ARTÍCULO

La reforma penitenciaria en “el subtrópico de la república” (Tucumán, Argentina, 1881-1927)

 

Luis González Alvo
gonzalezalvo@gmail.com
Instituto de Investigaciones Históricas Ramón Leoni Pinto - Universidad Nacional de Tucumán; CONICET. Argentina

Recibido: 01|12|14
Aceptado: 26|05|15

 


Resumen
Este artículo busca contribuir al estudio de la reforma penitenciaria en Argentina entre fines del siglo XIX y principios del siglo XX, tomando como centro de su análisis a la provincia de Tucumán. Sus objetivos consisten en realizar una reconstrucción histórica del proceso de edificación de la penitenciaría, explorar los motivos que impulsaron a la clase dirigente tucumana a emprender una obra de esa envergadura a comienzos de 1880, abordar los discursos que sustentaron la reforma y profundizar sobre los modos en que esta transformación del castigo se llevó a cabo. La reforma penitenciaria, entendida como proyecto de racionalización del castigo, fue mucho más allá de la construcción de edificios especiales, ya que demandaba la creación de una infraestructura administrativa con presupuestos considerables, un gran número de personal calificado, así como una red de instituciones, conocimientos técnicos y un discurso de las ciencias sociales. Estos factores han sido estudiados en lo que respecta a Buenos Aires, pero poco se sabe de casos provinciales. Por esta razón se analizarán los orígenes de la reforma penitenciaria argentina tomando como ejemplo la primera experiencia penitenciaria en Tucumán.

Palabras clave: Historia; Reforma penitenciaria; Cárceles; Tucumán.

Prison reform in “the subtropics of the republic” (tucumán, argentina, 1881-1927)

Abstract
This article seeks to contribute to prison reform studies in Argentina between the late nineteenth and early twentieth century, taking the example of Tucumán province. The aims of this paper are to provide an historical reconstruction of the penitentiary building process, to explore the reasons which prompted the Tucumán political class to undertake a work of this magnitude in early 1880, to analyze the speeches that supported the reform and the ways in which punishment transformation was carried out. Prison reform, understood as a punishment rationalization project, was far beyond the construction of specialized buildings, it demanded the creation of an administrative infrastructure with significant budgets, a large number of qualified staff and a network of institutions, technical knowledge and social sciences discourses. All these factors have been mostly studied for Buenos Aires penitentiary but have hardly been studied in provincial cases. For this reason, the objective of this work is to study the origins of the penitentiary reform analyzing the construction of the first penitentiary in Tucuman.

Key words: History; Prison reform; Jails; Tucumán.


 

INTRODUCCIÓN

El presente artículo tiene por objetivos realizar una reconstrucción histórica del proceso de creación de la primera penitenciaría provincial, explorar los motivos que impulsaron a la clase dirigente tucumana1 a emprender una obra de esa envergadura a comienzos de 1880, abordar los discursos que sustentaron la reforma y profundizar sobre los modos en que esta transformación del castigo se llevó a cabo. Asimismo, se intentará definir qué se entendía entonces por “prisión moderna” o “reforma penitenciaria”, conceptos capitales para abordar otros interrogantes como, por ejemplo, cuál fue el lugar de la reforma en la construcción del Estado provincial o cómo llevaron a cabo la transformación del castigo los administradores de la prisión. También forma parte de los objetivos ampliar los conocimientos de este campo historiográfico en relación con aspectos de la aplicación de la reforma en puntos periféricos del país, es decir, cómo actuaron sus directivos y empleados, qué cambios reales produjo esa iniciativa en los dispositivos punitivos de la provincia y en qué medida pesó la mirada de la prensa, entre otros interrogantes.

Enunciados de otra manera, los objetivos de este trabajo serán describir y analizar tanto el proceso de construcción de una nueva institución del Estado como los avatares de la formación de una nueva forma de disciplinar a sus habitantes y mantener el orden social. Se estudiará cómo se suponía que debía ser el castigo de una sociedad “moderna y civilizada” y cómo se intentó llevar a cabo esa transformación. Entre ambas perspectivas se entretejen tanto los discursos de políticos y juristas como los de la prensa y de los protagonistas de la reforma, administradores, empleados, guardianes y presos. Los límites cronológicos de este estudio serán 1880, año en que se aprueba la compra del terreno para construir la Penitenciaría y 1927, cuando se traslada la institución a un nuevo edificio, que es el que actualmente ocupa la cárcel provincial.

Los desarrollos más recientes de la historiografía de la prisión señalan caminos más cercanos a algunos aspectos metodológicos de Vigilar y Castigar que de sus conclusiones teóricas (Ignatieff 1984; Caimari 2009). Es por ello que, para la conformación del marco teórico-metodológico del presente trabajo nos valdremos de los aportes foucaultianos, así como de la historiografía producto del encuentro en Latinoamérica entre la historia social y la historia de las prisiones a mediados de la década de 1900. La publicación en 1996 de The Birth of the Pentientiary in Latin America, compilación dirigida por Salvatore y Aguirre, estimuló una serie de investigaciones que, con el pasar de los años, fueron plasmándose en obras de largo aliento como las de Speckman Guerra (2002) para el caso mexicano y León León (2003) para el caso chileno, entre otros.

Para abordar el caso argentino, Apenas un delincuente de Lila Caimari (2004) representa una obra ineludible. Si bien se enfoca principalmente en la Penitenciaría de Buenos Aires y el Presidio de Ushuaia, también aborda el problema de los “pantanos punitivos”. De hecho, esa contraposición es la que demuestra la distancia entre las hipótesis pertenecientes a modelos teóricos y los hallazgos de la investigación, la disonancia entre el archivo que Caimari construyó y el “sentido común hermenéutico” (2009: 144). Hacia fines del siglo XIX, con la inauguración de la Penitenciaría de Buenos Aires, la Argentina se acerca más al “mundo civilizado”, adquiere un puesto en “el torneo de la reforma universal” (CAIMARI 2004: 47). A comienzos del siglo XX, ya bajo la influencia del positivismo, se erigirá el “faro modernizador” de la Patagonia, el Presidio de Ushuaia. Esas dos instituciones modelo son denominadas por la autora como “cárceles-panóptico”.2

Mucho se ha dicho acerca del panóptico como modelo institucional de la sociedad de control, sin embargo poco se conoce de las “cárceles-pantanos” que, como advierte Caimari, constituyeron el gris castigo de la mayoría (2004: 109).

Creemos que explorar aquellos pantanos permitiría a la historia de la prisión argentina dar un salto cualitativo y cuantitativo, si recordamos que en aquellos espacios se castigaba al 90% de la población carcelaria y que, hacia 1910, además de la Penitenciaría de Buenos Aires y el Presidio de Ushuaia funcionaban otras 63 cárceles. Lo que se esconde debajo del pantano, nos aventuramos a sostener, es precisamente la cárcel argentina en su momento de formación, porque se fraguó en esos grises lugares de transición más que en los “faros modernizadores” de Buenos Aires o Ushuaia. Apartados del modelo y del deber ser punitivo, en las cárceles-pantano se encuentran las raíces de la prisión argentina. Para acrecentar nuestro conocimiento en este campo, es importante dirigir la mirada hacia la lógica de funcionamiento de las cárceles provinciales y de los Territorios Nacionales (Cesano, 2014). La cárcel de Tucumán es además un pantano subtropical y, a los ojos del positivismo más simplificado, es un espacio donde la tara de la sangre indígena y el abrumador peso del clima y la geografía dificultan la vida civilizada.3

La apuesta de este trabajo será, entonces, contribuir a la historia de la prisión argentina a través de un estudio de caso de una “cárcel-pantano”, trazando una pequeña parte del mapa del “archipiélago” argentino de instituciones punitivas (Caimari; 2004: 17) tan lleno de terrae incognitae. Es decir, a través de un estudio local, comenzar a desentrañar los orígenes de las cárceles provinciales, lo que, según creemos, puede ayudar a comprender la dinámica de funcionamiento de las cárceles argentinas de la actualidad.

Respecto de las fuentes empleadas para llevar adelante este trabajo, debemos dividirlas fundamentalmente en tres tipos: los documentos oficiales del gobierno, la bibliografía especializada de la época y la prensa diaria. Entre el primer tipo de fuentes, los documentos oficiales de la provincia, hemos consultado los Anuarios Estadísticos de la Provincia, la Compilación de Leyes y Decretos y la “Sección Administrativa” del Archivo Histórico de Tucumán, documentos relativos a los ministerios de Justicia y de Gobierno de la provincia. Allí hemos podido acceder tanto al llamado a licitación para la construcción de la cárcel, como también a los planos de la construcción, los informes de la obra y las inspecciones y refacciones posteriores a su habilitación. En la misma sección se encuentran también los documentos referidos al funcionamiento interno de la prisión: designación de administradores y empleados, pedidos de materiales para los talleres y la alimentación de los presos, sumarios internos, informes anuales de los directores, entre una gran variedad de documentación. En cuanto al segundo tipo de fuentes, la bibliografía especializada de la época, hemos analizado revistas científicas, tesis doctorales de jurisprudencia, visitas de magistrados y mensajes de los gobernadores. Respecto al último tipo de fuentes, la prensa periódica de la época, hemos consultado principalmente el diario El Orden (1883-1917) y en menor medida La Gaceta (1912-1913).

CASTIGAR CIVILIZADAMENTE EN EL NOROESTE ARGENTINO

El proceso conocido como “reforma penitenciaria” tiene sus orígenes en la Europa ilustrada del siglo XVIII. Sus principales referentes –Beccaria, Howard, Lardizábal, entre otros– constituyeron, según una denominación posterior, la “escuela clásica” penal. Sus ideas, aunque rápidamente difundidas en las colonias españolas durante el siglo XVIII (Barreneche; 2001: 162; Caimari; 2004: 26), no fueron puestas en práctica en Latinoamérica hasta entrado el siglo XIX y, en algunas regiones, en el siglo XX. Esto se debió, fundamentalmente, a los largos y dificultosos caminos recorridos por los jóvenes estados en formación durante el siglo XIX. Sucede que, tal como intuyeran Salvatore y Aguirre, lo que caracteriza a la reforma penitenciaria latinoamericana, a diferencia de las experiencias europeas, es su íntima conexión con los procesos de construcción del estado- nación y sus discursos de “civilización” y “modernización” (1996: XII).

En la Argentina, hacia 1870, la clase dirigente porteña proyectó una reforma penitenciaria como señal de su compromiso por constituir una sociedad moderna y civilizada. Confiaban en que, tras concretar esa reforma, el castigo pasaría a ser monopolizado por el estado, moderado por la ley y definitivamente apartado de las arcaicas pasiones vengativas (Caimari; 2004: 31). Los presos ya no languidecerían encadenados a las paredes de los viejos calabozos coloniales –retablo por excelencia de la cárcel del Antiguo Régimen– sino que se construirían espacios adecuados para el castigo reformador: las penitenciarías.

En esos nuevos espacios se “castigaría mejorando” a través del trabajo, la educación y la religión. La penitenciaría, según Caimari, constituiría una forma de modelar la sociedad verticalmente. Los transgresores –el grueso de la población carcelaria estaba conformado por las clases bajas– serían convertidos en ciudadanos industriosos mediante las técnicas del aislamiento silencioso nocturno, la disciplina rigurosa y el trabajo diurno en talleres; instrucción, sistema de premios y castigos: toda una batería de técnicas, intervenciones, estímulos y desalientos (2004: 48). Tal era la visión de la reforma penitenciaria predominante en Buenos Aires.

Para conocer el pensamiento de los juristas tucumanos, podemos considerar sus tesis doctorales en jurisprudencia, y las visitas a la cárcel del Superior Tribunal de Justicia, así como los mensajes a la Legislatura y las visitas a la cárcel por parte de los gobernadores. Las tesis eran trabajos finales que se realizaban para optar por el grado de doctor enjurisprudencia en la Universidad de Buenos Aires. Casi la totalidad de los juristas tucumanos de fines del siglo XIX y comienzos del XX cursaron sus estudios en dicha Universidad. Entre ellos, podemos mencionar a Juan Manuel Terán4, cuya tesis, titulada Sistema penitenciario (1874), sostiene la capacidad del sistema penitenciario para “reformar a los delincuentes que se rebelan contra la sociedad en cuyo seno viven, inspirándoles hábitos de orden y obediencia y convirtiéndoles en ciudadanos honrados y laboriosos. Gracias a ella estamos viendo realizarse un hecho hermoso en las sociedades civilizadas: la abolición de la pena de muerte”.5 La especificidad del pensamiento de algunos juristas tucumanos respecto de las concepciones que se desarrollaban en Buenos Aires puede buscarse en el tratamiento que hacen en sus tesis sobre los aspectos climáticos y de la “tara indígena” presentes en el subtrópico de la República.6

El trabajo de Terán es una apología de la reforma y una prédica para su aplicación en la Argentina. Probablemente inspirado por la cárcel capitular tucumana, el autor describe a las cárceles argentinas como calabozos semi-inquisitoriales, “miserables casuchos en que un ebrio rompe de una puñada la puerta de seguridad, sin que nadie pueda detenerlo. No hay en ellas departamentos separados. Se encuentra el criminal habitual al lado del joven, el alevoso al lado del que tal vez pecó por ignorancia, y el ladrón condenado al lado del enjuiciado solamente”.7 Su desconfianza respecto a la capacidad económica de las provincias del interior lo llevó a proponer que el Estado Nacional creara tres penitenciarías nacionales distribuidas de manera equidistante en la geografía del país.

En lo que respecta a las visitas del Superior Tribunal de Justicia, éstas confirman la voluntad de aplicar los principios de la reforma, escasamente atendidos por los constructores de la Penitenciaría y por sus primeros administradores. En 1888, por ejemplo, el Presidente del Superior Tribunal, Evaristo Barrenechea se mostraba alarmado porque la mayoría de los procesados pasaban entre tres y siete meses en la Penitenciaría sin que el sumario se elevara al Juzgado del Crimen. A estas detenciones arbitrarias y prolongadas, había que agregar el mal estado de higiene y comodidad de la cárcel. Concluía su informe advirtiendo el peligro que suponía la falta de divisiones internas en la cárcel: “en un mismo local se hallan confundidos, sin distinción alguna, tanto los que están sufriendo ya una pena por su falta, como los que simplemente fueron detenidos para ser procesados. En una sola habitación o cuarto, han podido contarse hasta doce personas, que viven allí aglomeradas, sin higiene alguna y en condiciones de estar fraguando diariamente su evasión”.8

En los mensajes a la Legislatura y visitas de los gobernadores a la cárcel también puede observarse la preocupación por la aplicación de la reforma. En 1852, Manuel Alejandro Espinosa, horrorizado por la situación de la cárcel del Cabildo, mandó reglamentar el sistema de visitas de cárceles (Levaggi; 2002: 374) El gobernador Marcos Paz, por ejemplo, manifestó en su mensaje anual de 1859 que “la construcción de una penitenciaría adecuada a las ideas del siglo y de nuestras liberales instituciones debe ser el primer pensamiento de los representantes del pueblo” (Colección Ordenada de Leyes, Vol. II: 237-239). En 1861 Salustiano Zavalía impulsó la ley de abolición del derecho de carcelaje.

Finalmente, en 1881, Miguel Nougués impulsó la compra de un terreno para construir una nueva cárcel provincial y dar comienzo a la reforma penitenciaria. En la fundamentación de su proyecto argumentó que:

[…]compulsando los registros de la criminalidad en la Provincia, resulta que el término diario de presos en la cárcel pública, por crímenes, delitos y contravenciones a disposiciones vigentes, arroja una cifra que no baja de 150. Si a ella se agrega el número de 200 personas cuando menos que constituyen la fuerza policial y piquete de guarnición, que hacen fuera y dentro del cuartel la policía de seguridad, se tiene que en un perímetro que apenas alcanza las 3.700 varas cuadradas, se hacinan en horrenda confusión mujeres y niños, reos de crímenes y delitos graves, condenados a presidio y trabajos forzados, guardianes y guardados. Y como si esto no fuera lo bastante, en el mismo recinto, y en su parte exterior, funcionan con sus múltiples reparticiones los tres altos Poderes Públicos del Estado.

Fácilmente comprenderán V.H. que este hacinamiento de seres humanos en un reducidísimo local, sujetos, como es consiguiente, a las leyes físicas que rigen en su entretenimiento y conservación, trae para ellos principalmente e inmediatamente para los moradores de la Ciudad, enfermedades de un carácter grave, tanto más perniciosas cuanto el medio en que ellas deben producirse, es más propicio a su desarrollo. Y así creo que el buen sentido público, en este como en muchas otras circunstancias, no se equivoca cuando, estudiando el número relativamente crecido de los casos de fiebres miasmáticas que se observan en los habitantes de los cuarteles próximos al Cabildo, atribuye como causa generadora del mal, al pésimo estado higiénico de nuestro cuartel y cárcel pública.9

La argumentación de Nougués es una buena muestra local de los principios clásicos del penitenciarismo combinados con los del higienismo, que comenzaba a ganar espacio en la agenda política local. Esta incipiente variante “disciplinaria-rehabilitadora” formará parte del modelo de estado imaginado por los positivistas – que Salvatore denomina “estado médico legal”– y se convertirá en un componente duradero del poder político argentino. (Salvatore; 2001: 81)

COMENZADA LA CONSTRUCCIÓN, ¿COMIENZA LA REFORMA?

En 1881, el gobernador Miguel Nougués impulsó el primer paso para la construcción de la Penitenciaría, al proponer a la legislatura la compra de un terreno de ocho hectáreas, al norte de la ciudad. Aprobado su proyecto de ley, se destinaron 5.000 pesos bolivianos para la compra de un terreno que estaba entonces en las afueras de la ciudad, limitado al norte por las vías del ferrocarril (hoy calle Italia), al sur por el Boulevard Sarmiento, al oeste por la calle Muñecas y al este por la calle 25 de Mayo.10 Al año siguiente se eligió la propuesta presentada por Mariano Lana y Sarto, ingeniero español que ya estaba a cargo de una obra de ingeniería hidráulica en Tucumán, el canal San Miguel. Su proyecto incluía la construcción de seis reparticiones: penitenciaría para penados, cárcel para procesados, administración, cuartel de gendarmería, arsenal y tribunales de justicia, todas ellas comunicadas mediante túneles subterráneos.

La penitenciaría planificada por Lana, con cuatro pabellones en forma de cruz, albergaría tanto a condenados como procesados de ambos sexos, tendría una enfermería por cada salón, talleres y una Iglesia.11 De haberse construido completamente, hubiera sido la mayor cárcel del país luego de la de Buenos Aires. Sin embargo, Lana se vio obligado a reducir su proyecto de manera tal que sólo se construyó una cuarta parte de la penitenciaría originalmente diseñada. Aquellos tribunales, cuarteles y arsenales quedaron en el olvido.

Las obras comenzaron en agosto de 1883, pero avanzaron con tal lentitud que al cabo de un año sólo se había realizado la quinta parte del total. El ingeniero Lana – hombre cercano al gobernador Nougués y el presidente Roca – tuvo amplios márgenes de acción y escasa o nula supervisión. Esta situación colapsó en diciembre de 1884, cuando fue destituido de su cargo de inspector de obras, en medio del proceso judicial que se le seguía por su mal desempeño como director de la construcción del canal San Miguel. No obstante, era tarde para enderezar el rumbo de las obras. Como destacan García Basalo y Mithieux, “la Penitenciaría de Tucumán comenzaba su vida herida de muerte. A un proyecto no muy bien concebido y pobremente documentado, le había seguido una mala entendida economía que lo mutiló, rematando la cadena de hechos infortunados una descuidada dirección en la ejecución de las obras” (Inédito, p.252).

El 7 de octubre de 1886 se dieron por terminadas las obras, pero el hecho no tuvo repercusión en la prensa, ya que corrían tiempos electorales y los periódicos estaban más preocupados por la lucha política y el cólera que se expandía por el país. A causa de la epidemia, entre octubre y noviembre, las autoridades tomaron la decisión de trasladar los presos que se alojaban en la cárcel del Cabildo al nuevo edificio de la Cárcel Penitenciaría. Al año siguiente, el 12 de junio de 1887, Lídoro Quinteros encabezó un levantamiento militar que derrocaría al gobernador Posse. Los primeros años de historia de la nueva cárcel – obra del gobierno derrocado – se desarrollaron sumidos en las sombras del conflictivo ambiente político. Así las cosas, la construcción de la Penitenciaría no implicó el comienzo de la reforma penitenciaria como la concebían tanto “especialistas” como “profanos” (Caimari; 2004: 23) sino simplemente un traslado de ubicación de los penados y procesados, hasta entonces hacinados en el Cabildo. Algo similar puede registrarse en Córdoba, donde “la escasa atención gubernamental otorgada al sector penitenciario, se cristalizó en las importantes carencias que tuvo el edificio, al menos, en los primeros quince años de existencia” (Luciano; 2014: 139). No obstante, la situación de Córdoba y Tucumán parece menos dramática si se observa la “cárcel miseria” neuquina (Bohoslavsky y Casullo; 2003: 55) o la “cárcel establo” de Santa Cruz (Na 2010: 3), ya que, a diferencia de las construcciones provinciales, no eran sino galpones de madera con techo de chapas de zinc.

DE LA QUIMERA PANÓPTICA AL GRIS PANTANO DE LA REALIDAD. ENTRE LA PICOTA Y LA PARED

En 1886, al decretarse finalizadas las obras, sólo se había levantado la mitad del ala izquierda del proyecto inicial, dando como resultado un edificio pequeño para las dimensiones generales del terreno. La Penitenciaría quedaba compuesta por dos pabellones en forma de L con celdas individuales y grupales, despachos administrativos, amplios patios, algunos espacios para depósitos, talleres, cocina y letrinas. En noviembre de 1886, a poco de haber sido trasladados los primeros presos, se solicitó un informe al jefe del Departamento Topográfico, Augusto Degoulet, quien fue lapidario. Le parecía “increíble que se haya podido proyectar un edificio de esta clase y de tanta importancia, haciendo abstracción de las leyes más sencillas de la construcción y de la higiene”.12 Era la quimera panóptica devenida una cárcel-pantano más, reproducción en escala ampliada de los lúgubres calabozos del viejo Cabildo (Levaggi; 2002: 373).

En medio de ese oscuro panorama, los incipientes talleres de la penitenciaría se perfilaban como la posibilidad de aplicar aunque fuera un pequeño aspecto de la reforma en Tucumán. Sin embargo, esos verdes brotes en el árbol talado fueron segados en 1893, año en que la penitenciaría fue tomada por las armas y empleada como cuartel general de un levantamiento radical contra el gobierno conservador (PÁEZ DE LA TORRE 1984). En la asonada los radicales ocuparon la cárcel, dejaron escapar a la totalidad de los presos y los talleres fueron saqueados. El monopolio weberiano de la violencia estaba lejos de ser logrado por el gobierno tucumano que sólo pudo resistir el alzamiento con la ayuda del Ejército Nacional. Por esos años, el precio de su debilidad fue la postergación del proyecto penitenciario y, a partir de entonces, no se intentará construir sino refaccionar.

En 1894 el Intendente de Policía, Filemón Naón, describía el estado de la Penitenciaría como “abandonada y en malas condiciones de aseo e higiene” y señalaba la necesidad de crear un reglamento para que la cárcel no continuara funcionando bajo la usanza de la costumbre o según “el criterio de los empleados encargados de ellas”.13 Dado que los talleres habían sido desmantelados durante la revolución radical, éstos habían pasado a funcionar como celdas comunitarias y los presos no podían trabajar más que en la limpieza del establecimiento.14 Hacia 1894 la Cárcel tucumana era entonces un edificio inacabado, mal edificado, sin escuela ni talleres y que se asemejaba más a una mala cárcel de procesados que a una penitenciaría.

A partir de entonces Naón impulsó la creación de un taller de carpintería que sería de importancia para el desarrollo de la Penitenciaría. Recordemos que el trabajo era considerado uno de los tres elementos para “castigar mejorando”, junto a la educación y la religión. Al año siguiente comenzó a funcionar el taller de sastrería y se construyeron nuevas celdas, una morgue, enfermería y letrinas.15 Al cumplirse una década de funcionamiento, en febrero de 1897, se sumaría un nuevo –en realidad muy antiguo– problema: se registra la primera queja de un administrador de la Cárcel por falta de espacio. Además del hacinamiento, se subrayaba el hecho de que, de los 229 presos, 210 eran procesados.16

En junio de 1897, el director del Departamento Topográfico, Leonardo Böhm, refiriéndose a la resolución del gobierno de refaccionar completamente la Penitenciaría, sostenía que el edificio adolecía de graves defectos de construcción y una mala distribución del espacio. Por ello afirmaba que cualquier compostura o modificación implicaría una mala inversión, puesto que no solucionaría los “defectos originales” de la obra de Lana y Sarto. Finalmente, aconsejaba al gobernador la demolición del edificio, levantar en ese sitio una nueva casa de Gobierno que reemplazara al “ruinoso” Cabildo y, por último, construir una nueva Penitenciaría más alejada del centro de la ciudad.17 Tanto Degoulet como Böhm, recomendaron la demolición de la penitenciaría. Sin embargo, optando por la solución más inmediata y económica, el P.E. continuó con las refacciones que fueron complementadas con algunos cambios administrativos que, como veremos más adelante, resultarían de relevancia.

LOS PRIMEROS ADMINISTRADORES DE UNA CÁRCEL-PANTANO

Las prisiones reflejan de manera distorsionada, según Caimari, el estado de las ideas punitivas de una época (2004: 124). Podríamos agregar que son los directores quienes tienen algún margen de acción para modelar aquellos espejos distorsionantes. Un buen ejemplo de ello puede observarse en la Penitenciaría Nacional cuando, con el auge del positivismo criminológico en Latinoamérica, aquel estado de ideas se desarrollaba en torno a los conceptos de cárcel “laboratorio” y “fábrica”. En Buenos Aires, directores como Antonio Ballvé, junto a científicos y hombres prominentes – como Joaquín V. González o Federico Pinedo –, convirtieron aquella Penitenciaría en el principal espacio de observación clínica del criminal. También en esa prisión nace el primer instituto de criminología argentino, así como la prestigiosa publicación Archivos de Psiquiatría, Criminología y Ciencias Afines, ambos proyectos impulsados por José Ingenieros.

La dirigencia tucumana consideraba la experiencia porteña como un modelo a seguir. Sin embargo, al inaugurarse la nueva Cárcel Penitenciaría en 1886, la administración del nuevo local no fue colocada en las “manos expertas” que habían clamado por su construcción. Por el contrario, la dirigencia puso al mando de la administración al alcaide que hasta entonces había estado encargado de la cárcel del Cabildo.18 Aquel funcionario menor, que estaba bajo las órdenes del Intendente de Policía, no era precisamente un abanderado de la reforma penal, sino un simple encargado del orden y la limpieza de un espacio reducido. Con el cambio de local y la ampliación de las obligaciones y facultades del alcaide, se hizo evidente la necesidad de crear un puesto acorde con el crecimiento de la institución. En 1887 se creó el cargo de administrador de la Penitenciaría, con mayor remuneración que el alcaide, ahora relegado a subalterno. Designado en septiembre de 1887, Estergidio de la Vega fue el primer administrador de la Cárcel del que tenemos información. Poca documentación se ha conservado sobre esos años y solamente conocemos de su disconformidad con su salario19 y que durante su administración hombres y mujeres aún convivían en el mismo predio, algo inadmisible para cualquier penitenciarista de la época.20

Durante la primera década de funcionamiento de la cárcel el diario El Orden denunció en reiteradas ocasiones las malas condiciones de vida en su interior. En un artículo titulado “En la Penitenciaría. Inhumanidades y Horrores” se denunciaban los “hechos bárbaros que tienen por teatro la cárcel penitenciaría de esta ciudad, que más que establecimiento penal civilizado parece que fuera sitio de tormento inquisitorial”. Y no sólo eran los presos los que sufrían el rigor de las autoridades de la Penitenciaría sino también los encargados de la vigilancia, que en caso de faltas leves eran castigados con “novenarios de palos”, es decir, “20 palos diarios como desayuno”. A los “dementes” –que según el penitenciarismo tampoco debían compartir el mismo espacio– se los castigaba con baldazos de agua fría y haciéndolos “andar semidesnudos y arrastrándose”. El diario concluía que la falta de sentimientos humanitarios era absoluta en la Penitenciaría.21

Como hemos mencionado anteriormente, en septiembre de 1893 la Penitenciaría fue empleada como cuartel general de los radicales sublevados y, para ello, fue completamente desalojada. Entre los años 1894 y 1895, la Penitenciaría tuvo cinco administradores diferentes. Finalmente, entre 1897 y 1900, el cargo fue ocupado por Arturo Rozan, último administrador de la cárcel. En 1899 se le inició un sumario por denuncias de irregularidades en el manejo de la institución, hecho por el cual Rozan renunció en enero de 1900. A raíz de este grave incidente y del revuelo periodístico y político que desencadenó el proceso, el gobierno provincial decidió separar la Penitenciaría de la Policía y ponerla bajo las órdenes directas del Ministerio de Gobierno. En Córdoba el mismo traslado se produjo en 1893, cuando el gobernador ordenó por decreto el traslado de la penitenciaría bajo la dependencia del Ministerio de Gobierno, dejando de estar subordinada al Departamento Central de Policía. No obstante hacia 1896, luego de un violento motín, la institución volvió a depender nuevamente de la policía (Luciano; 2014: 139). La diferencia fundamental con Tucumán es que en esta última la administración penitenciaria ya no volvería a estar bajo dependencia policial.22 

DE DEPENDENCIA POLICIAL A RAMA DE GOBIERNO

Hacia 1899, cuando todo parecía indicar que el gobierno tucumano había postergado indefinidamente la reforma penitenciaria, un hecho casi habitual –malversación de fondos de un administrador– acabó impulsando una reforma administrativa que conduciría hacia una incipiente consolidación de los principios penitenciarios en la provincia, hasta entonces escasamente llevados a cabo, a excepción del trabajo en los talleres y la básica educación impartida en la humilde escuela de la cárcel. En 1900, al instruirse el sumario contra el administrador de la cárcel que había malversado fondos –entre otras irregularidades–comienza una nueva etapa en la construcción del régimen penitenciario tucumano.

El principal cambio se introdujo mediante un decreto del P.E. del 21 de mayo de 1900.23 Dicho decreto trasladó la administración penitenciaria de la esfera del Departamento de Policía a la del Ministerio de Gobierno. Aquel cambio implicó una serie de reformas, como la creación del puesto de Director (y la designación de “notables” en ese cargo), aumento de personal, sanción de un reglamento e incremento del presupuesto. Tales medidas no sólo permitieron extender la vida útil de un edificio que había sido amenazado con la demolición desde su inauguración sino que también apuntalaron por primera vez los principios del penitenciarismo en la provincia.

A partir de aquel momento, la penitenciaría dejará de ser una dependencia de la policía para convertirse en una rama del gobierno. La primera tarea del Director, nuevo e importante funcionario, sería crear un reglamento que siguiera los principios penitenciarios de corrección, clasificación, modulación de las penas, trabajo, educación y control médico-psicológico (FOUCAULT, 2008: 313). Respondería directamente al ministro de Gobierno y le informaría mediante partes diarios sobre la marcha del establecimiento, productividad de los talleres, entrada y salida de internos, entre muchos otros aspectos. La gris cárcel-pantano comenzaba a parecerse –según la ley, al menos– a una penitenciaría.

El decreto de 1900 ratificó la voluntad del estado provincial de encaminar a la Penitenciaría por la senda de la reforma, tan escasamente aplicada en sus catorce años de existencia. Mediante este decreto se mandaba cumplir con preceptos como la separación de presos según tipo de condena o franja etaria, se ratificaba la prohibición de la tortura o “rigores no permitidos”, es decir “que bajo pretexto alguno se les cause mortificación más allá de la que entraña la pena a que ha sido condenado”.

En sus consideraciones, el gobernador sostenía que la Cárcel Penitenciaría debía estar a cargo de un funcionario directamente responsable de la seguridad de los procesados y encausados, del régimen interno de la misma y de la Administración de los Talleres que en ella funcionaban.24 Se así eliminaba la intermediación de la Policía en la administración penitenciaria y se creaba un nuevo cargo, el de director de la Penitenciaría, que debería responder directamente al ministro de gobierno. De esta manera se elevaba de rango a la cárcel, que pasaba a contar con un apartado propio en la Ley de Presupuesto y no ya como un apartado dentro del presupuesto de la policía. Al afirmar que “todas las personas civiles o militares que cumplen funciones dentro de la Cárcel quedan bajo subordinación del Director” se buscaba eliminar la confusión de jerarquías que hasta entonces se producía con el personal policial que cumplía funciones de guardia en la prisión. Este no era un problema menor, como ha señalado Pablo Navas para la Cárcel de Río Gallegos, donde la vigilancia y las rondas de guardia eran llevadas a cabo por agentes del Cuerpo de Vigilantes, cuyo número, turnos y disposición era determinada por el Jefe de Policía. El problema se producía cuando, al ingresar a la Penitenciaría, quedaban bajo las órdenes del administrador, hecho que redundaba en una confusión de jerarquías, al superponerse la autoridad del administrador de la cárcel con la del Jefe de Policía. (Navas, 2010: 3)

En Tucumán, a partir de 1900, se acentuó el control estatal sobre la Penitenciaría, ya que se estableció como obligación del director enviar un parte diario del movimiento de presos al Ministerio de Gobierno y un parte mensual de los gastos y trabajos efectuados en los talleres. Los partes debían indicar el número de presos, penados, encausados, su estado sanitario, sus adelantos morales y demás observaciones que creyere oportuno hacer constar. Tal vez el aspecto estadístico comenzado por esos años fuera una de las pocas características de cárcel-panóptico en Tucumán. Según Foucault, el panóptico, además de ofrecer constante vigilancia, es un sistema de documentación individualizante y permanente. En adición a los partes diarios, el reglamento de 1900 estableció una larga serie de “libros” sobre los presos.25 Al entrar un penado –o procesado– a la Institución, éste debía ser llevado en primer lugar a la Alcaidía, con el testimonio de la condena si la tenía, para ser inscripto en el “Libro de Registro”, donde se le asignaba un número de orden que luego se bordaría en su uniforme –supuestamente reemplazando el nombre– y en el “Libro de cuenta moral”, donde se anotaba el nombre del penado o procesado, número de orden, juez de la causa, tiempo de condena y si era reincidente. Ese mismo libro se empleaba más tarde para anotar los premios y castigos que el penado recibía. Los penados a Penitenciaría, que debían realizar trabajos forzosos, eran interrogados sobre sus datos familiares, para saber si tenía obligaciones de manutención con el peculio de sus trabajos en los talleres. El secretario contador abriría una libreta a cada penado con el número de orden, para lo cual recibiría de la Dirección semanalmente la planilla de los días que cada penado hubiera trabajado para acreditarle su salario.26 Si moría, el capellán lo inscribía en el "libro de defunciones”.27 Así, se observa cómo la prisión no se limita únicamente a conocer la decisión de los jueces y aplicarla en función del Código Penal, sino que permanentemente obtiene de los presos –condenados o no– un saber que transformará la medida penal en una operación penitenciaria. El infractor o supuesto infractor es sustituido por un personaje distinto: el delincuente (Foucault; 2008 [1976]: 289-291).

MÁS QUE UN DIRECTOR, UN CORONEL CON ABOLENGO. NACIMIENTO DE LA CÁRCEL-CUARTEL

El coronel Eudoro Vázquez Lucero (1853-1905) fue el primer Director de la Penitenciaría y estuvo en el cargo por dos años. Militar de carrera, pertenecía a una tradicional familia de la provincia y a lo largo de su vida fue participante activo de la política y empresario rural. La administración de la Penitenciaría tomó otro sentido desde su designación: más que un Director, Vázquez sería una autoridad militar al mando de un cuartel, un Coronel con abolengo y bastón de mando. El decreto de 1900 y el reglamento que el coronel redactó le dieron una amplia gama de atribuciones y colocaron a sus subordinados bajo un estricto orden disciplinario. Los partes diarios de su administración, que se conservan en el Archivo Histórico de Tucumán, dan cuenta rigurosa de la entrada y salida de presos, racionamiento, funcionamiento de la escuela, enfermería, guardia de seguridad, movimiento de los talleres y otros trabajos realizados. Decidido a dirigir marcialmente la Penitenciaría, Vázquez hizo cumplir el precepto de que la reforma debía aplicarse en varones mayores de edad, enviando a las mujeres y menores que había en la cárcel al asilo San Roque.28

La política de severidad y disciplina, tanto con los presos como con los empleados y guardias, era un evidente intento de cambiar radicalmente lo que había sido el funcionamiento cotidiano de la cárcel durante catorce años. El Orden caracterizó a la Cárcel de esos años como “La ínsula Barataria de la Penitenciaría, feudo indiscutible de Vázquez”29. Este periódico, enconado rival político de Vázquez y del gobernador Mena, criticaba constantemente al director de la Cárcel, pidiendo a diario su remoción por la crueldad con que dirigía la institución. Cupo al coronel Vázquez presentar el primer informe anual en el año 1901. Allí volcó su opinión – que según el informe era compartida por el gobernador Mena – sobre el régimen carcelario tucumano:

En el Reglamento de esta Cárcel se adopta como sistema penitenciario, el celular; el mismo que rige en la Penitenciaría de la Capital Federal (…) El sistema celular no ha sido aplicado por insuficiencia del local, pero hubiera podido aplicárselo con un pequeño esfuerzo. Si bien es cierto que por el Reglamento se establece este sistema, tanto el Señor Gobernador como el suscrito piensan que no es el que corrige de un modo más eficaz al delincuente. Cambiando ideas sobre el mejor sistema a emplearse en los establecimientos carcelarios, arribamos a las conclusiones siguientes: 1° Que no todos los presos deben ser tratados de igual manera; 2° Que como sistema debe emplearse un tratamiento paternal, castigando a los que cometan faltas y estimulando a los que observen buena conducta y 3° Que como medio moralizador y educativo, debe emplearse el trabajo.30

A Vázquez le siguió Wellington de la Rosa, un hombre de intensa actividad pública. Entre 1890 y 1891 ocupó el cargo de Intendente de Policía y en 1893 fue elegido gobernador de la provincia por el Colegio Electoral, pero no llegó a asumir debido el golpe radical que derrocaría al conservador Próspero García y tomaría por asalto la Penitenciaría. Una vez sofocada la revolución, se eligió como gobernador a su cuñado, Benjamín Aráoz.

A pesar del traspié que implicó su elección fallida, De la Rosa continuó en la vida política, y fue elegido senador provincial en 1897. Al año siguiente se convirtió en el primer presidente del recién inaugurado Banco de la Provincia de Tucumán. Asimismo, De la Rosa formó parte activa de la vida cultural tucumana, fue miembro de la Sociedad Sarmiento y uno de los fundadores de la Biblioteca Alberdi en 1903. Además de tener que lidiar con el hacinamiento, problema crónico desde 1897, De la Rosa continuó la política marcial de Vázquez y mandó instruir numerosos sumarios por diferentes intentos de fuga de presos y faltas cometidas por guardias.31

El tercer director también sería de una familia tradicional y miembro del partido en el poder: Waldino Colombres Alurralde, quien dirigió la Penitenciaría entre 1903 y 1905. Como era de esperarse, debió enfrentar problemas por la falta de espacio –354 presos en 1903–, irregularidades de la guardia y fugas. Enfrentado a la administración del recientemente elegido gobernador Olmos, Colombres se vio obligado a presentar su renuncia, y fue sustituido por el alcaide Emilio Romero. Concluía así el primer ciclo de militarización de la cárcel a cargo de los “notables”.

EL RECHAZO DE LOS “CIENTÍFICOS” Y LA AFIRMACIÓN DE LA CÁRCEL-CUARTEL

Por razones que desconocemos –probablemente la dificultad e ingratitud del puesto– no volvieron a designarse miembros de familias tradicionales como directores. En la transición que siguió a la renuncia de Colombres el cargo fue ocupado por policías como Emilio Romero o Ricardo Ibazeta.

En 1906, luego de la elección del gobernador Luis Nougués, se creó una gran expectativa en torno a la nueva dirección de la cárcel. El Orden –que apoyaba al recientemente elegido gobernador– trató de influir en la elección para alejar a la cárcel del modelo militarizado y acercarla al modelo “científico” de la Penitenciaría Nacional. En una nota del mes de abril el diario sostenía que había que “confiar la dirección de la Penitenciaría a un hombre competente en materia carcelaria, poniendo fin a la práctica de hacer de ese empleo una canonjía para los favoritos del poder. Es hora de que se le dé toda la importancia que él encierra”32. Fuera de la tradicional intencionalidad política del comentario, el periódico hacía hincapié en uno de los puntos fundamentales de la dificultosa marcha de la Penitenciaría: la falta de una dirección especializada, de un administrador formado en los principios de la reforma penal. La misma nota continuaba aduciendo que había “circulado insistentemente” el nombre del doctor Luis Beaufrère como el del candidato más probable para ocupar el cargo. El Orden intentaba demostrar que el gobierno de Nougués quería dotar al puesto del “carácter científico que debe revestir, y a eso se debe que procure llevar a él un hombre de ciencia”.33 El hecho es que, finalmente, el doctor Beaufrère rechazó la designación, razón por la cual el gobernador ofreció el cargo a quien se había desempeñado durante años como médico de la Cárcel, el doctor Marcos Paz Peña.

Luego de que el ofrecimiento fuera rechazado por el doctor Paz Peña, Nougués entendió que ningún “hombre de ciencia” se haría cargo de la compleja situación penitenciaria tucumana. Finalmente, la alternativa al desaire de los médicos fue restablecer el control marcial sobre la Penitenciaría, y se nombró a un militar de carrera al frente de la institución: el mayor Manuel Aguirre. La salida a la falta de “científicos penitenciarios” fue la mano militar, más dura y eficiente que la policía local.

Si bien parecía una renuncia a las aspiraciones reformistas, la decisión de Nougués de volver a colocar a un militar de carrera al frente de la Penitenciaría tucumana le confirió estabilidad inédita. Aguirre se mantuvo al frente de la institución durante siete años, desde 1906 hasta 1913, y durante esos años recibió el apoyo del gobernador Nougués que, en un intento de solucionar los problemas de espacio de la Penitenciaría, sancionó la Ley de Indultos y además impulsó la creación de la Cárcel de Contraventores, destinada a descomprimir la Cárcel Penitenciaría.

No obstante, aún con la Cárcel de Contraventores en funcionamiento, en noviembre de 1909 la Penitenciaría, con capacidad para 200 hombres, albergaba 372 y, en mayo de 1912, llegó a la exorbitante cifra de 524 presos. A pesar de los esfuerzos de la Dirección y del apoyo oficial con el que contaba, el problema del espacio continuó sin resolverse, así como también las constantes fugas. El mayor Aguirre actuó siempre aplicando con severidad los castigos reglamentarios a los presos y guardias, manejando marcialmente la Penitenciaría.

En mayo de 1913, por razones que desconocemos, Aguirre dejó la dirección de la Penitenciaría y fue reemplazado por un hombre de confianza del gobernador: Leandro Segundo Aráoz, quien provenía de una tradicional familia y tenía una larga carrera política a sus espaldas.34

Al mes de haber asumido como Director de la Penitenciaría, Aráoz protagonizó un hecho sanguinario, bautizado por la prensa como “la batalla de las botellas contra los máusers”.35 Durante algunos días se rumoreó sobre la posibilidad de la construcción de una nueva Penitenciaría e incluso llegaron a efectuarse reuniones oficiales para tratar el tema. Sin embargo, las tratativas no habían cristalizado en un proyecto específico cuando la llegada del presidente Saénz Peña a la provincia -se avecinaba el 9 de julio- y un escándalo en la administración del Consejo General de Educación ocuparon la atención de la prensa y la masacre fue pasando lentamente al olvido.

Aráoz renunció el mismo mes de julio, mientras era procesado por los hechos del 28 de junio. En agosto fue sobreseído junto al alcaide y todos los guardias que habían participado del hecho. Según el documento “el Director y bomberos de la guardia penetraron al pabellón, fueron atacados por los presos con todos los objetos que tuvieron a mano, viéndose los bomberos heridos en la necesidad de hacer uso de sus armas”.36 Tres años más tarde Aráoz sería elegido diputado provincial.

En el mes de septiembre de 1913 se designó como director a Serapio Bravo, quien hasta entonces se había desempeñado como jefe del Registro Civil. Bravo condujo la Penitenciaría hasta 1917, año en que fue reemplazado por Juan Lillo. En 1922 se aprobó la construcción de una nueva penitenciaría, que se ubicaría en una zona alejada de la ciudad. Las obras comenzaron en 1924 y la penitenciaría fue inaugurada en 1927. Comenzaba una nueva etapa de la historia penitenciaria tucumana.

REFLEXIONES FINALES

Al comienzo de este artículo nos propusimos, entre otros objetivos, explorar los motivos que impulsaron a la clase dirigente tucumana a emprender la construcción de una penitenciaría hacia 1880. Se desprende de los discursos analizados -tesis doctorales, visitas de magistrados, mensajes de los gobernadores- que, como señalara Caimari para el caso de Buenos Aires, la voluntad reformadora expresaba una expectativa de modernización de la infraestructura estatal más que -como podría aducirse en épocas posteriores- pánico en torno al aumento de la criminalidad (2004: 47).

Los discursos jurídico-políticos decimonónicos -como señalaran Salvatore y Caimari, entre otros- demuestran un consenso estructurante: un estado moderno requería de un castigo civilizado. Cabe preguntarse entonces si, en el proceso de conformación del estado provincial, la inauguración de la penitenciaría en 1886 señala la modernización del castigo.

La respuesta es, como hemos visto, negativa. Aquella inauguración improvisada, acto apresurado por la epidemia y desprovisto del carácter teatral que conllevan los grandes actos de gobierno, nos muestra en qué grado la reforma del castigo se limitó inicialmente al discurso, mientras que, en su pasaje a la práctica, se comenzaba a crear un dispositivo punitivo de compleja transición en la que pervivirán por muchos años elementos del castigo tradicional con una intermitente voluntad modernizante.

En los primeros años estamos frente a una cárcel-pantano, objeto de difícil abordaje pero en el cual hemos sondeado a través de su construcción y su administración. Resulta claro que más que la anhelada modernización, produce un espacio de transición. La vigilancia permanente no es una meta de sus administradores, sino la enmienda mediante la triple acción de trabajo, educación y religión. Sin embargo, eso tampoco puede conseguirse en esos años iniciales por incontables obstáculos: resulta un proyecto desmedido, luego mutilado y mal ejecutado, desatendido por la clase dirigente y los “científicos”, entregado en manos de la Policía, que resultó estar completamente alejada de los preceptos del reformismo penitenciario.

Si bien se había proyectado una cárcel completamente distinta a lo que se tenía hasta ese momento, al interior de la cárcel-pantano continuaron realizándose prácticas similares a las de la cárcel del Cabildo. Si revisamos los antecedentes de los administradores, todos ellos fueron funcionarios medios de la policía local, y, de diversas maneras, actuaron como los viejos alcaides de la cárcel del cabildo, pero con responsabilidades ampliadas. Perimido este modelo de administración en 1900, y procesado por mal desempeño el último administrador, se podría haber señalado que la causa de los problemas se encontraba en la repetición del esquema de administración de la cárcel capitular en un edificio pensado para aplicar un régimen nuevo, el penitenciario. Por ello se separó de la Intendencia de Policía a la cárcel y se la puso bajo la órbita del Ministerio de Gobierno. Quedaba entonces más claro el lugar de la reforma en la construcción del estado provincial ya que se reconocía a la cárcel como una rama más del gobierno y no de la policía.

A partir de entonces la cárcel tomó un nuevo rumbo, se redactó un reglamento penitenciario que normativizó la reforma en Tucumán por primera vez y se le otorgó un presupuesto propio y mayor. Sin embargo, en el momento de elegir una dirección más adecuada, se optó por militares y no por los “especialistas”. Aparentemente, las prácticas de los directivos continuaron enfocadas en la lucha por evitar el colapso y no por los preceptos de la reforma penal.37

De esa manera, apartado del modelo y del deber ser punitivo, el pantano tucumano devino cárcel-cuartel. El funcionamiento militarizado la acercó más al modelo penitenciario norteamericano que al ideal benthamiano. Dejando de lado el silencio absoluto, la Penitenciaría que inauguró Vázquez en 1900 se caracterizó por el trabajo en los talleres, los castigos corporales y marchas que hicieron de la rutina carcelaria un régimen severamente marcial. Los movimientos eran marcados por toques de trompeta que indicaban diferentes momentos: la apertura de las celdas, la salida de los presos, etc. Los uniformes, el cabello rasurado y las venias dirigidas a los guardias y autoridades completaban el panorama militarizado. Asimismo, la arquitectura del edificio contribuía a brindar la impresión de un cuartel.

La experiencia de la Cárcel Penitenciaría podría ser calificada como un fracaso en muchos de sus objetivos institucionales ya que no fue, como se deseaba, una Penitenciaría Nacional en pequeña escala. No tuvo directores de renombre en el ámbito penal ni fue un modelo para otras cárceles del país. Debe reconocerse, no obstante, que la comparación con cárceles “modelo” como las de Buenos Aires y Ushuaia contribuye a generar una impresión de exagerado retraso, pobreza e ineficiencia, cuando la experiencia tucumana representó un salto cualitativo mayor al de otras cárceles periféricas. Si contrastamos el caso de Tucumán con el de Neuquén, veremos que las cárceles territorianas contaron con muchos menos elementos para su desarrollo. Casullo y Bohoslavsky (2003) en su trabajo sobre la cárcel de Neuquén, la denominan como “cárcel miseria” entre 1904 y 1936. La comparación de la cárcel tucumana con el precario edificio neuquino, sus altas tasas de mortalidad y escasas provisiones alimenticias brindan una imagen menos ruinosa de la experiencia aquí analizada. Asimismo, el carácter mayoritariamente analfabeto, chileno y rural del “encarcelado tipo” neuquino se diferencia notablemente del tucumano, mayormente proveniente del entorno urbano, con un 50% de alfabetizados y mayoritariamente argentinos, aunque con un considerable grupo de migrantes de provincias vecinas (Bohoslavky y Casullo, 2003; González Alavo, 2013). A su vez, la comparación con Córdoba nos demuestra la mayor importancia (edilicia y presupuestaria) de las cárceles provinciales respecto de las territorianas (Luciano; 2014).

Por otra parte, cabe mencionar que la experiencia de la primera penitenciaría permitió la confirmación teórica del “credo penitenciario” (Caimari; 2004: 48) y la afirmación en la práctica de un conjunto de condiciones que desde entonces parecerán inalterables: superpoblación, militarización, falta de presupuesto, abandono institucional, desprofesionalización de guardias y directivos y un largo etcétera.

De esta manera llegamos a 1922, cuando se decide finalmente abandonar la vieja Penitenciaría y “empezar de fojas cero” en una nueva construcción. La Penitenciaría de Villa Urquiza -en uso hasta la actualidad- sería dotada del aspecto de un fortín amurallado. Si bien en algunos aspectos podría caracterizarse a la experiencia penitenciaria de 1881-1927 como un fracaso, en otros resultó un éxito: la cárcel-cuartel moldeó un concepto de prisión que, en sus líneas principales –como la edilicia– durará hasta nuestros días. En ese período se sentaron las bases de la administración penitenciaria, ya que lo que podría considerarse un fracaso institucional del proyecto inicial acabó reafirmando, dentro de la burocracia estatal, la validez de sus premisas (Caimari; 2004: 124).

Asimismo, en la época que estudiamos nacieron nuevas categorías sociales como la del delincuente, ex-convicto, criminal nato, incorregible, etc. Simultáneamente, mediante la influencia de la prensa, se asiste al nacimiento de lo policial como tema central de la vida cotidiana. No sólo a través del relato de delitos o la acción policial, sino a través de los comentarios a las visitas de cárceles, la acción de los directores de la cárcel, de los empleados, la publicación de fotografías de criminales, entrevistas. Así la Penitenciaría aparecía como el lugar donde los criminales tenían un lugar donde ser regenerados, o bien, debían enfrentar el rigor del castigo y el destino de todo incorregible, el exilio a los presidios nacionales.

En su estudio sobre las penitenciarías latinoamericanas, Salvatore y Aguirre señalan un ciclo “típico” de entusiasmo, descreimiento e interés renovado38 que parece producirse en Tucumán. Hemos visto con claridad las fases de entusiasmo y descreimiento, pero el interés renovado sólo se evidencia a partir de 1922-1927, con la proyección y construcción de la Cárcel Penitenciaría de Villa Urquiza, que abrirá una nueva etapa en la historia penal tucumana. No obstante no se hará borrón y cuenta nueva, sino que se partirá de paradigmas consolidados respecto del tratamiento del delincuente, ya presentes en la vieja Penitenciaría.39

Notas

1. En este trabajo se empleará la categoría “clase dirigente” para referirse los hombres de la élite político-económica tucumana que condujeron la política local durante el período analizado. Aquel grupo, conformado fundamentalmente por integrantes de las familias tradicionales de la provincia, detentaba elementos vinculados a la legitimidad además de la acumulación económica.

2. Caimari emplea el término panóptico metafóricamente aunque otros autores incurren en el error de usarlo literalmente. Alejo García Basalo (2006) clarifica esa común errata en su artículo sobre la primera penitenciaría argentina construida en Mendoza.

3. En 1913, una violenta represión en la Penitenciaría de Tucumán ocasionó la muerte de siete presos y dejó una decena de heridos de bala y bayoneta. La masacre fue bautizada por la prensa local como la “batalla de las botellas contra los máusers” en referencia a las armas que emplearon respectivamente presos y guardias. El caso tuvo repercusión a nivel nacional, llegando a ocupar espacio en la prensa porteña. En una nota publicada por El Diario de Buenos Aires, puede observarse un ejemplo de la simplificación de las ideas positivistas: “La criminalidad de las regiones subtropicales de la República ha respondido siempre a la influencia del clima realzada por una deficiente cultura en las clases proletarias”. El Diario, Buenos Aires, 1913 (Reproducido en La Gaceta, 3 de julio de 1913). Para una descripción más detallada del suceso véase González Alvo (2013, pp. 132-138)

4. Para ver las opiniones de otros juristas tucumanos como Van Gelderen, Barrenechea, De la Vega, Padilla, Vera, Carranza, entre otros, véase Luis González Alvo (2012). Para un estudio similar para el caso cordobés véase Milena Luciano (2013).

5. Terán, Juan Manuel (1874) Sistema penitenciario, Tesis doctoral, Universidad de Buenos Aires, p.7.

6. Algunas de estas expresiones eran compartidos por juristas cordobeses y de otras provincias del país: “Ambiente semibárbaro’, “seres inconscientes”, “hábitos atávicos”, “mentalidad deficitaria”, “absoluta incultura”, son los sintagmas discursivos que caracterizan las proyecciones imaginarias respecto a las comunidades indígenas por los juristas de la época (Cesano; 2011: 18).

7. Íbid. p.11.

8. La visita de Barrenechea puede encontrarse en Compilación ordenada de leyes, decretos y mensajes del período constitucional de la Provincia de Tucumán, que comienza en el año 1852 (En adelante COL), Vol. XIII, Tucumán, Edición Oficial, pp. 386-388.

9. COL, Vol. VIII, pp.167-168.

10. Íbid. En la justificación del proyecto de ley, Nougués se vale de argumentos muy similares a los esgrimidos por Barrenechea en su citada visita a la cárcel.

11. Archivo Histórico de Tucumán (AHT), Sección Administrativa (SA), Vol. 155, ff.237-258. Nótese además que el proyecto de Lana delata su ignorancia en materia de principios arquitectónicos penitenciarios al proponer la inclusión, en un mismo edificio, de hombres y mujeres, penados y procesados.

12. COL, Vol. IX, pp.182-199. Más allá de las críticas, la cárcel comenzaba a emplearse como descompresión de una superpoblada cárcel del Cabildo, que continuó funcionando como cárcel de contraventores y despachos de la Intendencia de Policía durante 30 años más.

13. AHT, SA, Vol. 203, f.512.

14. AHT, SA, Vol. 205. f.375. Este expediente sobre el estado de las cárceles de Tucumán, respondía a la iniciativa del gobernador Quinteros por crear nuevas cárceles en todos los núcleos poblacionales de importancia en la provincia. Quinteros también se destacó por la prohibición del cepo y por las ceremonias populares desarrolladas en torno a la incineración pública de aquellos tradicionales dispositivos para “asegurar a los reos”.

15. AHT, SA, Vol. 204, ff.89-91

16. AHT, SA, Vol. 229, ff.338-342

17. AHT, SA, Vol.234, ff.92-93

18. La cárcel del Cabildo, hasta entonces denominada Cárcel pública, pasó a denominarse Cárcel de contraventores y continuó siendo administrada por la Intendencia de Policía – bajo las órdenes del alcaide – en el mismo local hasta la construcción de la nueva Cárcel de Contraventores en 1907, en el mismo predio de la Penitenciaría. Esto refuerza la idea del papel central de la policía en el principio y el final de los procesos judiciales. Barreneche demuestra cómo en la primera mitad del siglo XIX lo carcelario, junto a otros aspectos de las tradicionales funciones de la justicia como la instrucción de sumarios, pasó a manos de las autoridades ejecutivas a través de la policía (2001: 136).

19. AHT, SA, Vol. 182. f. 198

20. AHT, SA, Vol. 183, ff. 384-388.

21. Diario El Orden (DEO), 16 de junio de 1893.

22. En 1905 la cárcel cordobesa volvería a depender del Ministerio de Gobierno. No obstante, la policía intervino nuevamente en 1907 (Luciano; 2014: 144).

23. COL, Vol. XXIV, p. 224.

24. Íbid.

25. Reglamento Interno de la Penitenciaría, Cap. 18 Del servicio y orden disciplinario, Art. 202.

26. Íbid. Cap. 3, Del Secretario Contador, Art. 27.

27. Íbid. Cap. 28. De las defunciones, Art. 271.

28. Sobre la privación de la libertad en el Asilo San Roque puede verse la tesis doctoral inédita de Cecilia Gargiulo (2012), La Sociedad de Beneficencia en la política social. Tucumán, 1874-1917.

29. DEO, 1 de junio de 1901.

30. AHT, SA, Vol. 267, ff. 1-15.

31. AHT, SA, Vol. 286 ff.432-434 y 498-508.

32. DEO, 2 de abril de 1906.

33. Íbid.

34. Leandro Aráoz podría ubicarse entre los “notables” que dirigieron la cárcel como Vázquez, De la Rosa y Colombres, junto a Próspero Mena, del Partido Liberal juarista en los tiempos de Lídoro Quinteros y Silvano Bores (1887-1890)

35. La Gaceta, 3 de julio de 1913.

36. AHT, SA, Vol. 374, f. 126.

37. Una situación similar de lucha por evitar el colapso se produjo en las cárceles-pantano federales como puede observarse en Bohoslavsky y Casullo (2003), Bohoslavsky (2005) y Navas (2010).

38. Salvatore y Aguirre (1996)

39. Para la observación de similar fenómeno en las cárceles federales véase Cesano (2011b) y Silva (2013).

OBRAS CITADAS

1. Barreneche, Osvaldo. Dentro de la ley, TODO. La justicia criminal en la etapa formativa del sistema penal moderno de la Argentina. La Plata: Ediciones Al Margen, 2001.

2. Bohoslavky, Ernesto y Casullo, Fernando. Sobre los límites del castigo en la Argentina periférica. La cárcel de Neuquén (1904-1945). Quinto Sol, n.7: 37-59, 2003.

3. Bohoslavky Ernesto. “Sobre los límites del control social. Estado, historia y política en la periferia argentina”, en Bohoslavky, Ernesto y Di Liscia, María (Eds). Instituciones y formas de control social en América Latina, 1840-1940, Buenos Aires: Prometeo, 2005.

4. Caimari, Lila. Apenas un delincuente. Crimen, castigo y cultura en la Argentina, 1880-1955, Siglo XXI, Buenos Aires, 2004.

5. Caimari, Lila “Entre el panóptico y el pantano: avatares de una historia de la prisión argentina”, Política y Sociedad, Vol. 46, Núm. 3: 135-147, 2009.

6. Cesano, José Daniel. “Discurso jurídico y cuestión indígena (1887-1967)”. Naveg@mérica. Revista electrónica de la Asociación Española de Americanistas, n. 6, 2011a.

7. Cesano, José Daniel. La política penitenciaria durante el primer peronismo (1946-1955): humanización, clima ideológico e imaginarios, Córdoba: Editorial Brujas, 2011b.

8. Cesano, José Daniel “El análisis historiográfico de la prisión en la Argentina hacia giro de siglo (1890-1920): la necesidad de una historia local y comparada. Aportes metodológicos para una historia en construcción” en Derecho Penal y Criminología, Año IV, n.7, 2014.

9. Foucault, Michel [1975]). Vigilar y castigar. Buenos Aires: Siglo XXI, 2008

10. García Basalo, Alejo (Dir.) y Mithieux, Mónica. Origen y desarrollo de la arquitectura penitenciaria provincial argentina (1853-1922), Programa de Becas de Investigación Científica PBI 2006-2008, Proyecto Nº 234/06. Buenos Aires: Universidad Argentina John F. Kennedy (Inédito).

11. García Basalo, Alejo. La influencia chilena en la construcción del primer edificio penitenciario argentino. Revista de Estudios Criminológicos y Penitenciarios, n. 9, 2006.

12. González Alvo, Luis. La recepción de las nuevas ideas penales y criminológicas en Tucumán (1880-1916), Revista de historia del derecho, n.43, Buenos Aires, pp. 64-101, 2012.

13. González Alvo, Luis. Modernizar el castigo. La construcción del régimen penitenciario en Tucumán, 1880-1916, Rosario: Prohistoria, 2013.12.

14. Ignatieff, Michael « Historiographie critique du système pénitentiaire ». En Petit, Jacques Guy (Dir.). Les prisons, le bagne et l’histoire. Paris: Méridiens, 1984.

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