ARTÍCULO
El intelectual de la cultura y la sociología en la Argentina: un análisis a partir del caso de Horacio González
The intellectual of culture and sociology in Argentina: an analysis from the case of Horacio González
Esteban Torres
esteban.tc@conicet.gov.ar
Juan Pablo Gonnet
juanpablogonnet@conicet.gov.ar
Facultad de Ciencias Sociales - Universidad Nacional de Córdoba; CONICET. Argentina
Recibido: 01|07|17
Aceptado: 19|12|17
Resumen
En el artículo nos ocupamos del complejo vínculo existente entre lo que denominamos el intelectual de la cultura y la sociología en la Argentina. Interesa tal relación en tanto las ideas y las prácticas del intelectual de la cultura resultan gravitantes en la construcción de las ciencias sociales en nuestro país. Los planteos del sociólogo porteño Horacio González condensan ejemplarmente la mediación referida. En el texto reconstruimos los aspectos nucleares del posicionamiento del autor y discutimos sus limitaciones. Recibe especial atención la crítica que efectúa González a las formas científica y teórica de la práctica intelectual, a las cuales califica de “estilos bajos”. En oposición a ello el autor concibe la filosofía y el ensayismo como “estilos altos”. Su radical cuestionamiento al proyecto sociológico de Gino Germani y al marxismo cobra sentido a partir de esta clasificación simplificadora. Apoyado en los argumentos acumulados a lo largo del análisis proponemos finalmente caracterizar la empresa de González como un deconstructivismo histórico culturalista. A partir del presente producto buscamos alimentar la imprescindible discusión respecto a los fundamentos y las identidades de la sociología y de las ciencias sociales nacionales y regionales en tiempos de inauguración de la Carrera de Sociología en la Universidad Nacional de Córdoba.
Palabras clave: Intelectual de la cultura; Sociología Argentina; Ensayismo.
Abstract
In the article we deal with the complex link between what we call the intellectual of culture and sociology in Argentina. We are interested in such a relationship as the ideas and practices of the intellectual of culture are gravitating in the construction of social sciences in our country. The proposals of sociologist Horacio González summarize exemplarily the aforementioned mediation. In the text we reconstruct the nuclear aspects of the author's positioning and discuss its limitations. Special attention is paid to the criticism made by González to the scientific and theoretical forms of intellectual practice, which he describes as "low styles". In opposition to this the author conceives the philosophy and the essayistic tradition as "high styles". His radical questioning of Germani's sociological project and Marxism makes sense from this simplifying classification. From the arguments accumulated throughout the analysis, we finally propose to characterize González's project as a historical culturalist deconstructivism. From this product we seek to feed the essential discussion on the foundations and identities of sociology and national and regional social sciences at the time of the inauguration of the Career of Sociology at the National University of Córdoba.
Key words: Intellectual of the culture; Argentinean Sociology; Essayist tradition.
EL INTELECTUAL DE LA CULTURA EN LAS CIENCIAS SOCIALES: ELEMENTOS CENTRALES DE UNA TIPOLOGÍA NACIONAL
En el presente trabajo analizamos los aspectos sustantivos de la práctica intelectual del sociólogo porteño Horacio González. Interesa su figura en tanto resulta la manifestación paradigmática de un tipo ideal concreto que denominamos el intelectual de la cultura, cuya trayectoria se desenvuelve en algunos casos en el campo de las ciencias sociales. Nos detendremos en primera instancia en una caracterización general de la figura en cuestión para luego prestar atención a las prácticas intelectuales y a la visión de las ciencias sociales propuestas por González. Revisar los planteos de este autor resulta significativo en tanto el proyecto que promociona el intelectual de la cultura ejerce una gravitación considerable en los debates metodológicos y epistemológicos de las ciencias sociales de nuestro país. Uno de los objetivos centrales de este artículo es analizar las limitaciones que acarrea el proyecto comentado, limitaciones que se convierten en obstáculos epistemológicos y metodológicos para el desarrollo de la investigación sociológica en América Latina.
El intelectual de la cultura, tal como lo entendemos, es actualmente la figura dominante en la Argentina en el campo de los estudios sociales críticos o progresistas. Por tal motivo, y porque reúne a buena parte de los talentos intelectuales del país, es que nos interesa detenernos en su análisis. Tal modalidad de práctica intelectual hunde sus raíces en la historia nacional y de América Latina. El intelectual de la cultura se asocia comúnmente con la figura del escritor, culto, liberal, inmerso en la vida social literaria y artística urbana, y eventualmente articulado a círculos de intelectuales-escritores. Si bien en la mayoría de los casos los intelectuales de la cultura -sean académicos o no- se nuclean en torno a las llamadas revistas culturales, por lo general cada uno no acepta reconocerse en primera instancia como parte de un espacio colectivo. Antes que nada, y pese a ciertas dinámicas comunitarias en la que se encuentran inmersos, la voz del intelectual de la cultura es solitaria, en los términos elocuentemente expuestos por Edward Said (Said, 1996). Esta modalidad intelectual se suele orientar a la reflexión en círculos reducidos o bien a la intervención discursiva en la esfera pública, siendo el ensayo su forma escritural excluyente. Ahora bien, junto con reconocer que el intelectual de la cultura es una figura dominante en el mundo intelectual y científico-social del progresismo en Argentina, es necesario aclarar que su expansión se detuvo hacia el final de la década del 90. De allí en adelante entra en una fase de declive bastante pronunciada, junto con las demás expresiones de la cultura letrada. En líneas generales, tal descenso se produce simultáneamente al ascenso sostenido de la figura del experto. En cualquier caso, tal tendencia a la baja no quita que aún se trate de una expresión protagónica que ha logrado capturar en estos tiempos la mayor porción del reconocimiento de la comunidad académica progresista o de izquierdas.
En principio, identificamos cuatro vectores íntimamente relacionados que distinguen a los intelectuales de la cultura. Estos serían: 1) el rechazo a cualquier principio de supeditación social; 2) el rechazo a cualquier principio de cientificidad para sus prácticas intelectuales; 3) la adopción de un nacionalismo metodológico como sentido común incuestionable1; 4) el recurso a una memoria histórica exclusivamente nacional para la construcción del objeto de las ciencias sociales.
En cuanto al primero, el intelectual de la cultura asume, por lo general en forma velada, una posición de rechazo contra cualquier principio de supeditación. Esta posición siempre se ajusta y se modera discursivamente en función de las relaciones concretas de poder en un tiempo y espacio dado. En aquellas ocasiones en que las relaciones de poder entre los intelectuales de la cultura y los partidos o movimientos políticos -sean estos de su simpatía o no- se inclinan en mayor proporción a favor de los segundos, entonces el discurso que suele primar es el de la resistencia ética a la subordinación política. Esto último se suele expresar también, en términos más distanciados, como el reclamo de la autonomía irreductible del intelectual a partir de un llamado al respeto de las diferencias. Asumiendo la lógica de actuación de este tipo intelectual, el intelectual de la cultura acepta reconocerse en una discusión sobre el rol o la función del intelectual sí y sólo si tal idea de función no se asocia con una autoridad supra-individual que pueda incidir en un proceso de asignación de funciones a los propios intelectuales. En términos generales, el intelectual de la cultura se auto-legitima ética y políticamente a partir de una idea de crítica no subsumida a ningún principio concreto de servicio o de necesidad social, a ninguna razón investigativa, como así tampoco en sentido estricto a ningún proyecto colectivo, incluso excluyendo en algunos casos el de su pequeña comunidad de referencia. En muchas ocasiones este tipo se identifica –aunque no abiertamente- con una idea de vanguardia que imaginariamente dialoga y conduce intelectualmente a la sociedad de su tiempo, pero que en la práctica concreta suele resultar endogámica, autorreferencial y elitista. El intelectual de la cultura se suele imaginar en una posición de flotación por encima de las luchas político-partidarias pero no de lo que imaginan como la trama cultural de la política como un todo.
Respecto del segundo punto mencionado, es posible observar que pese a que el intelectual de la cultura despliega mayoritariamente su trayectoria en la universidad o en instituciones estatales dedicadas a la investigación social y filosófica, y siendo trabajadores asalariados de ambas instituciones, éste promociona el desdén por la práctica socio-científica, a lo que se suma con fuerza a partir de los 80 el rechazo monolítico a la creciente profesionalización en todas sus formas. En la práctica, si frente al poder político exige autonomía, frente a las prácticas teóricas diferentes el intelectual de la cultura exige una subordinación indirecta a partir del desconocimiento o la descalificación activa de ésta última. El primero y el segundo de los vectores se vinculan en el punto en el que la ciencia reclama el cumplimiento de reglas de validación intersubjetiva (no exclusivamente empíricas) que exceden el momento de la enunciación individual, atentando contra el principio general de no supeditación. Dicho en otros términos, siendo la ciencia -y no solamente la ciencia social- un dispositivo de supeditación social, es posible comprender por qué el intelectual de la cultura rechaza lo científico. Se pueden distinguir dos modos generales y complementarios de supeditación social en las ciencias sociales. El primero de ellos es la supeditación a las reglas colectivas de la institución-ciencia. El segundo, producto del primero, es la supeditación a la propia realidad social estudiada, esto es, a los actores sociales que conforman el objeto de estudio, lo cual evidentemente descentra al investigador y le quita protagonismo enunciativo. Un punto clave a considerar aquí es que el intelectual de la cultura, pese a los rechazos mencionados, no renuncia a la función de representación colectiva y a la función de portavoz de las mayorías.
Más arriba indicamos que el intelectual de la cultura propone un discurso de pertenencia al ámbito y a la tradición de la cultura nacional. Ahora bien, la propia intervención en tal espacio bajo un principio de no supeditación y de exclusión de toda cientificidad los lleva por defecto a la adopción de un visión marcadamente culturalista de los procesos políticos y socio-históricos nacionales. Los intelectuales de la cultura no están dispuestos a abandonar un horizonte de totalidad social para su práctica reflexiva, en tanto pretenden fundar las grandes narrativas históricas del país. Ahora bien, tal pretensión totalizante no encuentra asidero en la práctica en tanto excluyen el análisis de los procesos socio-económicos, y más en concreto de una lógica de articulación entre economía, política y cultura. Una de las consecuencias más notorias de tal reduccionismo es la desatención a un espacio global, que no accidentalmente es el arreglo espacial de referencia de las dinámicas económicas. El intelectual de la cultura termina haciendo realidad los temores que a fines de la década del ´80 expresaron Norbert Lechner y Alain Touraine al observar el giro culturalista de los intelectuales socialistas latinoamericanos a partir del advenimiento de la democracia formal en el continente2.
Veamos, por último, el cuarto elemento. Si en el punto anterior esbozamos el problema del reduccionismo espacial, aquí el déficit se traslada a la temporalidad dominante que proyecta el intelectual de la cultura. En principio éste apuesta por supeditar el movimiento de las ciencias sociales, con sus correspondientes desafíos futuros, a una historia principalmente nacional de tales tradiciones. Si bien se trata de un encuadre positivo y valioso en tanto nos alerta contra todo reduccionismo ahistórico, tal apelación a la historia encuentra su límite en una sobre-ponderación de la memoria, de la tradición y de lo heredado en detrimento de lo novedoso. Para el intelectual de la cultura toda reflexión -y no sólo la indagación científica- se supedita casi completamente a una historia culturalista de las ideas sociales, políticas y sociológicas nacionales. Podemos corroborar que si la sociología de Bourdieu es una sociología de la sociología, las “ciencias” sociales que recrean los intelectuales de la cultura se desenvuelve principalmente a la luz de una historia nacional –en algunos casos, también regional- de las disciplinas3. Junto a ello, es constatable que para este tipo de práctica intelectual la temporalidad suele reducirse a una tensión pasado-presente, primando el primer elemento sobre el segundo. Si bien sería absurdo cuestionar que la memoria es uno de los elementos constitutivos centrales que nutre cualquier identidad teórico-política históricamente situada, los intelectuales de la cultura suelen encontrarse sujetos en sus prácticas intelectuales a un tipo de recuperación histórico-biográfica o histórico-general que roza un determinismo histórico culturalista4, y que por tanto anula toda posibilidad de proyectarse desde el presente hacia el futuro a partir de ella5.
HORACIO GONZÁLEZ Y LA DESTITUCIÓN DE LA SOCIOLOGÍA
La figura central del intelectual de la cultura en las ciencias sociales contemporáneas nacionales probablemente sea Horacio González. Éste merece especial atención dado que, a diferencia de otros intelectuales de la cultura, desarrolla toda su trayectoria intelectual en el campo académico de las ciencias sociales. La trayectoria del sociólogo porteño, que tiene como epicentro la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de Buenos Aires, posee la particularidad que se efectúa promoviendo activamente la práctica ensayística en las ciencias sociales y particularmente en la sociología. Nos detenemos en su figura y no en la Beatriz Sarlo (otra intelectual de la cultura de referencia ineludible), porque esta última no se inscribe en el campo de las ciencias sociales y por lo tanto sus prácticas intelectuales permanecerían fuera del territorio de incidencia y de valoración del proyecto intelectual del científico-social. El ejercicio intelectual de González se expresa a partir de una práctica ensayística dispuesta a alimentar un estilo que a nuestro entender se ajusta a la perfección a las cuatro coordenadas expuestas en el punto anterior. En sintonía con la tipología general presentada, aquella tarea intelectual de González que excede su función docente universitaria se asocia principalmente al proyecto de las revistas culturales. A ello se añade en los últimos años la participación en Carta Abierta, un espacio político-cultural que nuclea a un conjunto de intelectuales que simpatizan con el movimiento kirchnerista y que se orienta a incidir en la agenda pública y mediática. El espacio editorial de referencia en torno a la cual el sociólogo despliega su energía intelectual en las últimas décadas es la revista cultural el Ojo Mocho. Tal emprendimiento se define como una revista de Crítica Cultural y Política, entendiendo aquí por crítica una versión paradigmática de la crítica a la dominación. Lo que el proyecto del Ojo Mocho eleva por encima de otros rasgos constitutivos es un reclamo de autonomía individual presentada como crítica a toda supeditación y, por lo tanto, como rechazo de cualquier regla que regule las prácticas intelectuales. Antes que hacerse la pregunta por el mejor modo de conocer lo social, la pregunta autorreferencial que se hacen desde la editorial de dicha Revista es cómo pensar el ensayo como alternativa a la escritura académica, dando por supuesto las ventajas del primero como forma de intelección y como forma de ejercicio de la libertad y la autonomía en primer instancia individual6. Coincidentemente, las coordenadas identitarias que promueve el espacio editorial de referencia de González no discrepan con el modo en que éste concibe su espacio de militancia intelectual-político. El autor define explícitamente a Carta Abierta como un grupo compuesto de irreductibilidades individuales, aclarando que no existe algo así como la identidad colectivo-política del intelectual (González 2012: 3)
Una de los posicionamientos centrales de González, en tanto intelectual de la cultura, es precisamente el rechazo de cualquier principio de cientificidad, o lo que es lo mismo, de cualquier método de análisis para la indagación social. La creencia en la posibilidad de forjar una ciencia relacionada con los asuntos sociales no sería para González, dicho en sus propios términos, más que un pecado de juventud. Tal apreciación se percibe con total nitidez cuando ausculta el proyecto germaniano (González 2000: 70). Si bien su rechazo al espíritu científico se suele manifestar a partir de la oposición a la teoría social sistemática, se trata de un rechazo más generalizado a la integración de la técnica en el saber y por tanto al desarrollo de cualquier conocimiento técnico-social. El conjunto de la investigación social queda apresada por González bajo el rótulo de “profesionalismo”, al que burlonamente admite reconocer en la medida que se lo considere “una ficción más cuya materia se nutre de una red burocrática que no necesariamente evita ser inocua” (González 1993: 34)
Lo que González opone a las prácticas profesionales del científico es la plena identificación con la figura del escritor, y más exactamente con la figura del escritor intelectual que logra cultivar un estilo superior al resto a partir de una autoconciencia moral contrariada y trágica que tiene como forma de comunicación excluyente el ensayo7. La máxima de Marshall McLuhan “el medio es el mensaje” parece ajustarse a la perfección para un autor que por momentos recae en un determinismo estilístico de la moral y la capacidad intelectual.
El sociólogo porteño será capaz de decir, literalmente, que el ensayo8 es el estilo de la mirada moral contrariada que se interpone en el mundo y que está siempre en estado de ebullición o de pesadumbre, de llamamiento o de inquietud. Junto a ello, añadirá que el ensayo pone a los sujetos en un problemático “colectivo moral” –comillas del autor- que les puede revelar sus libertades pero puede también oscurecerles las vías de la comprensión, y que por eso mismo, tanto por sus virtudes como por sus abdicaciones, fue combatido por las corrientes científicas (González 1999: 9). El intelectual, entendido idealmente como intelectual trágico, sería para González aquel que “...crea poderes que deberá rechazar, imagina libertades que no tiene, realiza renuncias que tal vez poco importan y cree adquirir su mejor voz cuando se transforma, pesada y pesarosamente, en ‘orgánico’” (González en De Diego 2003: 78). No podríamos más que coincidir con Beatriz Sarlo cuando indica que González se sitúa en uno de los extremos del arco: el de la pura negatividad9. En una dirección similar, Castro y Warley supieron contestarle a González a fines de los 80, en un texto que llevó por título “El drama de las bellas almas”, que el “libre albedrío” que éste propone no hace sino afirmar la autonomía intelectual, la absolutiza, en tanto la restringe a un campo de decires y pareceres que decantan peligrosamente hacia el esteticismo. Ambos afirmarán que de lo que se trata, en cambio, es de discutir a quién sirven las bellas almas (Castro y Warley 1988: 62)
Si para José María Aricó, para Oscar del Barco y para José Medina Echavarría (décadas antes) la vida intelectual es la búsqueda de prefigurar el futuro, de darnos un destino como sociedad10, para González la cuestión se reduce a la creación de un estilo (González 2012: s/p). Si bien González no lo aclara en su texto, aquí por creación de un estilo se refiere a la búsqueda de originalidad en el decir, a la consabida pretensión foucaultiana de la innovación como fin en sí mismo. El autor identifica la existencia de estilos altos y bajos. Exhibiendo una posición anti-científica radical, serán “estilos bajos” par González la teoría sistemática y la investigación empírica, siendo la primera para el autor un dogmatismo formalista y la segunda una rusticidad empirista (González 2012: s/p)
Al acercarnos algo más a su tipologización, constatamos que González considera la teoría social como un estilo bajo divulgativo y la investigación con base empírica como un estilo bajo empírico (González 2012: s/p). Luego de aclarar que puede haber opiniones conservadoras de gran estilo así como opiniones de izquierda de estilos bajos –tanto divulgativos como empíricos- González invita a la izquierda a mantener estilos altos, siendo Bourdieu y Sartre los nombres que menciona como referentes de esta figura superadora. Ahora bien, siendo que el sociólogo francés desarrolla una teoría sistemática, y dado que la teoría es para González un estilo bajo divulgativo (y por tanto desechable), entendemos que la fuente de identificación con éste se reduce exclusivamente a su componente liberal-crítico. Las referencias se torna aún más endebles cuando González decide “bourdieanizar” a Lukács, al señalar que es partidario de “la antigua idea lukacsiana de que la vida intelectual parece ser el raro sostenimiento de una ética de izquierda con la capacidad de encarar cualquier linaje plural del pensamiento humano” (González 2012: s/p)
Se hace evidente de este modo que la idea de pluralidad que promueve González opera al interior del plano de los estilos altos. La teoría social no sería lo otro plural sino lo dispuesto a ser negado. Prestando atención a la caracterización un tanto forzada que efectúa González de ciertas tradiciones teóricas, y más en concreto de los diferentes autores de la sociología nacional y de las trifulcas históricas y políticas del campo intelectual en un territorio acotado como es la Universidad de Buenos Aires –que paso siguiente argentiniza-, es posible identificar una concepción general más precisa de lo que González entiende por teoría sociológica, sea cual sea su matriz ideológica. La teoría social moderna reúne para González los mismos dos elementos negativos que le reconocieran Foucault y Bourdieu: un esquema racionalista de imposición totalitaria que oprime a los restantes lenguajes, y junto a ello un elemento de extrema simplificación que adultera la complejidad de la realidad sociocultural.
El modo en que González distribuye y balancea ambos registros cambia según el texto y la referencia que observemos. Recuperando registros literales, la teoría con pretensiones científicas sería entonces para González: a) Una fórmula con estilo aparentemente difusionista, una desesperante vulgata a la que hay que adecuarse (González 2012: s/p)11; b) Una forma aplanada desde el punto de vista escritural y reflexivo (González 2000: 50), un armado rústico (González 2000: 56); c) Un dispositivo de desmantelamiento del lenguaje y un mecanismo de aprisionamiento lingüístico (González 1999: 11); d) Un molde apriorístico ideal orientado a la restricción y al control de la inagotable proliferación de imágenes sociales y las propias contingencias que le dan a la sociedad su forma cultural-política(González 2000: 71); y e) una voluntad de rectitud del pensar, poco densa y espesa, siendo lo denso y lo espeso rasgos positivos de lo real, y específicamente de lo cultural (González 2000: 71)
El autor consuma de este modo su ataque frontal a los dos elementos comentados, el teórico-formal y el técnico-empírico. Si para González la sociología es vulgar, aplanada escrituralmente, poco reflexiva, poco densa, así como la expresión de una rectitud apriorística, el ensayo filosófico literario, en cambio, es la manifestación del estilo alto comentado. Si la sociología es aprisionadora, restrictiva, controladora y desmanteladora, por su parte la literatura, la filosofía y el ensayo son expresiones de liberación, de emancipación y de expresión genuina de lo real. Si para González la sociología en sus dos estilos bajos es dominante en relación con la tradición culturalista del ensayo, ésta última es la garante en la resistencia tanto de la liberación como de la representación plena de los territorios culturales y políticos de las sociedades nacionales, territorios que para nuestro autor albergan un tesoro de saberes irreductibles. La pobreza de la sociología parece presentarse a los ojos de González como el producto de una gran alienación del sociólogo, que adopta la forma de una refutación apriorística que opera en el vacío de una trama histórico-cultural (González 2000: 92)
La crítica de González, disparada primero contra Germani y luego contra el marxismo, puede extrapolarse a todas aquellas ciencias sociales con pretensiones científico-teóricas que no aceptan la eliminación de un momento de positividad del saber. La sociología como práctica y como tradición intelectual expresa según el sociólogo porteño “la unidad contradictoria de una ciencia que se desdoblaba en un espiritualismo de justicia social y en un profetismo de redentores sociales que pedían diálogos precisos al saber “positivo” (González 2000: 36)12. Es observable como González adapta al campo nacional la crítica que efectúa Bourdieu a los intelectuales modernos de izquierda. Reproduciendo el argumento del sociólogo francés, nuestro autor considera a éstos últimos como agentes embebidos de un compromiso político reificante y reificado, muchas veces orgánico y siempre desmedido, que redunda en un tipo de intelección empobrecida que combina ignorancia con autoritarismo en una ecuación variable. Ahora bien, la diferencia entre Bourdieu y González en este punto radica en que el primero lleva adelante su crítica en nombre del reconocimiento y la renovación científica de la sociología, mientras que la razón crítica de nuestro autor se inspira en un proyecto consustanciado con su absoluta negación. En este marco, según el parámetro de González, cualquier práctica intelectual que desconozca una negatividad absoluta pasaría a engrosar la fila de los estilos bajos o los saberes vulgares.
Desde una pretendida posición de exterioridad, González busca rechazar el proyecto de las ciencias sociales como un todo cuando acusa a la sociología de desliteraturizar el pensamiento (González 2000: 50). Pero el locus de tal enunciación es un no-lugar por dos motivos: porque González forma parte activa y reproductiva del campo de las ciencias sociales y porque el núcleo identitario de las ciencias sociales se define y se definió históricamente por contraposición a la literatura (no así respecto a la filosofía). De más está decir que no se puede llamar la atención sobre un proceso que nunca existió. Si la literatura ingresa en las ciencias sociales lo hace como objeto pero no como un discurso propio y constitutivo del campo. Muy por el contrario, es González quien pretende literaturizar el espacio de la sociología, des-sociologizando el pensamiento en el campo de las ciencias sociales. González lleva a cabo una maniobra de des-sociologización y re-sociologización continua, siendo el primer movimiento conceptual y el segundo discursivo. Nuestro autor ataca a la sociología y a las ciencias sociales como en todo en nombre de la sociología -desde su posición de sociólogo y científico social titulado- y en ningún caso renuncia a presentarse en primera instancia como sociólogo, siendo el principal denostador de la tradición sociológica.
Ahora bien, González no pretende desconocer a toda la sociología por igual: si a la sociología contemporánea, en particular a la sociología de Germani, la anula con la literatura, luego opta por una apropiación literaria de los clásicos de la sociología, rescatándolos parcialmente y en sus propios términos -esto es, adulterándolos- de los supuestos moldes cientificistas de la sociología profesionalizada. Tal operación se hace evidente con solo leer el título del libro que González compila sobre la historia de la sociología: “Historia crítica de la sociología argentina. Los raros, los clásicos, los científicos y los discrepantes”. Si bien tal catalogación podría resultar de la simpatía de Germani, la consideración de los clásicos como no científicos es una negación de la ilustración moderna y con ello del horizonte de expectativas racionalistas que da nacimiento a la sociología, así como una demostración del completo desinterés de González por fundar un pensamiento a partir de un principio de cientificidad diferente. En este juego de clasificación pareciera que la táctica del sociólogo porteño consiste en seguir la nomenclatura de Germani, habilitando su idea inaugural de ciencia en el plano superficial de los nombres13, para luego, una vez concentrado todo lo científico en el proyecto germaniano, proceder a aislarlo y a debilitarlo para terminar definitivamente con él, acabando de este modo con toda pretensión racionalista y científica de las ciencias sociales. Tal clasificación sería un modo táctico de reescribir un pasado a la vez glorioso y literario para una sociología no sociológica. En cualquier caso, la idea de lo científico que ofrece González es caricaturesca: solo se refiere a ella como una forma de pensamiento rustico o de aprisionamiento que hay que rechazar.
Como ya anticipamos, esta misión parece cobrar la forma de un extraño ajuste de cuentas histórico con la sociología germaniana. Desde un registro fuera de toda proporción, González propone re-escribir la historia de la sociología nacional como la historia de una persecución germaniana al ensayo, si bien en algunos pasajes lo presenta en términos generalistas como parte de una historia de la cultura argentina (González 2000: 11). No deja de llamar la atención que el sociólogo porteño se obsesione con la crítica a la dominación germaniana en la actualidad cuando en el mundo de las ciencias sociales nacionales no hay un solo proyecto potente de sociología histórica sistemática, menos aún con posibilidades ciertas de hegemonía. Sobredimensionando lo propio, González señala peyorativamente que la sociología científica prácticamente se concentró en “desprestigiar los actos y torsiones del ensayo que constituía parte de la historia cultural nacional, en nombre de menesterosas técnicas de medición, inspiradas en una idea acrítica de modernización surgida de realidades políticas que los nuevos científicos suponían dispensadas de autorreflexión” (González 1999: 9-10). González se muerde la cola desde el momento que lleva a cabo exactamente lo que según él efectúo Germani con afán destructivo: desprestigiar lo diferente.
De igual modo, la denigración de González de la historia de la sociología que ofrece Francisco Delich, ésta última atenta al legado de Medina Echavarría, de Germani, de Marx y de Wright Mills14, se inscribe en el comentado rechazo a todo conocimiento metódico para el análisis social. Así, se puede entender por qué González-el-sociólogo suele despertar la simpatía y la admiración de aquellos filósofos nacionales que también son propensos a invalidar las ciencias sociales15. Si toda filosofía es un estilo alto, todo el estilo sociológico está por los suelos. En este esquema dual, estratificado, sin vasos comunicantes, todo indica que para González la sociología que se propone dialogar con la filosofía es un estilo superior al que no la hace (allí el reconocimiento a Bourdieu), pero la filosofía que dialoga constructivamente con las ciencias sociales es de un estilo inferior a la que prefiere olvidarse de ellas. De este modo, no creemos que sus simpatías por Bourdieu vayan acompañadas de una genuina admiración. En todo caso, suponemos que puede encontrar en el intelectual francés al mejor de los sociólogos contemporáneos, lo cual no sería mucho decir en los términos de González. En tanto estilo bajo, la sociología representa para el autor la filosofía de los no filósofos. Es una invención por defecto, “una vasija de embalse con pretensiones de ciencia nueva en la cual se colocan los temas filosóficos” (González 2000: 69). Si la literatura, la filosofía y el ensayo son para González la manifestación de la imaginación dramática, que sería la única imaginación que intelectualmente vale la pena, en las antípodas se sitúa la sociología como una ciencia estricta y carente de imaginación. Tal oposición marca para González la historia de la “sociología” nacional. No sabríamos hasta qué punto González asume transitoriamente un sentido común objetivista (negado por su culturalismo) o empirista (negado como estilo bajo) cuando declara que “no hay una ciencia superior a los hechos y que no esté en el interior de la trama compleja e histórica que tienen los hechos” (González 2007: 10). Pero sea cual sea la fundamentación que sostiene su crítica, González indica desde una posición radicalmente anti-teórica y anticientífica, que “no se puede generar una situación instrumentalista, puesto que poseemos ya una verdad científica, solo bastaría aplicarla, solo bastaría encontrar al sujeto que nos es exterior a nosotros mismos, para ofrecerles el bálsamo de una redención que nosotros de antemano conoceríamos” (2007: 10). Con esa referencia tan trivial de un conocer “de antemano” no solo invierte el vector de Bachelard, que apunta a un tránsito de lo racional o lo real, sino que se rebela contra cualquier compromiso ético del pensamiento social crítico que no sea el de aquella libertad individual siempre irreductible, que anida en la sociedad compleja de diferentes formas, siempre coaccionada por la dominación en todas sus expresiones y naturalezas, pero preferentemente por la dominación estatal. Profundizando la caricaturización en la misma línea, González no tiene inconvenientes en afirmar que las ciencias sociales no son más que “una forma de frustrar el dato singular, las vidas específicas, el acontecimiento imposible de ser reducido a leyes genéricas” (González 1999: 49-50). No hace falta remontarse al “selecto y pulcro cruce de lanzas entre Quesada y Cané”, al “perpetuo debate” entre la escisión neokantiana entre ciencias de la naturaleza y ciencias del espíritu, tal como nos sugiere retrospectivamente González, para registrar el grado de adulteración y la obstinación simplificadora que acompaña sus prejuicios sobre las ciencias sociales y sobre la reconstrucción de las tensiones centrales de las ideas sociales en la Argentina.
Tal es la prisa de nuestro autor por desembarazarse cómodamente de la teoría sistemática que confunde un principio de sistematicidad con un espíritu de especialización. De este modo, González niega la existencia de lo sistemático-general, que es lo propio de una teoría sociológica. Si bien difícilmente tal idea se la tome en serio, el autor no duda en explicitarla: la realidad sistemática edificada por la sociología “debía habilitar luego a las “sociología especiales” regidas por un ideal “interdisciplinario” (González 2000: 96)16. Si algo tiene la tradición sistemática de la sociología moderna es un contrato con una teoría general, visión general que se pone en marcha a partir de una teoría de la evolución o del cambio social, mayoritariamente materialista histórica (o materialista histórico-geográfica, como prefiere señalar Harvey) y/o sistémica17. La puntada final que da González respecto a la equivalencia comentada simplemente consistirá en describir, con cierto regocijo, la derrota actual y aparentemente definitiva de la sociología sistemática. Para el autor, la ratio “sistémica” se ha perdido: “un optimismo hecho trizas por un mundo donde todo asemejaba a un único pasaje de “Sociologías especiales” autonomizadas como astillas de un antiguo planeta explotado, al que apenas el clima posmodernista ayudaba para desculpabilizar de la ruptura definitiva de los vínculos interdisciplinarios” (González 2000: 96)
González conduce su interpretación más allá de las visiones posmodernas y post-estructuralistas, las cuales tienden a igualar en términos de conocimiento el discurso científico con cualquier otro discurso, así como el saber científico con cualquier otro saber. El autor deja entrever, poniendo en acto la noción liberal de crítica ya comentada, que el discurso científico, sea éste teoricista o empirista, es más bajo que los restantes. Pero a diferencia de otras críticas como la de Bruno Latour (ver Latour, 2007; 2008), la teoría sería para González un estilo bajo en primera instancia no por sus pretensiones particularistas de dominación general sino porque es un discurso vulgar, poco reflexivo y desprovisto de lucidez. El “tesoro de saberes de una sociedad”, expresión que fascina a González y que repite incontables veces, parece excluir los saberes científicos. Nos preguntamos hasta qué punto la actitud destituyente de González en relación a las ciencias sociales y la sociología podría constituir legítimamente ese “estilo intelectual alto” de la autoconciencia y la imaginación trágica que reclama para sí un reconocimiento superior en la historia de las ideas nacionales. Nos inclinamos más por suponer que la caricaturización que ofrece de la teoría social y de las ciencias sociales, la opción por la parodia y no por el análisis, exhibe la práctica de un sociólogo no demasiado interesado por las ciencias sociales, al mismo tiempo que dispuesto a imponer tal desinterés en nombre de la sociología.
Tenemos la impresión que González, junto con los restantes intelectuales de la cultura que conforman el campo nacional de la sociología y las ciencias sociales, han tenido cierto éxito en este proyecto de demolición. En la actualidad se puede identificar la expansión de un sentido común ensayístico-libertario en algunos circuitos de las ciencias sociales. Si bien tales prácticas no ejercen una posición hegemónica en el campo en general, creemos que algunos de sus supuestos se han difundido y se encuentran presentes en diversos debates metodológicos y epistemológicos locales (y regionales). Es posible que las dificultades a las que nos enfrentamos para la elaboración de teorías sociales en nuestra región se deban en parte a estas premisas que ciertamente desincentivan y desprestigian este tipo de empresas constructivas para la investigación sociológica.
En cualquier caso, la marca principal de González es su culturalismo, en una versión en extremo radical. La sombra de su auto-afirmación culturalista se proyecta cuando elige criticar el reconocimiento que en su momento habría efectuado Germani a la vocación superior de investigación de la sociología brasileña (referenciado en la figura de Donald Pierson y Costa Pinto) en relación con la argentina, constatándose en ésta última cierto “predominio culturalista” (González 2000: 56).
A partir de los elementos expuestos hasta aquí se hace posible observar que el culturalismo de González es simultáneamente un historicismo desatento a una temporalidad futura. Posiblemente la caracterización más certera que podría recibir la empresa de González es la de un deconstructivismo histórico culturalista. En este caso, el deconstructivismo obedece a la asunción de un principio de negatividad radical, lo histórico retrospectivo se registra a partir de la reducción de la temporalidad a una tensión presente-pasado que se recuesta muy mayoritariamente sobre este segundo polo, y finalmente el culturalismo se expresa a partir del reconocimiento de una relación de equivalencia entre lo discursivo y lo real como un todo. Para el tipo ideal de intelectual que proyecta González el desafío de cambiar las cosas se ciñe a una cuestión de palabras arraigadas en la historia. El autor nos advierte que “lo que conocemos como saber nuestro es quizás un saber que teníamos desde antes, un saber al que le faltan nuevas palabras, es un saber que lo construimos como palabra que quizás están en otro lado" (González 2007: 10). El autor invita en la misma dirección a sostener el lenguaje no instrumentalizado como forma de defender el mundo, haciendo una historia de las formas de conocimiento científico, ensayístico o político que han caracterizado el debate argentino durante el siglo XX (González 1999: 11). Antes que la impronta de la genética histórica de Bourdieu, tal como éste la presenta en su libro Sobre el Estado (ver Bourdieu, 2015), lo que se observa en González es la impronta de la genealogía foucaultiana. Otro ejemplo del reduccionismo culturalista que trae consigo la historiografía del autor se evidencia en la caracterización que ofrece de la obra de Juan Carlos Portantiero. González desconoce por completo la existencia en Portantiero de un proyecto científico-social que se desarrolla en la década del 70 ligados a una interpretación leninista, pese a que cita Los usos de Gramsci, libro que incluye textos de éste último período (ver Portantiero, 1999). El sociólogo porteño, en cambio, decide quedarse exclusivamente con el giro posterior de Portantiero hacia un proyecto culturalista, reduccionismo que despliega en los años 80 junto con José María Aricó (ver Aricó 1988), al momento de entrar en diálogo con el alfonsinismo. De este modo, González arroja un manto homogeneizador reduciendo el proyecto intelectual como un todo de Portantiero a una función exclusivamente hermenéutica18. En una interpretación sorprendente, González considerará la apropiación gramsciana de Portantiero subsumida a la idea de una “operación” de lectura (González 2000: 87), omitiendo de este modo el principio político-estratégico que orientaba sus lecturas.
Ahora bien, las limitaciones del culturalismo historicista de González se evidencian con más nitidez cuando reflexiona sobre los desafíos que enfrentan en la actualidad los intelectuales y los sociólogos en relación a la sociedad como un todo. El mundo y la acción política superadora que González imagina como objeto para los intelectuales no sería otra cosa que una razón criticista convertida en experiencia ideal de lenguaje, edificada a partir de la exclusión de los “estilos bajos” ya comentados. Aquí aparece igualmente ese temor bien fundado del liberalismo intelectual, compartido por Sarlo, hacia una acción política de masas que, como en los setenta y luego en ráfagas durante el período alfonsinista, pueda nuevamente “devorar a la razón crítica” (Sarlo 1985: 5). Para González, se trataría de actualizar desde las ciencias sociales en pleno siglo XXI el mentado rechazo de Sarlo en Punto de Vista al “pacto de mimesis” entre cultura y política, pero llevando la deseada “tensión ineliminable” entre una y otra mucho más allá de Sarlo, en nombre de una nueva “sociología” y en defensa de una especificidad autonomizada del quehacer intelectual. Esa especificidad para González es precisamente la práctica discursiva y libertaria ya comentada del intelectual de la cultura. La gran misión epocal del intelectual será para el autor “la experiencia del lenguaje, que es solitaria y a la vez está en las calles y las grandes movilizaciones”, la cual “tiene que ser una opción que nos encuentre ávidos en ampliar el abanico de lecturas” (González 2007: 10). González llega a decir literalmente que “no tiene temor en llamar praxis a la trama cultural” (González 2007: 10), afirmación brutal que trastoca la tradición materialista que inspira tal noción. Tal manipulación conceptual nos recuerda los vicios teóricos de Bourdieu, quien tampoco parece tener miedo de llamar “golpe de Estado” al efecto naturalizador del discurso general del Estado, el efecto simbólico del “es así” o “es de este modo” (Bourdieu 2012: 165). Pensando en mejorar las condiciones de las clases populares, González propone exclusivamente establecer una alianza con textos, con palabras, con ethos, entre los lectores, los estudiantes y las nuevas generaciones (González 2007: 10). Tal sería la fórmula predilecta para una nueva comunión entre la universidad, la Carrera de Sociología y las clases populares de la ciudad de Buenos Aires. Curiosamente, la experiencia analítica e intelectual que podría encarnar tal misión político-social general es un tipo de experiencia ensayística, filosófica y literaria que, en palabras exactas de González, se alimenta de lo más nimio. Se trataría para nuestro autor de “entregarnos a la felicidad renovada de una antropología de la vida cotidiana, de la que surgirían los infinitos motivos de crítica y esperanza que se perciben en la sociabilidad más nimia” (González 1999: 11)
Finalmente, ¿en qué situación se encuentran las ciencias sociales y la sociología en este nuevo siglo para el sociólogo porteño? Contra todo pronóstico, González dirá que en un momento de liberación. ¿En que se sustenta tal optimismo para nuestro sociólogo? Pues en el estallido de los horizontes de intelección general y colectiva, en la crisis de la teoría social moderna, en el debacle del marxismo, en el declive del intelectual orgánico y en la derrota de cualquier búsqueda de reconstrucción y de cientificidad para las ciencias sociales. Nada más impactante, por su carga valorativa, que las palabras celebratorias del propio González:
Se puede decir que la pérdida de su otrora ansiada quilla –su cientificidad- le ha permitido a la sociología una liberación de incalculables consecuencias, aún no aprovechada, que produce varios efectos que sólo pueden ser recibidos con entusiasmo por todos los que persisten en el reflorecimiento de estos añejos saberes (2000: 100)
A MODO DE CONCLUSIÓN
El fin de la sociología anunciado por González sería el principio del fin de la opresión sobre las prácticas ensayísticas del intelectual de la cultura en las ciencias sociales, que a partir de entonces ya podría señorearse en este territorio aniquilado. Nos encontramos, para González, “ante la rica posibilidad que evoca esta tierra devastada, en lo teórico, en lo filosófico, lo poético-literario” (González 2000: 32-33). La razón cínica de González, que se manifiesta desde principios del presente trabajo con una desnudez llamativa, asesta su golpe de gracia a partir de la ironía y la falsa misericordia que despliega aquel que se siente triunfante: “Ni hay derecho de aprovecharse de esta frustración que anuló a la “sociología científica” por no saberse interrogar en sus propias decisiones lingüísticas o en los hilos evidentes que la vinculan a la filosofía; ni hay porqué suponer que el ensayismo ya transcurrido entre nosotros tenga las respuestas sociales, éticas e incitantes que hoy precisamos”(González 1999: 10). Derrotado el compromiso racionalista de la sociología pasada y presente, se trataría para González de darle nuevas fundaciones. Las apreciaciones de González dejan entrever que estarían dadas las condiciones para propiciar un momento instituyente soñado en el cual la sociología, conservando su nombre o no, podría finalmente adaptarse a su propia utopía y autoconcebirse tan solo como “un vocablo que habla de un desarreglo y trastocamiento del mundo” (González 2000: 32). En el marco de la extraña celebración de González creemos oportuno parafrasear a Sartre y hacerle al sociólogo porteño la siguiente pregunta: ¿Para quién reflexionan los intelectuales de la cultura? Y seguidamente, interrogarnos acerca de las implicancias y las consecuencias que este tipo de planteos acarrean para unas ciencias sociales críticas, para los proyectos sociológicos y para las expectativas de cambio político general en América Latina, siempre necesitadas de un compromiso racionalista.
1. Sobre la noción de “nacionalismo metodológico” y su campo problemático, ver Chernillo, 2010.
2. Consultar Lechner (1988) y Touraine (1989)
3. En respuesta al evaluador del presente artículo, cabe señalar que cuando nos referimos a la adopción de un nacionalismo metodológico, estamos aludiendo a las demarcaciones espaciales del objeto construido por González y no a la procedencia de las fuentes teóricas que utiliza para tal edificación. De este modo, se puede promover un reduccionismo nacional citando a Bourdieu, el mismo tiempo que nos podríamos librar de dicha restricción citando a Germani.
4. Por culturalismo en el presente trabajo se entiende la suscripción a un principio de equivalencia entre lo discursivo y lo social como un todo. Dicho reduccionismo se edifica a partir del abandono de una lógica de articulación entre cultura, política y economía, principio multidimensional que rige el análisis de toda sociología moderna.
5. Entiendo que esta consideración es compartida por Diego Tatian cuando propone salir del paradigma de la memoria como “horizonte insuperable de nuestro tiempo”, lo cual -señala el filósofo- no equivale a abjurar de ella (Tatian 2010: 147)
6. En palabras de los nuevos editores de la Revista, que sintonizan con la tradición de la revista: “El Ojo Mocho nace contra el paper y revaloriza la escritura. La primera premisa del ensayo es la libertad de estilo, una forma de escribir que está pensando las condiciones en que ese pensamiento emerge: hacer jugar las citas de manera inesperada. El ensayo tiene sus reglas de constitución, pero no tiene recetas. El ensayo es un lugar incómodo…Los grandes ensayistas siempre estuvieron al borde, en crisis o fuera de la institución” (Fernández 2012). Bajo el lema “ensayos si, papers no”, lo que se termina defendiendo a ultranzas es un principio de autonomía para-mí, cualquiera sea el proyecto institucional interviniente. Para ello se promociona un discurso anti-científico. Poco tiene que ver esto con el objetivo declarado de plantar una semilla heterodoxa y rebelde contra las lógicas de domesticación de las institucionales estatales de investigación, o contra las lógicas de mercadeo capitalista de la industria académica. Resulta poco congruente que dicha autonomía, que expresa en primera instancia un proyecto de transgresión individual, se autorreconozca como una práctica motorizada por el compromiso con un horizonte de expectativas societales. Los editores del Ojo Mocho, representando en gran medida la visión de su comunidad, dejan en evidencia los alcances de tal compromiso: “Nosotros creemos que el compromiso con la época debe asumirse con autonomía. Queremos cuestionar la antinomia entre autonomía y compromiso. La forma del ensayo posibilita expresar aquello que amamos y odiamos llevando al límite los argumentos, que es lo que permite hacer avanzar al pensamiento” (Fernández 2012). Como venimos señalando, para el intelectual de la cultura la ciencia es problemática en varios sentidos, pero principalmente porque atenta contra el principio de libre albedrío individual. Resultaría una amenaza en tanto exige un tipo de disciplina intelectual que resulta agobiante y poco entretenida para el “libre pensador”.
7. Tal predilección por la figura del intelectual escritor no está desprovista de ambición. Recordemos que el pedestal más alto del reconocimiento global destinado a América Latina le corresponde a los escritores. Se trata de un fenómeno experimentado en los países dependientes y que expresa el proyecto de imposición racionalista europeo. Sin dudas Jorge Luis Borges, García Márquez y Vargas Llosa son más aclamados que cualquier científico social latinoamericano. Ahora bien, el problema que representa el caso de González es que tal opción, la del escritor, la efectúa en nombre de la superación de la sociología y las ciencias sociales.
8. Recordemos que el ensayismo, propio de los filósofos sociales del siglo XIX en nuestro país, fue considerado por los sociólogos de mediados del siglo XX como una proto-sociología carente de sustento científico. Esto ocurría en un contexto de consolidación y diferenciación de la disciplina sociológica.
9. Ver Sarlo (1985)
10. Consultar Aricó (1986), Del Barco (1983) y Medina Echavarría (1943)
11. En el texto se refiere literalmente a la teoría de izquierda, reproduciendo casi exactamente las coordenadas de la virulenta crítica de Bourdieu a los intelectuales orgánicos del Partido Comunista Francés en la década del 70.
12. Comillas del autor.
13. Germani se presenta como el precursor de la sociología científica en la República Argentina, siendo la tradición sociológica nacional para éste una manifestación pre-científica.
14. González se refiere explícitamente al primer libro de historia de la sociología nacional de Delich (1977), pero sería igualmente extrapolable al segundo y último, publicado en 2013, 36 años después (Delich 2013)
15. Un ejemplo singular de ello es el filósofo Diego Tatian, quien se propone escribir una historia alternativa de Córdoba rechazando explícitamente el instrumental de las ciencias sociales. En la sinopsis de su último libro, titulado “Contra Córdoba”, Tatian dirá: “Contra Córdoba busca designar una adversidad fundamental que, con prescindencia de explicaciones causales, leyes económicas y procesos materiales con los que las ciencias sociales emprenden la comprensión del mundo, restituye irónicamente una cierta ontología (una ontología de la adversidad) sobre la que se recorta la hipótesis cultural propuesta: todo lo que ha dejado una marca o ha logrado producir un hecho libertario, lo ha realizado contra Córdoba -a pesar de Córdoba, no obstante Córdoba” (ver Tatian, 2016). Pese a prescindir de las ciencias sociales, Tatián no duda en caracterizar su emprendimiento como una “hipótesis cultural” o una “pequeña teoría” (algo que el libro efectivamente no es, por más folklórica que resulte la expresión)
16. Comillas del autor.
17. A nuestro entender la teoría social de Luhmann es la manifestación contemporánea más acabada de este último encuadre sistémico.
18. Basta revisar Los usos de Gramsci de Portantiero (1999), que recoge artículos de su autoría tanto de los años 70 como de los 80, para registrar, a partir del trastocamiento de sus primeras lecturas de Gramsci, el paso del proyecto científico-social al proyecto culturalista.
REFERENCIAS
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