ARTÍCULO
Los sociólogos de la Universidad de Buenos Aires frente a la producción intelectual local y extranjera. Una aproximación sociohistórica1
The sociologists of the University of Buenos Aires faced to local and foreign intellectual production. A socio-historical account
Juan Pedro Blois
pedro.blois@gmail.com
CONICET; UNGS. Argentina
Recibido: 07|09|18
Aceptado: 18|02|19
Resumen
Este artículo se propone realizar una reconstrucción sociohistórica de las cambiantes relaciones que los sociólogos vinculados a la Carrera de Sociología de la UBA mantuvieron desde mediados del siglo pasado con la producción intelectual local y extranjera. Según podrá verse, la tensión que se plantea en los espacios intelectuales periféricos entre alentar una mayor apertura hacia la producción de los centros más dinámicos o propiciar la reivindicación de las tradiciones locales de pensamiento, asumió en el caso de la UBA la forma de una fuerte oposición entre los partidarios de una sociología que se “profesionalizaba” a partir de la adhesión a los cánones del mainstream internacional y los partidarios de una sociología que defendía la importancia de las tradiciones locales de pensamiento desde una matriz “ensayística” y “antiacadémica”. Además de las polémicas explícitas en torno al tipo de vinculación que los sociólogos debían establecer con los centros mundiales de la disciplina, el artículo presta particular atención a las orientaciones que predominaron en esta Carrera en vistas de captar los moldes en que las nuevas generaciones eran formadas a lo largo del tiempo. El corpus analizado comprende diferentes fuentes: publicaciones de destacadas figuras de la disciplina, notas en diarios y revistas de circulación masiva, planes de estudio y programas de las materias, así como entrevistas con actores relevantes de los distintos períodos.
Palabras clave: Sociología; Dependencia Académica; Ensayismo; UBA; Argentina.
Abstract
This article seeks to carry out a sociohistorical account of the changing relationships of sociologists affiliated with UBA with local and foreign intellectual production since the middle of the last century. As it will be shown, the tension arising in peripheral intellectual spaces between encouraging greater openness towards the production of the most dynamic centers, or promoting the vindication of local traditions of thought, took the form of a strong opposition between the supporters of a sociology that tried to "professionalized" itself through the adherence to the canons of the international mainstream and the supporters of a sociology that defended the importance of local traditions of thought based on a "essayist" and "anti-academic" matrix. In addition to the examination of the main explicit controversies about the type of relations that sociologists should have with the world centers of the discipline, particular attention will be paid to the orientations that prevailed at the UBA course with the intention of capturing the frames in which new generations were formed. The corpus under examination includes different materials: publications of important figures of the discipline, notes in newspapers and magazines of mass circulation, curricula and syllabi, as well as interviews with relevant actors.
Key words: Sociology; Academic Dependency; Essayism; UBA; Argentina.
INTRODUCCIÓN
Hace un tiempo tuve la oportunidad de participar en un panel convocado por la Carrera de Sociología de la Universidad de Buenos Aires (UBA) para reflexionar sobre la formación de los sociólogos. El panel era parte de un ciclo de charlas promovidas en el marco del proceso de revisión del actual plan de estudios, vigente desde hace más de tres décadas. Luego de las presentaciones de los panelistas, algunos estudiantes pidieron la palabra y, entre varias cuestiones, coincidieron en un punto: en esta Carrera se trabajan pocos autores argentinos y latinoamericanos. Uno de ellos ilustró la situación de manera particularmente gráfica al relatar la frustración de una estudiante francesa de intercambio que había escogido la UBA para aprender sobre las tradiciones intelectuales latinoamericanas pero que, para su sorpresa, se había encontrado con un conjunto de materias en las que básicamente se leía la misma bibliografía que ella leía en su país (y, para colmo, no siempre bien traducida). La anécdota, tal vez un tanto exagerada, es relevante porque apunta de lleno a uno de los principales cuestionamientos que se le suelen plantear a esta carrera, que no fija en su plan de estudios una instancia donde estudiar de modo sistemático y obligatorio las tradiciones intelectuales locales y regionales.
Sin dudas, este relegamiento de la literatura argentina y latinoamericana no puede ser desvinculado de la situación relativamente periférica que ocupa el campo sociológico local en el escenario mundial, signado por una estructuración desigual de los intercambios materiales y simbólicos (Heilbron, Boncourt y Sorá 2018), y que lleva a los sociólogos de los países menos gravitantes a estar más pendientes de las últimas novedades irradiadas desde los centros mundiales de la disciplina que de la producción de los otros países que comparten su posición geopolítica (Alatas 2006). De ahí que, a diferencia de lo que ocurre en los países centrales cuyos sociólogos difícilmente dirigen su mirada hacia el exterior para encontrar nuevos conceptos o renovar sus agendas de investigación (Burawoy 2005), la orientación hacia “afuera” –el carácter “extrovertido” y “dependiente” de su labor (Bringel y Domingues 2015)– sea moneda corriente entre los cultores de la sociología y las ciencias sociales en los países periféricos; aun cuando semejante inclinación deba siempre cotejarse de manera situada y empírica (Beigel 2010, 2016).
Ahora bien, la orientación de una carrera en la que, como la de la UBA, sus graduados pueden terminar sus estudios sin haber leído de primera mano a los representantes del llamado “ensayismo” (como Sarmiento, José Ingenieros, Ezequiel Martínez Estrada, Milcíades Peña o Arturo Jauretche) o incluso del canon más “específicamente sociológico” (como Gino Germani, Roberto Carri, Juan Carlos Portantiero o José Luis de Ímaz) constituye una particularidad local. Según podrá verse, esa situación mucho debe a la forma especialmente conflictiva que tuvo para los sociólogos vinculados a esta institución (que se formaron y/o enseñaron en ella) la articulación de las ideas y enfoques irradiados desde el “norte” con la producción local y regional de pensamiento a lo largo del tiempo. En efecto, la tensión que se plantea en los espacios intelectuales periféricos entre alentar una mayor apertura hacia la producción de los centros más dinámicos o propiciar la reivindicación y cultivo de las tradiciones nacionales de pensamiento, asumió frecuentemente la forma de una oposición entre los partidarios de una sociología que se “profesionalizaba” a partir de la adhesión a los cánones del mainstream internacional (a sus ideas, a sus formas de trabajo, a su preocupación por la investigación empírica) pero que al mismo tiempo tendía a relegar las tradiciones locales de pensamiento; y los partidarios de una sociología que defendía la importancia de esas tradiciones pero que lo hacía desde una matriz “ensayística” y “antiacadémica”. Esa oposición no sólo limitó, como veremos, el diálogo e intercambio entre las diferentes posturas, sino que tendió a asociar el estudio sistemático de la producción local de pensamiento con un ejercicio intelectual con escasa vocación empírica.
Este artículo se propone realizar una reconstrucción sociohistórica de las relaciones, siempre tensionadas, de los sociólogos que gravitaron alrededor de la Carrera de Sociología de la UBA con las tradiciones intelectuales locales y extranjeras desde mediados del siglo pasado, momento en que esta carrera fue creada. Esta institución, cabe destacar, ocupó, pese a sus vaivenes, un lugar central en el escenario de la sociología argentina hasta tiempos recientes2. Además de las polémicas explícitas aparecidas en libros y revistas en torno a la vinculación que los sociólogos debían establecer con los centros mundiales de la disciplina vis a vis la producción local y regional, se prestará particular atención a las orientaciones que predominaron en esta institución como una forma de captar los moldes en que los futuros sociólogos fueron socializados a lo largo del tiempo. El corpus analizado comprende diferentes fuentes: publicaciones en revistas y libros especializados, notas en diarios y revistas de circulación masiva, planes de estudio (1958, 1973, 1974, 1976, 1985, 1988) y programas de las materias, así como entrevistas con actores relevantes del período.
Además de esta introducción y la conclusión, este artículo tiene cuatro secciones. En la primera, se examina la etapa de creación de la Carrera de la UBA caracterizada por el predominio de una idea de la sociología como disciplina “científica” que, apoyada en una decidida vocación “importadora”, debía romper con las tradiciones intelectuales locales. A continuación, se reconstruye la reacción de quienes, en medio del clima antiimperialista de los años sesenta y setenta, denunciaron el “colonialismo intelectual” y llamaron a la construcción de una “sociología nacional” inspirada en los autores vinculados al ensayismo nacional. En tercer lugar, se aborda el repliegue impuesto por el autoritarismo estatal y el claro retraimiento de las discusiones sobre “dependencia intelectual” que signaron los “años de plomo”. Seguidamente se examina la etapa iniciada con la vuelta de la democracia y la instauración de una persistente orientación (en buena medida hoy vigente) que tendió a relegar el estudio de las tradiciones intelectuales locales y latinoamericanas, en favor de aquella irradiadas desde Europa y Norteamérica. Finalmente, se presenta una reflexión sobre el caso estudiado a partir de una comparación con la realidad brasileña. Dicha comparación resulta relevante ya que aun cuando entre los sociólogos del país vecino pesaba una situación geopolítica e intelectual similar, las relaciones que asumieron con el ensayismo y las tradiciones intelectuales locales fueron, como han notado Jackson y Blanco (2014), mucho más estrechas. A partir de un análisis situado sociohistóricamente, el artículo se inscribe en los debates que en los últimos tiempos, y en el marco de la crítica “poscolonial” (Go, 2017; Patel 2010), se han dado alrededor de la geopolítica del conocimiento entre quienes defienden el carácter universal de la disciplina (Sztompka 2010) y quienes, contra los sesgos de la mirada producida desde los países centrales, priorizan la construcción de enfoques enraizados nacional o regionalmente (Alatas 2006; Connell 2007)3.
I.
La creación de la Carrera de Sociología en la UBA constituyó un parteaguas en la historia de la disciplina en la Argentina. Aun cuando habían existido diversos intentos de avanzar en el proceso de institucionalización (González Bollo 1999), la enseñanza de la disciplina a través de una licenciatura, así como la posibilidad de expedir títulos reconocidos por el Estado, conllevó un nuevo estatus para la disciplina: la sociología ya no se limitaría a ser una asignatura auxiliar de otras carreras.
Como ha sido señalado en diversos estudios, la creación de la Carrera no se presentó como la coronación de los desarrollos institucionales previos (Pereyra 2007). El director de la nueva institución, el sociólogo italiano Gino Germani, tendía a despreciar la labor que se hacía en el puñado de cátedras e institutos que venían funcionando en el país (Germani y Graciarena 1958). En su visión esos espacios estaban a cargo de un conjunto anticuado de docentes –o “sociólogos de cátedra” tal como despectivamente se refería a ellos–, entregados a la pura discusión de ideas y doctrinas sociológicas, sin capacidad para trabajar según los cánones actuales de la disciplina (Blanco 2006).
Pero la flamante carrera tampoco se presentó como la continuación de la tradición intelectual vinculada al “ensayo nacional”, tradición que hasta allí había ocupado una posición central a la hora de reflexionar sobre la sociedad argentina (Jackson y Blanco 2014); pero a la que, sin embargo, Germani y sus colaboradores le achacaban su falta de rigor y su tendencia a respaldar sus afirmaciones en las impresiones subjetivas del autor antes que en la consideración sistemática de las evidencias y los hechos. El conocimiento de la realidad nacional no se daría entonces a partir del diálogo con la producción local de pensamiento sino a partir de la incorporación de las ideas y enfoques más “avanzados” originados en otras latitudes. No había en aquel corpus de ideas una fuente donde abrevar.
Los impulsores de la Carrera asumieron entonces el desarrollo de la sociología en el país como una empresa eminentemente importadora. La apertura incluyó, entre otras iniciativas, una política masiva de traducciones, la organización de una biblioteca actualizada, la invitación de profesores extranjeros, así como el envío de jóvenes sociólogos a completar su formación en el exterior. Se buscó, como puede verse, impulsar una rápida transferencia de los conocimientos, teorías y enfoques metodológicos generados en los países del “norte”, en especial en Estados Unidos.
Cabe enfatizar que a diferencia de lo ocurrido en otros países latinoamericanos como Brasil, Chile o México, donde buena parte de los recursos para el despegue de las ciencias sociales provenía del Estado (Blois 2015; Beigel 2010; Reyna 2007), las iniciativas desplegadas en la UBA eran, en lo esencial, sustentadas por los fondos provenientes de las fundaciones extranjeras. Incluso los recursos del CONICET que financiaron las becas de algunos de los jóvenes docentes no provenían del erario público sino de un subsidio de la fundación Ford (Diez 2008). El carácter extranjero de los principales mentores de la “sociología científica” reforzaba sin dudas su sesgo importador. Los expertos extranjeros, decisivos a la hora de aprobar la asignación de esos recursos, asumían su misión como una misión “civilizadora” y no ocultaban por lo general su desconfianza frente a las tradiciones locales de pensamiento por considerarlas “atrasadas” y “precientíficas” (Blois 2018b)4.
Pues bien, a tono con esa mirada, para Germani y sus colaboradores no había dudas: el desarrollo de una sociología “moderna” y “científica” exigía romper con la producción local de conocimientos. En su énfasis por destacar el carácter “científico” de la disciplina, la tradición ensayista tendió a ser vista como algo virtualmente opuesto a la sociología. Aun cuando en alguna oportunidad el sociólogo italiano reconociera en esa tradición algún antecedente valioso (Germani 1964), por lo general no dudó en ningunear su relevancia y aportes. Así, por ejemplo, en una nota publicada en el popular semanario Confirmado en julio de 1965, al referirse a uno de los más renombrados ensayistas argentinos fallecido hacía poco tiempo, Germani era enfático:
Hice un análisis de toda la obra de Ezequiel Martínez Estrada para ver que había en ella de rescatable […] No hay casi nada. La verborragia sociologista es un típico fenómeno latino; con la particularidad de que los ensayistas europeos, más modestos, no pretenden hacer sociología (citado en Confirmado, 16/7/1965, p.37)5.
Como se podría esperar, el clivaje entre la autodenominada “sociología científica” y el ensayismo caló hondo en la configuración de la Carrera que se estaba armando. Si se observan los programas de las materias en el período “fundacional” (1958-1966), se constata la virtual ausencia de obras que aborden el análisis de la sociedad argentina (sacando las publicaciones del propio Germani y sus colaboradores)6. La creación de una sola materia volcada a la “sociología argentina”, que era optativa y no obligatoria expresaba, a la vez que reforzaba, la escasa valoración hacia las corrientes locales de pensamiento. La materia, asignada a Carlos Alberto Erro, un anticuado intelectual, no despertó el entusiasmo de los alumnos, la mayoría de los cuales decidía darla libre en función de lo sencillo que resultaba su aprobación (Blois 2018b).
La Carrera nacía de ese modo en el marco de un curioso planteo: la decidida vocación por estudiar la sociedad argentina iba de la mano del rechazo de las obras de quienes –aun cuando no lo hubieran realizado según los cánones que la flamante institución se proponía difundir– la habían estudiado en el pasado. Así, a pesar de que Germani y sus colaboradores promovieran un fuerte compromiso con el conocimiento de la realidad local el material de lectura predominante suponía una bibliografía que no había sido elaborada para describir o analizar esa realidad. Se transmitía de ese modo una idea según la cual el sociólogo aparecía en lo esencial como un receptor de los enfoques producidos en el exterior.
Ante la tensión que se plantea en los espacios intelectuales periféricos entre alentar una mayor apertura que promueva la innovación de las discusiones (a riesgo de limitar la construcción de una agenda más propia de discusiones y de recaer en el culto de los autores extranjeros), o propiciar la reivindicación de las tradiciones locales de pensamiento (a riesgo de caer en cierto provincianismo), la elección fue clara. Sin dudas, la convicción en el carácter universal de los procesos que atravesaban las sociedades latinoamericanas en su transición hacia la “modernidad” facilitaba la creencia en el valor de una batería conceptual que, pese a su carácter abstracto y su pretendida generalidad, había sido elaborada para analizar otras experiencias históricas (Brasil Jr. 2013).
Gracias a su ruptura con el ensayismo (y con la “sociología de cátedra”7), la “sociología científica” tuvo un fuerte impacto en el medio local, con investigaciones novedosas que le darían a la disciplina una visibilidad y gravitación públicas que no tenían antecedentes (Blanco 2006; Blois 2018b). Esa ruptura, con todo, no se dio sin costos: la “sociología científica” no sólo se privaba de un conjunto de saberes y enfoques sobre la sociedad argentina que podían promover una mayor sensibilidad histórica, sugerir valiosas pistas analíticas o alentar principios interpretativos originales; se privaba también de un mayor arraigo en el espacio intelectual e institucional local que mitigase su sesgo importador, algo que, como veremos a continuación, sería fuertemente cuestionado por sus críticos8.
II.
El ascendiente de los discursos antiimperialistas en amplios sectores del escenario intelectual y universitario a partir de los años sesenta (Sigal 1991; Terán 1993) no demoró en afectar el predominio de la “sociología científica” en la UBA; una orientación que venía promoviendo la importación de sus principales ideas y enfoques, mientras financiaba sus iniciativas con el generoso aporte de las fundaciones norteamericanas. Alentada por una franja creciente de sociólogos, algunos de los cuales habían sido cercanos colaboradores de Germani (Blois 2008b), pero también por un estudiantado cada vez más movilizado y numeroso, comenzó a ganar ascendiente una idea que hacía de la “sociología científica” una forma más de la “penetración imperialista” que aquejaba la economía y cultura del país (Verón 1974).
De hecho, para estas visiones, el desarrollo de la sociología a partir de 1955 no había sido el fruto de un desarrollo espontáneo. Lejos de ello, su expansión había sido el correlato en el plano de las ideas del ingreso masivo de capitales extranjeros promovido por el desarrollismo. La “sociología científica” no era, como lo había planteado Germani, una respuesta “técnica” a las necesidades que surgían de la transición de la sociedad “tradicional” a la “moderna”, sino una justificación ideológica del predominio estadounidense en la sociedad argentina. Tal como señalaba Roberto Carri, un docente de la Carrera, de gran ascendiente entre varios colegas y los estudiantes:
La dominación imperialista en todo el mundo provocó el desarrollo de la sociología como un medio para detectar problemas en sus países y descubrir los modos de superar las tensiones del mundo moderno. La sociología científica en la Argentina recibió este presente de los países imperialistas y continuó por medios más refinados la tarea de enmascaramiento y control que los ideólogos del régimen venían realizando en alianza con la oligarquía. Paso a paso la sociología argentina se convierte en una de las armas intelectuales del desarrollismo (Carri 1969: 57).
En ese marco, se fue afirmando una mirada que denunciaba la inadecuación de los enfoques elaborados en los países centrales para abordar las especificidades locales. A veces esas especificidades eran atribuidas a la “nación” y a su particular historia, otras a “América latina” y a su posición en el orden mundial, otras finalmente a una nueva y más amplia unidad, el “Tercer Mundo”. Pero había siempre una clara preocupación por partir de un enfoque que, contra el pretendido universalismo de la “sociología científica”, resaltara las diferencias que había entre la evolución de los países centrales (o imperialistas) y los países periféricos (o colonizados). La teoría de la dependencia, elaborada inicialmente en Chile, fue en sus diversas versiones parte de ese clima y alcanzó un gran predicamento entre los sociólogos argentinos preocupados por incorporar la temática del imperialismo en sus análisis (Beigel 2006; Diez 2010).
Es en ese contexto que comienza a darse una masiva reivindicación del ensayismo, visto ahora como un cuerpo de ideas indispensable para la elaboración de una “sociología nacional” o “latinoamericana”, elaborada en y para el estudio de “nuestra” realidad. El giro se dio primeramente en grupos informales de alumnos y docentes auxiliares (Di Tella 1980) pero luego, a partir de la intervención del gobierno militar en las universidades en 1966 y del recambio del cuerpo de profesores que supuso en la Carrera de la UBA, en un buen número de materias obligatorias y optativas; principalmente en aquellas que los estudiantes comenzaron a referir como las “cátedras nacionales” (Blois 2018b; Barletta y Lenci 2000; Ghilini 2011). De ese modo, Raúl Scalabrini Ortiz, Rodolfo Puiggrós, Jorge Abelardo Ramos, Arturo Jauretche o Juan José Hernández Arregui se volvieron material de lectura básico en la formación de los futuros sociólogos9. Es cierto que esos autores gozaban de una renovada estima en los medios intelectuales más amplios (Saítta 2004), pero su recuperación entre los estudiantes y sociólogos más jóvenes era parte de una reacción, casi especular, contra el desprecio hacia las tradiciones locales de pensamiento que habían mostrado los partidarios de la “sociología científica”.
Ahora bien, por lo general la reivindicación de esos autores no se hacía con la idea de integrar sus aportes a los últimos desarrollos de la disciplina. Lejos de ello, su utilización tendía a asociarse al rechazo sin más de esas perspectivas y de quienes las promovían en el medio local. Aun de aquéllos que, críticos de las ideas funcionalistas y del mainstream sociológico, como Eliseo Verón o Miguel Murmis, dos reconocidos profesores de la Carrera, promovían las más recientes novedades del marxismo o de la sociología crítica europea y norteamericana (Rubinich 1999). Ante el dilema que planteaba la relación con las ideas producidas en otras latitudes, la elección, tanto como entre los cultores de la “sociología científica” fue clara, aunque de signo inverso: los impulsores de una “sociología nacional” no se cerraban al diálogo con las producciones de la región pero despreciaban por lo general aquélla proveniente de los centros mundiales de la disciplina.
Pero el cuestionamiento de la “dependencia intelectual” no se ceñía al plano de las preferencias teóricas sino que incluía una crítica más radical de las metodologías y cánones de trabajo “importados”. En efecto, la reivindicación de la obra de los ensayistas coincidió con una entronización del “ensayo” y una descalificación paralela del “informe de investigación” y el “paper”, los soportes favorecidos por la “sociología científica”. A su vez, en tiempos de politización creciente, coincidió también con una mirada que privilegiaba la experiencia “práctica”, el análisis político y el “conocimiento popular” antes que la elaboración sistemática y metódica de información, asociada ahora con un “empirismo” que seguía acríticamente los pasos de una metodología elaborada para el estudio de otras realidades sociales. En esas condiciones, la vocación por construir una agenda de discusiones propia o de aventurarse en la búsqueda de nuevas y originales categorías de análisis tendía a escindirse, en los casos más extremos, de la preocupación por contrastar la validez empírica de lo que se afirmaba.
Sin dudas, el estrangulamiento de las oportunidades profesionales para un conjunto creciente de graduados (Sigal 1991), la asunción del creciente público estudiantil como el principal destinatario de buena parte de los integrantes de la Carrera (y no ya las fundaciones e instituciones extranjeras) (Blois 2018b), las dificultades para acceder a recursos para la investigación, tanto como el clima más general de politización de los medios universitarios (Rubinich 1999), favorecieron una sociología que, aunque se desarrollaba en lo esencial en una institución universitaria, asumía un “ropaje antiacademicista” (Beigel 2010).
Por supuesto, semejante orientación poco hacía para acercar posiciones. En ese marco, la preocupación por recuperar las tradiciones de pensamiento locales estuvo lejos de cuestionar el clivaje planteado en el período anterior entre una sociología “científica” y el ensayismo. Tanto los partidarios de una posición como sus adversarios tendían a ver a la sociología de base empírica y conectada con las agendas de discusión internacionales como un cuerpo de saberes diferente y (casi) opuesto al ensayismo. Entre ambos no había ni podía haber demasiados cruces o integración. Si la valoración de uno y otro polo variaba, el abismo entre ambos se daba por descontado.
Muestra emblemática de lo anterior, cabe aquí recordar la polémica que Francisco Delich y Roberto Carri mantuvieron en torno a la valoración del libro de Jauretche El medio pelo en la sociedad argentina. (Apuntes para una sociología nacional), libro que realizaba un conjunto de agudas críticas a la “sociología científica”. Delich era un joven sociólogo cordobés que, buscando distanciarse de quienes detentaban el control de los espacios vinculados a la sociología en su provincia (centralmente Alfredo Poviña y Juan Carlos Agulla) se había aproximado a un grupo de sociólogos inspirados en el marxismo radicados en Buenos Aires. Estos sociólogos rechazaban la perspectiva “funcionalista” y “conservadora” que atribuían a Germani y sus seguidores, pero coincidían en su defensa de la sociología como una empresa científica de carácter universal. La reseña de Delich, publicada en la Revista Latinoamericana de Sociología, órgano de difusión vinculado a la “sociología científica”, no se ahorraba los comentarios irónicos en su critica a los enfoques “despreocupados” por la verificación empírica de sus afirmaciones; y luego de analizar de manera extensa los principales argumentos del libro –que, según sostenía, era “farragoso, desordenado, repetitivo”–, señalaba que su éxito editorial debía más a su sensacionalismo que a la “riqueza de sus enseñanzas” (Delich 1967: 308)10. Si la reseña ubicaba a su autor, en aquel entonces un joven sociólogo, como alguien capaz de demostrar las limitaciones de un pensador de renombre (en particular en los círculos estudiantiles y militantes) como Jauretche, su intervención no dejaba de dirigirse a quienes desde la Carrera de la UBA impulsaban una “sociología nacional” inspirándose en ese y otros pensadores afines.
La respuesta, titulada de modo provocativo “Un sociólogo de medio pelo”, no se hizo esperar y fue asumida por Roberto Carri, quien hizo una convencida defensa de “los aportes al conocimiento de la realidad argentina” de la obra de Jauretche, cuestionando la ceguera de los “sociólogos académicos”, que preferían los moldes teóricos foráneos, producidos para interpretar otras realidades, en vez de apoyarse en el conocimiento “práctico” y comprometido que emerge “con los pies bien afirmados en la realidad que analizan y donde actúan”. En su visión, que cuestionaba la divisoria entre la ciencia y la política, se valoraba la trayectoria y vocación política de Jauretche y no se dudaba en señalar que la “sociología académica”, ocultando sus nexos con la política, expresaba “el punto de vista de los intereses coloniales” (Carri 1968:127).
III.
La instauración del autoritarismo político a partir de 1974, con el giro del gobierno peronista primero y con la instalación de la dictadura militar luego, clausuró buena parte de los acalorados debates que habían concitado la atención de los sociólogos que gravitaban alrededor de la UBA. Mientras un buen número de ellos debió exiliarse, las instituciones propias de la disciplina sufrieron un duro revés. La Carrera fue inicialmente clausurada y luego reabierta en condiciones irreconocibles, con un conjunto de docentes de escasos antecedentes y una matrícula muy reducida. De los 2800 alumnos que había en 1972 sólo quedaban 500 para 1980. Su separación de la Facultad de Filosofía y Letras, institución donde había sido creada, y su emplazamiento en los sótanos de la Facultad de Derecho no ocultaba el desprecio que las nuevas autoridades tenían por esta institución ni su profunda marginación en el escenario intelectual (Blois 2009; Raus 2007).
En ese marco, los centros privados de investigación, ámbitos surgidos en los años previos como respuesta a las intervenciones gubernamentales en las universidades y donde una parte de los docentes de la Carrera se habían insertado, cobraron una mayor relevancia en tanto “espacios de refugio”. Los centros pudieron continuar sus labores gracias al apoyo de las fundaciones extranjeras, pero sólo pudieron hacerlo en el marco de un perfil extremadamente bajo que no atrajera la atención de las autoridades estatales. La reserva era tal que ese conjunto de instituciones aparecía para quienes las frecuentaban como una “universidad de las catacumbas” (Sábato 1996). Una mayor visibilidad podría suscitar el accionar, legal o ilegal, de un gobierno dispuesto a eliminar violentamente toda fuente de disenso o crítica a sus iniciativas (Blois 2019)11.
El nuevo escenario tuvo, como se podría esperar, un fuerte impacto en la relación de los sociólogos con la producción local de pensamiento vis a vis las ideas provenientes de otras latitudes, signado por el abrupto repliegue de las discusiones en torno a la “dependencia intelectual”. En la Carrera de la UBA, en manos ahora de un conjunto de docentes que en muchos casos no ocultaban una orientación claramente conservadora o reaccionaria (Blois 2019), la ruptura fue tal que en las diversas materias no había rastros de esas discusiones. Los textos de los partidarios de la “sociología científica”, tanto como de aquéllos que se habían mostrado más preocupados por la elaboración de una sociología enraizada nacionalmente, fueron igualmente excluidos12. Otro tanto ocurría con las obras de los ensayistas que tanta admiración habían despertado entre docentes y estudiantes. Las ideas de “América latina” o de “Tercer Mundo” como escalas de análisis u horizonte de las preocupaciones de los sociólogos, así como la bibliografía proveniente de esas latitudes, fueron también suprimidas. Todo ello era o podía ser identificado con el clima contestatario y de efervescencia que las nuevas autoridades pretendían clausurar
En los centros privados de investigación el nuevo panorama se tradujo en una intensificación de los vínculos con las instituciones académicas del exterior, en particular con las fundaciones filantrópicas que les ofrecían los recursos económicos para su funcionamiento, además de un cierto reaseguro simbólico contra la caza de brujas que pesaba sobre universitarios y académicos (Heredia 2011). En esas condiciones, quienes allí trabajaban no podían dejar de estrechar su conexión con las agendas y orientaciones favorecidas por esas instituciones, siendo agudizada la orientación importadora de una práctica que, además de las categorías y bibliografía producidas en los centros del “norte”, debía incorporar sus ritmos y formas de trabajo (Morales Martín y Algañaraz Soria 2016). Si ha sido usual ver en ello un proceso de “profesionalización” de la disciplina frente a la politización del pasado inmediato (Brunner y Barrios 1987; Sidicaro 1993), preciso es tener en cuenta que ello fue de la mano de la consolidación de lo que en otro lado he llamado “sociología de enclave” (Blois 2018b), una sociología muy familiarizada con las tendencias dominantes de la disciplina a nivel mundial, con aceitados contactos con prestigiosos colegas e instituciones del exterior, pero con dificultades, dado el clima de censura y persecución reinante, para echar raíces en el medio local. En la medida en que la reproducción material de los sociólogos dependía de la adhesión a los cánones y temáticas promovidas por sus mentores y evaluadores extranjeros, la búsqueda de enfoques o problemáticas originales no se veía, salvo alguna excepción, favorecida.
Ante tal situación, no eran pocas las veces en que los sociólogos debían investigar temáticas que no siempre coincidían con sus intereses más personales pero que los posicionaban mejor frente a sus patrocinadores. La curiosidad intelectual o el compromiso político y social con ciertos temas debían dejar lugar al realismo impuesto por la propia supervivencia (Blois 2018b). A modo de ilustración, cabe aquí citar in extenso el relato de Catalina Wainerman, una de las primeras graduadas de la Carrera, discípula próxima de Germani y fundadora del Centro de Estudios de Población (CENEP) sobre las dificultades de gestionar un centro en ese contexto:
Nunca imaginé que hacerlo supondría adoptar un modo de vida, no sólo un medio de vida, en el que no hubo horarios, no hubo lujos, pero sí mucho, muchísimo trabajo y sacrificio, diseño de proyectos, presentación a subsidios, evaluaciones permanentes, calendarios estrictos, esperas angustiosas de resultados sin saber si sobreviviríamos económicamente o no, y no poder parar a festejar la obtención de un subsidio cuando ya había que empezar a diseñar el siguiente para mantener la cadena, es decir, el centro funcionando. Y todo esto en un país que no apreciaba ni buscaba ni consumía nuestra producción, que era sostenida desde fuera y para afuera. Muchas veces me sentí “el aprendiz de brujo” que no podía parar de hacer proyectos y proyectos para que el CENEP no sucumbiera, aún más allá de mis propias necesidades personales [Una] “aprendiz de brujo” que diseñaba proyectos, obtenía subsidios y producía informes (que terminaban en los archivos de las agencias subsidiantes, además de en algún artículo y/o ponencia) para escribir una nueva línea en mi curriculum que aumentara las probabilidades de tener éxito en los próximos subsidios, sin transferencia a la sociedad” (Wainerman 2015:116, 117).
IV.
La recuperación de la democracia en 1983 concitó una serie de marcados reacomodamientos en el escenario de la sociología local. En la Carrera de la UBA se produjo una profunda reorientación signada por la expulsión de los docentes que se habían hecho cargo de la institución durante los “años de plomo” y el regreso de un buen número de sociólogos que habían sido docentes en etapas previas. Con ello, esta institución recuperaba buena parte de la gravitación que los centros privados de investigación habían ganado en el período previo (Blois 2009).
Para quienes retomaban sus actividades en la Carrera se trataba de recuperar un espacio que había sido vaciado de “contenido sociológico”. Para ello, entre otras iniciativas, había que proceder a una rápida actualización e incorporación de las corrientes sociológicas más novedosas, desarrolladas en los centros mundiales de la disciplina, ignoradas en el período anterior por un conjunto de profesores visualizados como anticuados y, salvo alguna excepción, reaccionarios (Comisión Asesora Pedagógica 1985). Una vez más, como en el período fundacional, era preciso recuperar el “tiempo perdido” a partir de una apertura hacia los últimos desarrollos de la disciplina. Y, en efecto, tal como la revisión de los programas del período lo muestra, hubo una casi total renovación de los contenidos de las materias. Autores que habían sido considerados “subversivos” fueron reintroducidos, así como buena parte de las corrientes críticas de las ciencias sociales más recientes, especialmente de aquellas provenientes de Europa.
Ahora bien, la apertura hacia el exterior no coincidió con una apertura de igual intensidad hacia la propia historia de la disciplina en el país o la región, o hacia el estudio de las tradiciones vinculadas al ensayo. Lejos de ello, predominó una llamativa reluctancia a incluir el conjunto de textos y materiales producidos localmente en los años anteriores.
Semejante orientación, por supuesto, era parte de un proceso más general que se daba en el campo intelectual latinoamericano, signado por el descrédito de la teoría de la dependencia, a la que ahora se le achacaba un marcado simplismo y falta de rigor (Beigel 2006). A partir de la desoladora experiencia de las dictaduras militares y de la clara derrota de los movimientos que de una u otra forma habían promovido una transformación profunda en la región, se dio una creciente fe en torno a las bondades de la democracia y de la consolidación del estado de derecho (Lesgart 2003). En ese marco, buena parte de la literatura que se había propuesto pensar las condiciones particulares de los países de la región y elaborar una mirada más “propia”, muchas veces desde posiciones que no ocultaban una vocación contestataria y comprometida con la “liberación nacional”, quedaron asociadas a un pasado ciertamente traumático que era preciso superar (Casco 2008; Rinesi 2000). En ese marco, como se podría esperar, la preocupación por la “dependencia intelectual” perdió gravitación aun en el contexto de una institución en la que, al menos entre los estudiantes movilizados, la prédica “latinoamericanista” era moneda frecuente (Blois 2009).
Hubo, no obstante, una tentativa por crear una materia obligatoria sobre “Sociología latinoamericana” que, de acuerdo a quienes la impulsaban, debía abordar cuestiones tales como la teoría de la modernización, los enfoques de la dependencia y el capitalismo periférico, el desarrollo de los ciclos autoritarios en el Cono Sur, así como la problemática, ciertamente actual, de la transición a la democracia (Comisión Asesora Pedagógica 1985). Sin embargo, esa propuesta fue dejada de lado en el plan de estudios aprobado en 1988. Aun cuando parte de esas preocupaciones pudieran ser recogidas en algunas materias optativas, el hecho de no ser material obligatorio no podía dejar de acordarles una jerarquía simbólica menor: el alumno podía graduarse sin haber sido mínimamente familiarizado con ese bagaje de problemáticas y perspectivas.
El retraimiento de la bibliografía producida desde y para el análisis del país y la región era visible también en las materias dedicadas a la enseñanza de la teoría sociológica. En ellas, en términos generales, no se incluían lecturas que no proviniesen de los centros mundiales de la disciplina. Así, por ejemplo, en “Sociología General I” o “Sociología Sistemática”, materias sucesivamente a cargo de Juan Carlos Portantiero, una figura central en la nueva etapa de la Carrera, salvo alguna excepción menor, no había autores latinoamericanos. Ello contrastaba con los programas que ese mismo profesor había diseñado en su paso previo por esta institución en los años sesenta y setenta. En aquellos programas, además de las unidades dedicadas al análisis de las “categorías centrales para el análisis de la realidad social” como “Poder”, “Dominación” y “Hegemonía” que permanecían en la nueva etapa, no faltaban las unidades dedicadas al “Análisis de la dependencia”, el “Subdesarrollo” y “La relación entre metrópolis y países dependientes” en propuestas que, como la de la materia “Problemas de teoría sociológica” de 1971, combinaban autores como Antonio Gramsci, Louis Althusser o Talcott Parsons con Pablo González Casanova, Celso Furtado y Theotonio dos Santos. Ahora, esas unidades y autores habían sido desplazados, siendo incorporada una nueva batería de referencias entre las que se destacaban Michel Foucault y Jürgen Habermas. De ese modo, y tal como había sido en el período fundacional, la sociología, al menos en lo que hace a la producción de teorías o enfoques más generales, aparecía como una empresa eminentemente importadora: la reflexión teórica tendía a emanciparse, en lo que hacía a la selección de la bibliografía, de un mayor enraizamiento nacional y regional. Aun cuando presumiblemente la advertencia contra las “aplicaciones mecánicas” de las categorías producidas para pensar otras realidades pudiera ser frecuente, semejante orientación no podía dejar de trasmitir una idea según la cual las categorías y temas más “interesantes” provenían de los centros mundiales de la disciplina y que era allí hacia donde había que dirigir la mirada a la hora de buscar enfoques novedosos (Blois 2018b).
Hubo, con todo, ciertas materias de carácter optativo en las que, a contrapelo de aquella tendencia y con buena receptividad entre los estudiantes, se planteaba una reivindicación de la literatura vinculada a las tradiciones intelectuales argentinas y latinoamericanas. Sin embargo, esa recuperación de temas y autores se daba en lo esencial según una clave que reproducía la oposición entre una sociología “científica” y una sociología “ensayista” que, en consonancia con la historia previa, tendía a menospreciar la elaboración de investigaciones de base empírica, realizadas según los cánones que los estudiantes aprendían paralelamente en las materias metodológicas. Si a diferencia del pasado se evitaban las polémicas explícitas y las mutuas descalificaciones, la reactualización de esa oposición, así como de los estereotipos a ella asociados (el sociólogo “cientificista” vs el sociólogo “ensayista” o “antiacadémico”), limitaban el diálogo entre quienes se identificaban con una y otra concepción de la sociología. Ya no había, es cierto, la conflictividad del pasado. Pero el reconocimiento mutuo que podían darse se asemejaba a aquel reconocimiento propio del relativismo cultural que admite el valor de las otras culturas sin por ello propiciar necesariamente el diálogo o intercambio entre ellas. Para dar un ejemplo, en la materia optativa “Pensamiento Social Latinoamericano”, su titular, Horacio González, un ex integrante de las “cátedras nacionales” cultivaba un estilo decididamente antiacadémico que tomaba distancias de la sociología “profesionalizada” de aquellos que se insertaban en el CONICET o en los centros privados de investigación. El estudio de la producción intelectual nacional y latinoamericana tendía a asociarse en ese caso –y una vez más– a la producción de una sociología ensayística, inspirada de modo predominante en la lectura más o menos creativa de un corpus de textos, sin una vocación clara por conectar esas discusiones con la investigación empírica de la realidad local.
La reorganización de la Carrera tras la vuelta a la democracia inauguró un período de inusitada estabilidad que se extendería por muchos años. Si, como vimos, hasta allí se había dado una sucesión desordenada de ciclos cortos en los que la orientación general de los estudios, el plantel docente y las materias cambiaban periódicamente, a partir de entonces comenzó una etapa caracterizada por la permanencia en el tiempo de profesores, materias y programas. El plan de estudios aprobado en 1988 se mantuvo, tal como adelantamos en la introducción, sin modificaciones desde entonces. La divisoria entre una sociología más “profesionalista” que tendía a relegar el análisis de las tradiciones locales de pensamiento, y una sociología “ensayista” y “antiacadémica” que reivindicaba esas tradiciones –que, como vimos, echaba raíces en la anterior y accidentada historia de la esta institución– se mantuvo desde entonces, y en términos generales, como un principio duradero de visión y división de la disciplina.
REFLEXIONES FINALES
La diferenciación entre una sociología con pretensiones “científicas” y el llamado ensayismo que signó la creación de la Carrera de Sociología de la UBA no constituye una especificidad puramente local. A diferencia de lo ocurrido en los países centrales, donde quienes impulsaban la nueva disciplina debieron marcar sus diferencias con escritores, filósofos, psicólogos e historiadores, los sociólogos latinoamericanos tuvieron que afirmar su empresa intelectual centralmente en oposición a los ensayistas; por ello, semejante toma de distancias fue moneda corriente entre quienes impulsaban la creación de los espacios de formación (Jackson y Blanco 2014). Sin embargo, cuando se examina lo ocurrido en la Carrera de la UBA (y en otras instituciones animadas por sus graduados como los centros privados de investigación) a la luz de otras experiencias nacionales, algunas diferencias saltan a la vista. Para ilustrar esa especificidad tomemos el caso brasileño, una experiencia próxima y distante al mismo tiempo (Blois, 2015).
Los pioneros de la sociología “científica” en Brasil a mediados del siglo pasado no dejaron de marcar sus distancias con el ensayismo a la hora de legitimar la construcción de un “campo científico” ni se ahorraron las críticas al “impresionismo” propio de quienes a sus ojos habían descuidado la investigación empírica (Botelho 2015). No obstante, sus indagaciones y agendas de estudio fueron, tal como una buena cantidad de estudios lo han puesto en evidencia, construidas en el marco de un estrecho diálogo con esa tradición (Botelho 2007; Lima 1999). Posteriormente, en los años sesenta, cuando la preocupación por limitar los efectos perniciosos de la aplicación acrítica de conceptos elaborados en y para otras latitudes favoreció una explícita recuperación del ensayismo, ello no supuso en términos generales el abandono de la idea de la sociología como una disciplina con pretensiones científicas, informada y validada empíricamente. Lejos de ello, el recurso a la obra de los “ensayistas”, tal como por ejemplo afirmaba Octavio Ianni, constituía un valioso insumo para estimular la “imaginación sociológica” y construir una “agenda propia”, evitando el consumo pasivo de la sociología llegada desde otros mercados. Había allí, según esa mirada, una batería de interpretaciones “pioneras” que sería necio desconocer (Brasil Jr 2013).
1. El autor desea agradecer los comentarios y sugerencias de los evaluadores.
2. Desde hace algunos años la multiplicación de las carreras de grado en distintos puntos del país y la difusión de los estudios de posgrado en ciencias sociales han venido cuestionando la tradicional centralidad detentada por esta institución (Blois 2018a).
3. Este trabajo presenta parte de los hallazgos de una investigación más amplia sobre el desarrollo de la sociología en la Argentina en la segunda mitad del siglo XX realizada en el marco del Programa Historia y Memoria de la UBA. Por cuestiones de espacio y dado su carácter panorámico, buena parte del conjunto de pruebas empíricas debió ser dejado de lado. En esos casos, se remite al lector a los trabajos ya publicados.
4. Para tener una idea de la magnitud del apoyo recibido cabe señalar que el flamante Departamento de Sociología de la UBA recibió sólo de la Fundación Ford y la Rockefeller la suma de 245 mil dólares (Verón 1974), una cifra que, calculada a los valores de hoy, rondaría los dos millones de dólares.
5. Por supuesto, la diferenciación de la sociología del ensayismo fue una de las principales iniciativas desplegadas por Germani y sus colaboradores en vistas de legitimar su empresa académica en el espacio intelectual más general (Rubinich, 1994). El purismo científico, que los llevaba a trazar de modo permanente límites y clasificaciones (“pre-sociología” y “para-sociología”; “sociología de cátedra” y “sociología científica”), debe ser pensado como parte de una estrategia preocupada por valorizar la nueva oferta cultural (Blois 2008).
6. Cabe aquí mencionar como excepción la inclusión de La ciudad indiana de Juan Agustín García en la materia optativa “El proceso de urbanización”, a cargo de Germani en 1964. Preciso es aclarar que a la hora de analizar los programas de las materias siempre es necesario tener en cuenta que su contenido no puede ser asumido como un reflejo cabal de lo que ocurría en las materias. Como han señalado los especialistas en educación, al lado de los contenidos formales hay siempre un “curriculum oculto” que incluye una serie más amplia de elementos: desde textos que no figuran en los programas pero que pueden ser enseñados hasta la forma en que esa bibliografía es impartida, con sus énfasis y valoraciones diferenciadas. Hecha esa aclaración, creemos, no obstante, que los programas constituyen una vía valiosa para reconstruir las orientaciones de las distintas materias a lo largo del tiempo.
7. Cabe mencionar que algunos de los llamados “sociólogos de cátedra”, como Raúl Orgaz, profesor de la Universidad Nacional de Córdoba, se habían mostrado preocupados en los años previos por el estudio sistemático de las tradiciones locales de pensamiento. Si bien excede los alcances de este artículo, sería interesante reconstruir el vínculo que otras carreras y espacios de formación del país entablaron con esas tradiciones para ver similitudes y diferencias con el caso de la UBA.
8. La reacción de los ensayistas frente a la “sociología científica”, una empresa que ponía en cuestión su tradicional ascendiente intelectual (Saítta 2004), no fue menos agresiva. La reivindicación del carácter antiacadémico de su trabajo, la defensa de la intuición o el conocimiento forjado en la “experiencia de vida”, sumados al cultivo de un lenguaje llano y no especializado, fueron entonces movilizados contra el enfoque “cientificista” de los sociólogos. Con todo, ello no impidió que ensayistas como Juan José Sebreli o Arturo Jauretche movilizaran algunos de los hallazgos e informaciones provistos por la “sociología científica” en sus propios análisis. Según Neiburg, la incorporación de la sociología por el ensayismo, aunque disimulada, puede ser vista como uno de los indicadores del arraigo de la sociología motorizada por Germani: “justamente, la de transformarse en la voz de la ciencia, consagrándose como sociología científica y transmitiendo parte de aquella autoridad aún a aquellos que la citaban para atacarla” (Neiburg, 1998: 90).
9. El ascendiente de los ensayistas fue tal que según una nota realizada en 1971 por el semanario Panorama, para la que se habían encuestado a cincuenta ingresantes a la Carrera, entre las figuras más mencionadas como inspiradoras a la hora de elegir los estudios, figuraban Scalabrini Ortiz, Hernández Arregui y Abelardo Ramos, al lado de personajes directamente políticos como el Che Guevara o Perón.
10. El gesto no se diferenciaba de la actitud de Germani quien, frente al notable éxito editorial de Buenos Aires, vida cotidiana y alienación de Juan José Sebreli –rondaba los 40 mil ejemplares vendidos al año de su edición (Saítta, 2004)-, se limitó a observar que el libro sólo había tenido una buena acogida en el público “porque inclu[ía] chismes sobre el comportamiento sexual de los porteños” (citado en Confirmado, 16/7/1965, p.37).
11. Pese a las agudas polémicas suscitadas por sus vinculaciones con las fundaciones filantrópicas norteamericanas, en los años previos los centros privados de investigación habían podido desarrollar una intensa agenda de estudios. El período inaugurado por el golpe militar de 1976 no haría más que reforzar su gravitación vis a vis el retroceso de la Carrera, situación que justifica su inclusión en esta sección. Entre los centros que tenían una presencia destacada de sociólogos vinculados a la UBA, se destacaban el Centro de Estudios de Población (CENEP), el Centro de Investigaciones sobre el Estado y la Administración (CISEA), el Centro de Estudios de la Sociedad y el Estado (CISEA), el Centro de Estudios de Estado y Sociedad (CEDES) y el Centro de Investigaciones en Ciencias Sociales (CICSO).
12. Sólo Osvaldo Verón, un joven graduado de la Carrera, a cargo de la materia “Sociología General II”, hacía uso de algunos textos de Jorge Graciarena, Ruth Sautu y Gino Germani (Blois 2019).
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