como sostiene
David Oubiña, es que “no viene a acompañar (a posteriori) un proceso
revolucionario sino que, justamente, pretende construir las condiciones
necesarias para su surgimiento” (2017, 76).
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Este desplazamiento adquiere en algunos documentales argentinos
un giro relevante: el desvío que conduce de lo estudiantil a lo popular
como promotor de la acción política. En esta travesía, los estudiantes
forman parte de un movimiento que no monopolizan, aunque puedan
conformar uno de sus componentes más dinámicos. Esa concepción de lo
popular es clave en la organización de La hora de los hornos (Grupo Cine
Liberación, 1968). Allí no se trata tanto de la gesta estudiantil como de la
batalla anticolonialista emprendida por los pueblos latinoamericanos. En
el documental, concebido como un acto de intervención política, las
batallas políticas latinoamericanas se involucran en las luchas
descolonizadoras de
África y Asia. La apelación a líderes e intelectuales de estas regiones
(desde el ineludible Frantz Fanon a Mehdi Ben Barka) se complementa
con imágenes de sus respectivas revueltas. En éstas, dominadas por los
cuerpos lacerados por la represión, irrumpen, de manera repentina,
jóvenes arrojando piedras. Estas imágenes aparecen en el prólogo de la
segunda parte, en el marco de una potente apelación a la identidad
tricontinental. Luego de la incitación al internacionalismo de la
insurgencia, se inscriben las imágenes fotográficas de represiones y
revueltas, de cuerpos torturados y golpeados y cuerpos exaltados en el
acto de arrojar piedras. En el relato organizado a través del montaje de
imágenes fijas, extraídas del flujo informativo de los medios masivos, las
pedradas constituyen uno de los gestos que vinculan a los tres
continentes. En la diseminación cultural, social, temporal y político-
económica de los episodios históricos en los que las pedradas tuvieron
lugar emerge una identidad común: el levantamiento como reacción, la
conversión del sufrimiento en movimiento y del dolor en deseo (figura 5).
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Figura 5. La hora de los hornos (Grupo Cine Liberación, 1968). La pedrada como gesto
insurgente tricontinental.
Este gesto reaparece con fuerza en el cine militante argentino
posterior al Cordobazo. El cine de intervención política que recuperó ese
episodio posicionó a este motivo icono-cinematográfico como gesto
condensador del sentido de la revuelta obrero-estudiantil. Dos
documentales permiten reflexionar acerca de esta apropiación: Argentina,
mayo de 1969: los caminos de la liberación (Grupo Realizadores de
mayo, 1969) y Ya es tiempo de violencia (Enrique Juárez, 1969). El
primero, concebido como film colectivo del que participaron como
realizadores Nemesio Juárez, Mauricio Berú, Rodolfo Kuhn, Octavio
Getino, Jorge Martín, Humberto Ríos, Rubén Salguero, Jorge Cedrón,
Fernando Solanas, Eliseo Subiela y Pablo Szir, introduce reiteradamente
el valor político de este gesto. Las célebres imágenes de los manifestantes
arrojando piedras a la policía montada en retroceso se repiten en los
cortos como el gesto que resume la potencia de la revuelta. En el avance
popular y el simultáneo retroceso de las fuerzas represivas se establece la
relevancia de este motivo icono-cinematográfico: es el llamado a la
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acción, el establecimiento de un relato teleológico en el que la piedra
arrojada anticipa las batallas por venir
(figuras 6 y 7). El plano final de la película muestra a un joven arrojando
una piedra. La imagen frontal del dinamismo juvenil en el gesto potente
de la pedrada condensa la certeza de la revuelta como reacción inevitable
ante las múltiples violencias del orden político.
Figura 6. Argentina, mayo de 1969: los caminos de la liberación (Grupo Realizadores
de mayo, 1969). El gesto de la pedrada en la insurgencia del Cordobazo.
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Figura 7. Argentina, mayo de 1969: los caminos de la liberación (Grupo Realizadores
de mayo, 1969). La policía montada retrocede ante el avance de la revuelta
obreroestudiantil.
Si la piedra es lo que los manifestantes tienen a mano, entonces la
pedrada es también el síntoma de la diferencia radical de fuerzas que se
establece entre los insurgentes quienes no poseen armas- y la represión
estatal sostenida sobre el terror que genera la policía montada. Esta
distancia está en la base de Ya es tiempo de violencia (1969) de Enrique
Juárez. Esta exploración del Cordobazo como acontecimiento central de
la historia argentina se organiza en torno a un testimonio en voice over
que Juárez compuso a través de la yuxtaposición de tres entrevistas a
participantes de las revueltas aparecidas en medios masivos. Si la voz del
militante, un obrero peronista, ancla el sentido de las imágenes, esto se
debe a la voluntad de impugnar la forma en la que los medios asignaron
inteligibilidad a los episodios (Mestman, 2014). Juárez articula un
análisis del llamado a la violencia surgido en esos años en diferentes
países latinoamericanos a través de imágenes rescatadas de los archivos
de los medios. Así, se evidencian dos fenómenos: la ocupación de la
pantalla por parte de los anónimos, posicionados como aquellos que
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comienzan a hacer la historia; y la migración de las imágenes y los
sonidos que se recuperan en diferentes películas formando parte de un
proceso permanente de resignificación. En este sentido, tanto Argentina,
mayo de 1969 como Ya es tiempo de violencia concluyen con una misma
imagen: la fotografía de un joven que arroja una piedra. El gesto funciona
más como apertura hacia el futuro que como clausura de los
acontecimientos convocados. Ese sujeto de la revuelta que se yergue en el
momento de arrojar la piedra es individual y colectivo al mismo tiempo,
es un cuerpo que comprime la fuerza de un conjunto en un gesto que
desafía un orden político y conduce la energía del pathos a la acción
política.
Derivas de la revuelta
La recuperación de este motivo en No intenso agora se inscribe en
una revisión del pasado teñida de matices: desde la ilusión revolucionaria
al acallamiento de voces, desde las piedras a la policía a los suicidios de
quienes no pueden seguir viviendo sin esperanza de cambio social. Por
eso, cuando Moreira Salles revisa este gesto de la insurgencia, lo
introduce en una temporalidad que desvía el sentido que se había
cristalizado en los años 60. Si en aquellos años el gesto de la pedrada
antecedía el retroceso de las fuerzas represivas, Moreira Salles extiende el
plano para percibir el momento posterior al lanzamiento de las piedras, el
repliegue de los cuerpos (figura 8). Se visibiliza un gesto ampliado que
pliega, a las barricadas y los levantamientos, un esbozo de las futuras
represiones y/o derrotas, que son también las travesías que recorrerá el
propio cine de intervención política en diálogo directo con la serie
histórica. Moreira Salles repite el movimiento, lo ralentiza y lo desglosa
porque encuentra allí una clave para entender el destino de los
movimientos insurreccionales. Si en las películas de la época, los policías
retroceden ante el avance de los jóvenes, en este caso son los propios
jóvenes quienes inician un movimiento de retirada a posteriori del gesto
disruptivo.
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Figura 8. No intenso agora (Moreira Salles, 2017). Después de la pedrada, el cuerpo se
repliega.
Moreira Salles mira la utopía de los sesenta con melancolía,
aunque ve su film como agenciamiento posible en un contexto en el que
parece que esa energía revolucionaria no se puede recuperar. La sociedad
contemporánea y sus temblores parecen arrojar a la parálisis que
encuentra alguna forma de placer en la pérdida, como los melancólicos de
izquierda que Benjamin critica a principios de los años treinta, quienes
describen las ruinas como parte de un proceso inexorable y no el pasado
como un motivador de la acción.
En Affective Mapping. Melancholia and the Politics of
Modernism, Jonathan Flatley (2008) se propone pensar el potencial
político de la melancolía, considerada usualmente como un afecto
negativo y obturador de la acción y el pensamiento. Flatley sugiere
considerar a la melancolía en relación con su carácter más activo; en este
sentido, “melancolizar” no implica necesariamente caer en un estado de
parálisis depresiva, sino que puede apuntar concretamente al “hacer”. En
esta dirección, es posible trazar un paralelo con el argumento de Didi-
Huberman: del mismo modo que un afecto históricamente considerado
desagenciador como la melancolía, la lamentación colectiva puede
devenir movimiento político revolucionario. Este y otros acercamientos a
la melancolía exigen la referencia a Duelo y melancolía de Freud, como
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vía para pensar la experiencia de la modernidad en tanto
constitutivamente discontinua y ligada a la pérdida. Siguiendo esta
dirección, Flatley encuentra en Benjamin un giro hacia el aspecto
histórico de la melancolía que, consumando la relación entre pasado y
sufrimiento, propone concebirla como un tipo de conocimiento que
desafía el progreso y exige establecer una relación de deuda y redención
con los muertos. Desde esta perspectiva, melancolizar la política es,
entonces, la tarea por venir, y al pasado se lo mira para actuar y no para
paralizarse.
Precisamente asumiendo una mirada melancólica, la intensidad
afectiva del film de Moreira Salles llega a la muerte, pero para volver a la
felicidad que, aunque definitivamente en el pasado, lo obliga a filmar y
repasar el espacio utópico de la revolución. Por eso, No intenso agora va
de la muerte de Jan Palach, el joven checo que se inmola por la
ocupación, a la de Edson Luís, asesinado por el gobierno militar de Brasil
en una Latinoamérica lista para el Plan Cóndor, pasando por Gilles
Tautin, militante maoísta que se ahoga escapando de la gendarmería
francesa, para volver a la felicidad de su madre en la aventura china
cuando “parece contenta de estar viva”. Este es, definitivamente, el ahora
intenso.
Así, en la revuelta se materializa el pasaje del pathos a la acción
política explorado por Didi-Huberman. Las imágenes de las
insurrecciones del 68 se inscriben, de este modo, no sólo como
condensaciones de su devenir acción, sino de su propia potencia como
agente de la sublevación. El gesto de los jóvenes arrojando piedras
constituye un motivo iconocinematográfico privilegiado: en esos cuerpos
que se yerguen ante las fuerzas represivas, en su transformación del
espacio urbano en un territorio arrancado de la gica del poder
institucional, se encarnan tanto los movimientos insurreccionales como
las concepciones de un cine de intervención política que lo piensa como
agente histórico de la revuelta. En los intersticios abiertos por la
melancolía de Moreira Salles, en No intenso agora se introducen los
destellos de las insurrecciones pasadas, pero también se interroga la
posibilidad de su irrupción en el presente.
Como sostiene Andrés Tello en el artículo “’Otro fin de mundo es
posible’. Revuelta y anarchivismo”, más allá de la intención de
destitución o de transformación, “la revuelta provoca una apertura
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insospechada, una desgarradura en el horizonte de aquello que era
concebido como posible” (Tello 2019, 77-78). Para confrontar la desazón
de Moreira Salles frente a la falta de utopías actuales, desde octubre de
2019 Chile dio espacio a una revuelta que, aún bajo el estado de
excepción del presidente Sebastián Piñera, propició la aparición de otra
temporalidad y otro régimen de visibilidad. Solo en las primeras tres
semanas del estallido, Chile reportó cerca de 200 personas con huellas
traumáticas en sus ojos por balines de goma disparados por carabineros y
militares. Aun cuando podía creerse que el neoliberalismo no necesitaba
ya los tanques en las calles ni los militares armados en cada esquina,
porque alcanzaba con la introyección del miedo y la aceptación de la
pasividad, el ingente número de apresados, ultrajados y torturados
confirma la sospecha: se instala un régimen en el que no hay balas
perdidas ni tiros al azar, sino literalización de la ceguera y
sistematización del silencio. Para que el pueblo no pueda ver ni orientar a
los otros, no alcanza con las detenciones ni las desapariciones forzadas,
también hay que producir ceguera y apagar el pathos de lucha a pura
represión.
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