Páginas de Filosofía, Año XIX, Nº 22 (enero-diciembre 2018), 159-174
Departamento de Filosofía, Universidad Nacional del Comahue
ISSN: 0327-5108; e-ISSN: 1853-7960
http://revele.uncoma.edu.ar/htdoc/revele/index.php/filosofia/index

DISCUSIONES/DISCUSSIONS

EL ORIGEN COMO DESTINO: LA TEORIZACIÓN Y LA PROFESIONALIZACIÓN DE LA FILOSOFÍA EN LOS ORÍGENES DE LA UNIVERSIDAD

THE ORIGIN AS A DESTINATION: THEORIZATION AND PROFESSIONALIZATION OF THE PHILOSOPHY IN THE ORIGINS OF THE UNIVERSITY

Claudia D’Amico

Universidad Nacional de La Plata Universidad de Buenos Aires

CONICET

Resumen:

Este artículo analiza el contexto en el que surge la Universidad en el occidente latino medieval y en ese marco la teorización y profesionalización de la filosofía. Por otra parte, expone de qué manera esta profesionalización impone su propia negación como la filosofía en lengua vulgar y los saberes no universitarios. Finalmente, reflexiona sobre la Universidad hoy.

Palabras clave: Universidad Medieval; Facultad de Artes; Teorización; Profesionalización; Intelectual.

Abstract:

This paper analyzes the context of emergence of the University in the Medieval Latin West and in this framework the theorization and professionalization of Philosophy. On the other hand, it presents how this professionalization imposes its own negation as the Philosophy in vulgar language and the non-university knowledge. Finally, reflect on the University today.

Key Words: Medieval University; Faculty of Arts; Theorization; Professionalization; Intellectual.

Introducción

Dedicarse a los estudios medievales desde América es singular. El occidente medieval desembarcó en estas tierras cuando ya había dejado de ser y, sin embargo, trajo consigo no solo sus conceptos, sus relaciones de poder sino, sobre todo, sus instituciones. Y si bien la más importante es la Iglesia, su estructura, sus órdenes religiosas, no menos decisiva es la Universidad. En esta ocasión me propongo ofrecer algunas notas acerca del origen de la Universidad a fin de diseñar algunas ideas disponibles para la reflexión y el debate. Si se revisan las razones de la organización y trasmisión del saber estructurado de un modo que perduró durante siglos y se evalúa el papel particular que, desde el origen de la institución universitaria, desempeñó la filosofía, acaso podamos reunir un conjunto de indicios para trazar las peculiaridades de nuestro quehacer.

Los orígenes de la Universidad y el cambio de época

Como se sabe, el concepto de “época” proviene del término griego “epoché”. Así, atendiendo a este sentido originario señala la interrupción de un movimiento o también el punto en que un movimiento es detenido o invertido. En vistas a este significado, el pensador contemporáneo Hans Blumenberg (2008, 457) considera que no deberían llamarse “épocas” los lapsos de tiempo sino más bien sus puntos de partida.1 Si bien el análisis de Blumenberg se dirige a fundamentar la irrupción de la Modernidad como Neuzeit, podríamos aplicar su concepto de época al inicio de un movimiento del siglo XII que se consolidó institucionalmente en el siglo XIII con la creación de la Universidad. La Universidad significó sin duda un punto de partida en la historia de occidente y en este sentido una época.

Si se buscan las razones de este inicio, resulta necesario subrayar que el mundo latino occidental en ese momento de su desarrollo tuvo conciencia de su inferioridad frente a oriente. La respuesta fue inmediata: comenzó a traducir la ciencia y la filosofía griega pero también los comentarios árabes a aquel antiguo saber. Una buena parte del movimiento de traductores que se instalaron en distintas ciudades, así como las célebres escuelas que nacieron en el siglo XII -Chartres, Rheims, Paris, Canterbury-, organizadas en la mayoría de los casos alrededor de la enseñanza de un maestro, dieron el marco de los estudios que debían tenerse en cuenta: artes liberales, derecho, medicina y teología. Como se ha mostrado suficientemente, de estas escuelas del siglo XII como reunión de maestros y estudiantes a la institución universitaria habrá un solo paso. 2

El término Universitas reviste la noción de totalidad y de una totalidad que reúne lo diverso. Esto en varios sentidos.

La Universitas surge en los tiempos de la división del trabajo como el encuentro de dos corporaciones muy distintas: la de los maestros y la de los estudiantes. Es necesario poner de manifiesto que las corporaciones coinciden con la naciente vida urbana y la incipiente sociedad burguesa y, por su misma constitución, hacen estallar la estratificada sociedad feudal. Hombres de todas o casi todas las clases sociales se encuentran en una nueva comunidad.

También el nombre Universitas designa el conjunto de los miembros de un solo gremio. Maestros y discípulos, pueden ser considerados en conjunto (Universitas magistrorum et scholarium) o bien distinguirse en dos gremios diferentes: Universitas magistrorum y Universitas scholarium (Universidad de maestros, Universidad de estudiantes), en relación mutua y necesaria.

Pero también es Universitas porque los estudiantes de este tiempo procedían en todos los casos de diversas “nationes”, y también los maestros migraban para enseñar, es decir que también el encuentro entre culturas se encuentra en el origen de la Universidad.

La relación que llamamos mutua y necesaria no estaba balanceada siempre del mismo modo y esto lo ha mostrado muy bien Rodolfo Mondolfo (1966): a veces la Universidad surge como reunión de discípulos que buscan y eligen a sus maestros, tal como la Universidad de Bolonia, que nace como Universitas scholarium; otras veces, en cambio como reunión de maestros a disposición de los discípulos, como la Universidad de París, que nace cual Universitas magistrorum. Así pues, entre las dos espadas del poder medieval, el reino y el sacerdocio, surgió una suerte de tercer poder el “Studium”: la comunidad de los que saben, muchas veces llamados “clérigos” por extensión y, en cuyas antípodas, están los legos llamados también por extensión “laicos”. La Universidad es la comunidad de los ilustrados y gravita desde sus inicios como centro de poder.3

Las humanidades, la filosofía: teorización y profesionalización.

Por sobre su sentido corporativo e institucional, o acaso como complementación de este, el término Universitas terminó haciendo alusión a la reunión de diversos saberes. El mundo clásico en general tuvo una afición a la constitución de un saber que lo reuniera todo: la Enciclopedia. Son innumerables los ejemplos que podrían considerarse desde la Antigüedad tardía hasta el Renacimiento (Cf. König, J.-Woolf,

G. 2013). A partir del siglo XII, esta tendencia es justificada por la recepción de nuevos saberes a través de la traducción de textos que se desconocían. Así, la enciclopedia se convierte privilegiadamente en un elemento organizador que muchas veces adopta la forma de Summa. La organización universitaria por nationes, la lista de los textos que estaban indicados para cada disciplina muestra de qué manera las humanidades se van constituyendo en un marco institucional generado, en primer lugar, por esa red “internacional” de traductores y por las Universidades que facilitaron la trasmisión del saber griego y árabe que se conoció a partir de esas versiones (Cf. P. Ubierna, 2016: 57-63).

Ahora bien, si bien el saber enciclopédico no atendía solamente a lo que hoy consideramos humanidades, con todo solo las humanidades en general y, particularmente, la facultad destinada a su enseñanza, la facultad de artes, presenta una pretensión ajena al resto de los saberes: la pretensión de ser universalis.

Las tres especializaciones más importantes, teología, derecho y medicina, dependían de la facultad de artes. Esto tiene razones: el maestro de artes era el único que reivindicaba para sí una autonomía completa respecto de los otros ámbitos de estudio y esto tanto respecto de los contenidos como respecto del método. Todo conocimiento que tuviera como objetivo erigirse en saber racional debía tomar el camino ofrecido por la dialéctica. Así, solo la filosofía brindaba la ilusión de la unidad del saber. Se ha conservado una Guía del estudiante de la Universidad de Paris en la cual se muestra claramente este rol de las artes (Cf. C. Lafleur: 1998). Incluso varios autores de este tiempo brindan una fundamentación filosófica de esta universalidad mostrando las conexiones entre las facultades del alma y la realidad extra-mental, determinando de esta manera que cada una de las ciencias surge de esta relación particular. Reuniendo el clásico tópico del hombre como microcosmos con el adagio aristotélico según el cual el alma es, de alguna manera, todas las cosas, muestran que nada del mundo es ajeno al conocimiento y que los maestros de artes son los encargados no solo de dar razones para ello sino, al mismo tiempo, de ofrecer un método para llevarlo a cabo (Cf. V. Buffon, 2011).

Ahora bien, en este, nuestro antepasado más directo, la facultad medieval de artes, se encuentran también lo que según se entienda representan algunos “más” o algunos “menos” pero que, cualquiera sea el caso, obran como legado: la teorización y la profesionalización de la filosofía.

La teorización de la filosofía es la reducción a su contenido conceptual con la irreparable pérdida de su dimensión existencial. Algunos autores sostienen que tal teorización comenzó recién en la Modernidad, sin embargo se encuentra en los orígenes mismos de la Universidad como institución en la Edad Media latina. El filósofo clásico en general, no es fundamentalmente un conceptualizador o expositor de doctrinas, sino alguien que trasmite y enseña un modo de vida. Para ilustrar esto Pierre Hadot (2006, 238) apela a la distinción que proponían los estoicos entre el discurso acerca de la filosofía y la filosofía en sí misma: la física, la ética y la lógica son partes del discurso filosófico pero la filosofía en sí misma es una actividad dirigida a “vivir” la lógica, la física y la ética. Una cosa es teorizar acerca de hablar y pensar correctamente y otra es hacerlo. Una cosa es teorizar sobre el cosmos, otra contemplarlo. Una cosa es teorizar acerca de la acción moral, otra obrar recta y justamente.

Este perfil del filósofo maestro de vida y, solo en tanto tal, maestro de doctrina, comienza a cambiar con el maestro urbano del siglo XII y se revierte por completo con el maestro universitario del XIII. Los maestros de artes en la Universidad enseñan más bien un oficio, el oficio de pensar asociado a las reglas de la razón. De hecho no son llamados “philosophi” sino “philosophantes”. Con todo, esto de ningún modo vuelve su quehacer estático, todo lo contrario. No es un dato menor y mucho menos accesorio que, como hemos dicho, la Universidad surja en un momento en que el mundo latino recibe textos hasta entonces desconocidos. Pensemos en un flujo incesante de nuevos textos que

llegan en distintas oleadas y que hacen que los programas de estudios se encuentren en cambio permanente. De hecho, existe toda una línea de investigación en los estudios medievales dedicada a evaluar el cambio de los programas de estudio en la facultad de artes de la Universidad de Paris. Todo redunda en interpretación y polémica, textos y cuestiones sobre los textos. Este dinamismo y cambio permanente de paradigma termina inevitablemente con las dos condenas del Obispo de Paris, Tempier (1270/ 1277) donde se ponen de manifiesto cuáles deben ser los límites del quehacer filosófico y en todo caso cuál ha de ser la “recta interpretación”. Ante la condena de Tempier, la reacción no se hizo esperar: los maestros declaran la “libertas philosophandi” que curiosamente significa que les permitan hablar como “físicos” (loquens ut naturalis…) y si bien rechazan la autoridad teológica que quiere imponerles el Obispo, se refugian en la autoridad de Aristóteles para blandir sus banderas.

La teorización de la filosofía coincide con la profesionalización, el maestro universitario agremiado se opone en ocasiones al intelectual como actor del cambio social. Si bien hemos señalado más arriba que los maestros universitarios eran llamados clérigos por oposición a los legos o laicos, la denominación fue variada al punto que ha sido objeto de varios estudios en busca de determinar su identidad.

Un célebre libro de M-D. Chenu (1957) sobre la Filosofía en el siglo XII se refiere a los magistri proponiendo que el maestro urbano del XII es el universitario del XIII, por tanto “maestros” es la denominación apropiada para ambos. Casi simultáneamente, el también clásico libro de Le Goff (1957) habla de los “intelectuales” en la Edad Media. Unas décadas después M. T. Fumagalli (1997) pondrá en cuestión el término utilizado por Le Goff argumentando que hablar de intelectuales es un anacronismo pues no existe ese término en la Edad Media.

Con todo, lo que quería justificar Le Goff era la irrupción de algo nuevo, un trabajo profesional, especializado, con sus técnicas bien definidas (la lectio, la quaestio, la disputatio), con sus instrumentos de trabajo (los textos), con el producto de su trabajo (las doctrinas) y con su mercado cautivo (los estudiantes). Ninguno de los términos medievales que sí se utilizaban (clerici, litterati, sapientes, magistri, philosophi, theologi) daba precisa cuenta de la novedad del quehacer de este singular personaje.4

Podemos rápidamente pasar revista y considerar por qué no. Es claro que el clérigo, sinónimo de universitario en general, siendo ilustrado no tiene la necesidad de pensar por sí mismo, lo mismo sucede con el maestro: puede enseñar lo que otros han pensado. El caso del filósofo y el teólogo es inverso puede pensar generando su propia doctrina pero no necesariamente debe enseñarla. Este nuevo personaje reúne todo. Precisamente lo que Le Goff llama “intelectuales” (maestros urbanos del siglo XII y universitarios del siglo XIII) son aquellos cuyo “métier” es pensar y enseñar su pensamiento. Ninguno de los otros términos refiere esto. Abelardo, el célebre maestro parisino, es paradigmático en este sentido: “ama la ciudad, vive de su trabajo, repudia la nobleza de sangre y pondera una nueva nobleza, la del mérito, cree en el derecho de la razón y en la fuerza de la palabra, da legitimidad y fundación al creciente individualismo construyendo el nuevo espacio interior de la conciencia” (C. Casagrande, 2009, 262) Abelardo es un maestro pre-universitario; el maestro de artes en la Universidad suma a todo esto el sentido corporativo que define muy claramente su profesión.

Si bien la profesionalización a la que nos referimos invadía todos los ámbitos, es imprescindible poner la lupa sobre el caso particularísimo del maestro de artes. Alain de Libera en Penser au Moyen Age (1991) redefine en un sentido muy positivo la noción de profesionalización en este caso. Lejos de ser solamente un profesional del argumento, para de Libera, el maestro de artes del siglo XIII toma su quehacer como un modo de vida, en el sentido que compromete su propia existencia en esta tarea. Esto no lo convierte en un “maestro de vida” para sus estudiantes, como eran los filósofos antiguos para sus discípulos, sino que lo que él transmite es que la “dedicación a la filosofía” no es un oficio cualquiera que despliega técnicas. El que se dedica a la filosofía, muy distante de aquel que se ocupa de la teología, hace suyo el ideal aristotélico retomado por los árabes: la búsqueda y contemplación de la verdad. Quien haga de tal búsqueda y tal contemplación una práctica alcanzará una suerte de felicidad especulativa o mental en esta vida. De allí que, según su perspectiva, oponer la facultad de artes o una facultad de filosofía es absurdo: las introducciones a la filosofía de este tiempo, son producto de los maestros de artes (de Libera, 1997, 435) y son sobre todo los comentarios a la Ética Nicomaquea de Aristóteles los que exaltan la

virtud de la contemplación especulativa y la magnanimidad, como un desafío a la noción de humildad evangélica.5

Mediación y fuga de los claustros universitarios

La expansión de la educación superior tuvo en todos los casos razones estratégicas: Paris debía formar filósofos y teólogos para explicar algunas cuestiones relativas al orden del discurso, al plano de lo real y al ámbito de lo absoluto, Bologna debía formar juristas para resolver cuestiones muy concretas en las comunas del norte de Italia, Padua forma naturalistas para desarrollar herramientas que permitieran ponerse a la par de la ciencia natural que poseían los árabes (Ubierna 2016, 60-63). La Universidad se convierte muy pronto en una suerte de mediadora entre la “cultura docta” y la “cultura popular”.

Los maestros van tras el conocimiento y hacen de esto su medio y su modo de vida, sin embargo, este ideal de búsqueda del saber está destinado a traspasar los muros de la Universidad. Muy rápidamente, desde comienzos del siglo XIV, aquel maestro-intelectual empieza a mostrar cierta distancia e indiferencia respecto del fin de su propio trabajo y entonces comienzan a aparecer otros centros de cultura con la pretensión de sustituir a la Universidad en su llegada a la sociedad. Esto tendrá su punto más alto en el siglo XV en el cual florecen los círculos, las academias y finalmente algunas cortes que financian a sus “pensadores”.

Pero ciertamente el fenómeno más interesante que preludia este giro es el hecho de que los conceptos que antes estaban reservados para las aulas y para ser expresados solo en latín, se pronuncie fuera de ellas y en lengua vulgar. Grandes estudios como R. Imbach (1989, 1996) o L. Sturlese (2003) se han dedicado a esta expresión de la filosofía que trasciende el latín como lenguaje culto. Hacia el 1300 pensadores de la talla de Dante en Italia o Meister Eckhart en Alemania hablaron de un modo comprensible a todos y, en el caso, del maestro turingio, especialmente a todas, ya que su público estaba constituido en gran medida por beguinas, un grupo de mujeres que vivían en comunidad y se daban su propia regla.

Ambos, contemporáneos pero desconocidos entre sí, persiguen un ideal que nace en la Universidad, la búsqueda de la verdad y la expresión de conceptos mediante un discurso, pero que está destinado necesariamente a salir de ella para ser eficaz.

Digámoslo de esta manera simplificada, solo a modo de ilustración. Cuando la iglesia necesitó explicar algunas cuestiones como el purgatorio recurrió a la Facultad de teología de Paris que obraba con los afinados instrumentos de la Facultad de artes. Sin embargo, ni la conceptualización de los artistas ni la de los teólogos llegó a las clases populares, era necesario trascender el claustro universitario y Dante Alighieri lo hizo con un poema en lengua vulgar que se recitaba en las calles: la Divina Comedia. Es interesante poner de relieve una vez más este fenómeno: la Universidad había generado los conceptos para mediar pero no llega a intervenir de modo directo en la sociedad.

En otro orden muy diferente, cuando fue necesario mostrar que cada persona, sin mediaciones, podía encontrar la chispa de la divinidad dentro de sí, Eckhart predicó en alto alemán. Si bien, fue maestro universitario en París y se sentó en la cátedra de teología que unas décadas antes había ocupado nada menos que su hermano de orden, Tomás de Aquino, sin embargo, su enseñanza parisina, como ha mostrado L. Sturlese (2013, 129) fue un fracaso. Un segundo período universitario, lo decidió definitivamente a dedicarse a ser lebemeister (maestro de vida) más que lesermeister (maestro de doctrina). Fue precisamente, su éxito como predicador en lengua vulgar, lo que le valió la censura póstuma en una Bula en la que se lee, como uno de los argumentos de condenación: “…y ha mostrado su doctrina en su predicación ante el vulgo”, es decir fuera de los claustros universitarios donde, en todo caso, a los argumentos se oponen otros argumentos, sin que necesariamente esto afecte el modo de vida o, dicho de otro modo, donde solo el argumentar se presenta como ideal de vida.6

Así, a la etapa de profesionalización parece seguirle necesariamente la etapa de des-profesionalización. Se pueden listar muchos intelectuales a comienzos del s. XIV fuera de la corporación universitaria. Poco más tarde, en el Renacimiento, se habló de la incapacidad del universitario para responder a los desafíos de su tiempo. Sin embargo, en la mayoría de los casos el intelectual es un universitario con lo cual es necesario inferir con Alain de Libera que las condiciones de su emergencia son al mismo tiempo las de su negación.

El universitario y el idiota: la sabiduría vocifera en las plazas.

Justo en la mitad del siglo XV, en 1450, Nicolás de Cusa escribe una serie de cuatro diálogos que titula Idiota, denominación del personaje principal. “Idiota” es un término latino utilizado en la Edad Media para mencionar al ignorante, al iletrado: Francisco de Asís dice de sí mismo y con cierto orgullo ser “idiota”. Precisamente el personaje del iletrado se opone en el diálogo a sucesivos interlocutores sumamente letrados: un orador, un filósofo y un mecánico o científico. Todos pasaron por la Universidad.

En las primeras líneas del texto, cuando se produce el encuentro con el orador, hay algunas palabras del idiota que recuerdan al sabio socrático: “Ésta es, quizá, la diferencia entre tú y yo: tú te juzgas conocedor no siéndolo; de allí que te ensoberbezcas. Yo, en cambio, me reconozco ignorante... En esto quizá, soy más docto” (Nicolás de Cusa, 1999, 21). Sin embargo, el carácter “docto” de la ignorancia no hace alusión meramente a la conciencia de no saber, sino más bien a la posibilidad de hacer de esto una doctrina: plantear la posibilidad de construir una scientia ignorationis. Este “idiota” está tratando de construir un discurso y en este sentido está haciendo filosofía, pero es de profesión artesano –recordemos que las artes manuales se oponían a las liberales-- y, como tal, se encuentra fuera de los claustros. Ante la pregunta del orador: “¿De qué modo puedes ser conducido a la ciencia de tu ignorancia siendo que eres ignorante?” El ignorante responde: “No por tus libros sino por los libros de Dios... Los que ha escrito con su dedo. Or: ¿dónde se encuentran? Ig: Por doquier Or: Por lo tanto

¿también en este mercado? Ig: Por supuesto, ya he advertido que la sabiduría vocifera en las plazas.” (Nicolás de Cusa, 1999, 23).7

Como puede advertirse, el ignorante opone el saber profesional o libresco al saber que se obtiene por propia fuerza natural. La naturalidad del conocimiento, acerca mucho nuestro idiota al personaje conceptual de la meditación cartesiana. De inmediato, ambos participantes del diálogo se dirigen al mercado donde el ignorante conducirá a su interlocutor a la observación de las operaciones que allí se realizan: se cuentan los alimentos, se mide el aceite, se pesan los granos ¿pero cuál es el principio de todas esas operaciones? ¿cuál es el principio del numerar, el medir y el pesar? En otros términos, cuál es el principio de toda proporción posible.

El principio buscado es aquello por lo cual, en lo cual y a partir de lo cual todo lo numerado es numerable, lo medido medible, lo pesado pesable. Sin embargo, por el hecho de ser principio, él mismo debe ser no numerable, no medible, no pesable. El principio de toda proporción debe ser él mismo improporcionable. Si el conocimiento tiene que ver con proporcionar mediante la razón, la búsqueda de un principio que está más allá de los opuestos proporcionables, en tanto es “coincidencia de opuestos”-tal el novedoso concepto cusano-, supone un salto cualitativo. La búsqueda filosófica, que es búsqueda de la sabiduría, da el salto hacia lo que no se puede medir. Las condiciones de posibilidad de ese salto las coloca este pensador del siglo XV, no en la actividad académica --si bien él mismo había estudiado en Heidelberg, Padua y Colonia--, ni el acceso solitario a los libros --como otros intelectuales anti-sistema de su tiempo-

-, sino en el mercado popular. Lejos del profesor universitario pero también del “humanista” que hace del ocio del saber dentro de un estudio su praxis fundamental, el Cusano propone atrapar el saber en las calles, ser un maestro del no saber, de la ciencia de la ignorancia (D. Duclow, 2006, 19-20).

Con todo, lo que intenta construir el Cusano es un discurso ignorante sobre el principio y no un mero registro de lo que ocurre en la plaza pública. En el diálogo aludido, el idiota, aquel que construye la doctrina ignorante, le propone al orador “alcanzar lo inalcanzable inalcanzablemente” (Nicolás de Cusa, 1999, 27).8

Reparemos en la fórmula: se trata de un “alcanzar”, lo cual nos libra del escepticismo, alcanzar lo que ya se sabe inalcanzable por la vía de la razón, por este motivo requiere un modo peculiar de acceso: el modo inalcanzable o ignorante. Y el modo ignorante no es irracional en cuanto negación de la razón, sino que es aquel por el cual la razón se supera a sí misma en busca de su principio, el intelecto. La distinción entre ratio e intellectus es común a muchos pensadores medievales; sin embargo el intelecto cusano tiene la virtud inédita de ser capaz de pensar la coincidencia de opuestos. Quisiera llamar la atención sobre este aspecto positivo de la ignorancia. Para Nicolás de Cusa, la ignorancia es un tipo de saber, un tipo de doctrina intelectual. Un saber que no se rige por la proporción, porque la índole de aquello que deseamos conocer --lo absoluto-- es improporcionable. Un saber en el cual pensar los opuestos en coincidencia es posible y, por tanto, debe recurrir a otro lenguaje, un lenguaje que acepte fórmulas paradojales o bien que construya símbolos, como los matemáticos, que permitan superar la lógica racional de lo finito. La ignorancia debe pensar lo absoluto trascendiendo la fuerza propia de los vocablos que se oponen unos a otros, debe trascender las figuras pensadas con magnitud, hacia su visión en lo infinito. Bastará que piense en profundidad el sentido de absoluto para que se le revele más allá de toda oposición. Precisamente, el verbo latino “absolvere” significa desvincular, el adjetivo “absolutus” es, pues, desvinculado, aquello que carece de toda relación o de todo respecto-a. A lo que carece de toda relación, nada se le opone. Así pues, nada puede darse por fuera de él, todo debe estar en él comprendido sin presentarle ninguna oposición. Si lo absoluto, tal como lo define el Cusano, es “aquello mayor que lo cual nada puede haber” -y esta fórmula podría ser suscripta por cualquier pensador medieval-, no puede oponerse a “aquello menor que lo cual nada puede haber”. Es decir, si lo absoluto es absoluto, en él los opuestos coinciden.

Nos hallamos aquí ante la creación de un concepto: el de coincidentia oppositorum, presentado, en esta obra, a través de un personaje conceptual, el idiota. El idiota cusano como pensador no profesional, alejado por completo de las estructuras del saber escolástico, viene a poner en cuestión el edificio de la teología-racional: si es teología (un discurso acerca de Dios) no es racional (regido por el principio de no contradicción): el edificio de la Facultad de Teología asistido metodológicamente por la Facultad de Artes, es atacado en sus mismos cimientos.

Significativamente, el ignorante cusano, reviste ciertas características del filósofo clásico no profesional. Considera la búsqueda de la verdad como un deseo universal: todos los hombres desean por naturaleza conocer. Aquello que se desea conocer es la verdad en sentido absoluto. Se desea conocer el principio infinito de todas las cosas. Y si

por definición lo infinito absoluto es inalcanzable, como el deseo en nosotros no puede ser vano --recordemos que para un pensador cristiano lo que nos es natural, lo es por designio divino-- lo que deseamos saber es que nosotros ignoramos y hemos de hacer con esta ignorancia una doctrina, una doctrina que se expresa en un discurso.

Ahora bien, es necesario advertir que tanto los caminos de profesionalización (considerada en la versión optimista de de Libera) como los de desprofesionalización de la filosofía (en sus versiones pre o post-universitarias) implican una praxis, destinada a operar una modificación en el sujeto que la lleva a cabo. Según el caso, puede tratarse de prácticas de orden físico, como la abstinencia sexual o de alimento, o prácticas discursivas como el diálogo y la meditación, o incluso prácticas contemplativas; o bien la práctica de la enseñanza y la argumentación en busca de una felicidad intelectual para el que enseña y para el que escucha, el estudiante o el maestro orador que aprende de un idiota.


Algunas reflexiones a modo de conclusión

De esta breve presentación del quehacer filosófico ligado al ámbito universitario tanto por pertenencia cuanto por negación en el período que antecede a la Modernidad, pretendo derivar algunas cuestiones para debatir.

El quehacer filosófico universitario hoy como entonces está reducido a su aspecto teórico y no existencial, a menos que consideremos que la vida misma está involucrada en transmitir y ejercitar la argumentación, la crítica e incluso la meditación. Ciertamente ninguno de los que ejercemos la enseñanza universitaria como profesión se siente un maestro de vida; sin embargo, tampoco tiendo a pensar que nadie que tome en serio su tarea renuncia por completo a un cierto tipo de ideal de vida destinada al oficio del pensar.

Por otra parte, nuestra labor como enseñantes requiere, como en los orígenes de la Universidad textus, quaestiones y auctoritates: leemos, comentamos y organizamos cuestiones a partir de los textos. Hoy, como en una quaestio medieval presentamos diversas posiciones sobre un tema, cerramos algunas atendiendo a algunas autoridades, otras las dejamos abierta y advertimos que ambos movimientos son imprescindibles.

Por otra nos cuidamos de no perder nuestra capacidad “crítica” sin sentirnos actores decisivos del orden social. Pero tampoco renunciamos por completo a ser actores y muchas veces nos hemos

encontrado en las calles defendiendo causas que, por intuición o reflexión, se nos aparecen nobles, sobre todo en épocas en que las violaciones a ciertos derechos son graves y es difícil hacerse los distraídos.

Definir qué somos sigue estando en discusión como el concepto de “intelectual” que se debate entre los medievalistas. Para caracterizarnos a nosotros mismos, “filósofos” nos parece mucho, “profesores de filosofía” nos parece poco, “investigadores”, sí pero investigadores que enseñan y crean conceptos no solo al investigar sino también al enseñar. “Intelectuales” nos suena pretencioso y hasta un poquito banal pues parece que nos sacaran lo que para algunos de nosotros es la dignidad del trabajo. Los intelectuales no discuten paritarias ni condiciones laborales. Hay un término que con precisión nos define por la negativa: lo que no somos ni seremos es “emprendedores”, como se pretende desde cierta lógica que intenta colocar nuestra actividad en el mercado.

En nuestro país, la reforma del 18 nos volvió a la estructura de la Universidad medieval, es decir una institución autónoma conformada por gremios ahora llamados “claustros” que se definen recíprocamente. Considero que “maestro universitario” es el término que da cuenta de esa reciprocidad, pero en todo caso dejo abierta la cuestión que supongo que será objeto de análisis en el año del Centenario. Será una buena ocasión para ponernos en cuestión y advertir hasta qué punto podemos considerar que hay un nuevo punto de partida, es decir una nueva época.


1 En este mismo texto, cuya primera edición alemana es de 1988 (Die Legitimität der Neuzeit, Frankfurt am Main, Suhrkamp Verlag), Hans Blumenberg acuña la noción de “umbral de época”: “No hay testigos de los cambios radicales de época. Elcambio de época es un limes inadvertido, no vinculado a ningún dato o acontecimiento pregnante. Pero en una consideración diferencial se señala un umbral del que se puede decir o que aún no ha sido alcanzado o que ya ha sido traspasado”(2008, 467).

2 Cf. por ejemplo, el excelente trabajo de Jacques Vergier (1997).

3 Es un tópico en los estudios de teoría política medieval la alusión a la doctrina de las “dos espadas”, la temporal, representada por el reino, la espiritual, por la Iglesia. La irrupción de la Universidad, ligada a las órdenes religiosas pero desligada e la corona y de Roma, adviene como un elemento disruptivo difícilmente asimilable Cf. Grundmann, Herbert. (1951), “Sacerdotium Regnum Studium. Zur Wertung der Wissenschaft im 13. Jahrhundert”, en Archiv für Kulturgeschichte, Vol.34, 1951, pp. 5–21.

4 Cf. Carla Casagrande (2009) que sintetiza el debate sobre este tema.

5 Alain de Libera polemiza en este punto con la posición de Claude Lafleur quien, a partir del estudio de algunas introducciones a la filosofía de uso universitario, distingue a ambos (Cf C. Lafleur 1994), “Scientia et ars dans les introductions à la

philosophie des maîtres ès arts de l’Université de Paris au XIIIe. Siècle”.

6 Se trata de la Bula de Juan XXII “In agro dominico” del 27 de marzo de 1329 que condena 28 artículos tomados de sus textos o atribuidos él.

7 Lo que sigue es el texto completo. Nicolai de Cusa (1983) Idiota, Opera Omnia, (h V, n.4-5) ORATOR: Ut audio, cum sis idiota, sapere te putas. IDIOTA: Haec est fortassis inter te et me differentia: Tu te scientem putas, cum non sis, hincsuperbis. Ego vero idiotam me esse cognosco, hinc humilior. In hoc forte doctior exsisto. ORATOR: Quomodo ductus esse potes ad scientiam ignorantiae tuae, cum sis idiota? IDIOTA: Non ex tuis, sed ex dei libris. ORATOR: Qui sunt illi? IDIOTA:Quos suo digito scripsit. ORATOR: Ubi reperiuntur? IDIOTA: Ubique. ORATOR: Igitur et in hoc foro? IDIOTA: Immo. Et iam dixi, quod sapientia clamat "in plateis". ORATOR: Optarem audire quomodo. IDIOTA: Si te absque curiosa inquisitioneaffectum conspicerem magna tibi panderem. ORATOR: Potesne hoc brevi tempore efficere, ut quid velis de gustem? IDIOTA: Possum. ORATOR: Contrahamus igitur nos in hanc tonsoris proximam quaeso apothecam, ut sedentes quietius loquaris.Placuit idiotae. Et intrantes locum aspectum in forum vertente sic exorditus est IDIOTA sermonem: Quoniam tibi dixi sapientiam clamare "in plateis"...

8 El juego de palabras en latín es interesante: “attingere inattingibile inattingibiliter”. Nicolai de Cusa (1983) Idiota, Opera Omnia, (h V, n. 7).

Bibliografía

    - Blumenberg, Hans, La legitimación de la Edad Moderna, Valencia, Pre-textos.

    - Bray, Nadia e Sturlese, Loris (2003), Filosofia in volgare nel medioevo, Atti del Convegno della Società italiana per lo studio del pensiero medievale, Lecce 27-29 settembre 2002, Louven, Brepols.

    - Buffon, Valeria (2011), “La división de las ciencias y el tema del hombre-microcosmos según algunos maestros de artes de París hacia 1250”, en Scripta Mediaeval, vol. 4, 1, 2011, pp. 27-44.

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Recibido el 30 de marzo de 2018; aceptado el 05 de octubre de 2018.